“Yo no sabía aún de qué iría la película, no sabía cómo se estructuraría el guion, qué forma adoptaría la imagen o, para ser más exactos, cuál sería la matriz. Solo sabía una cosa: que no dejaba de soñar con el lugar en donde había nacido. Soñaba con mi casa. Y era como si entrase en ella, aunque en realidad no entraba, sino que todo el rato daba vueltas a su alrededor. […] En un texto de Proust leí que la escritura ayuda a liberarse de ciertas cosas, y también Freud analizó este tema. Bueno, pensé, escribiré un relato. Y, poco a poco, todo empezó a adoptar la forma de una película.” Así evocaba Andréi Tarkovski el nacimiento de lo que terminaría siendo El espejo (Zérkalo,1975), su película más emblemática, la más compleja y autobiográfica de su corta pero indeleble filmografía. Son palabras que ahora transcribo del libro Atrapad la vida (lecciones de cine para escultores del tiempo), publicado por Errata Naturae en 2017, pero que también forman la espina dorsal de la exposición Andréi Tarkovski y el espejo. Estudio de un sueño, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, hasta finales de enero de 2019. Ni el libro ni la exposición hubieran sido posibles sin el rescate previo de unas grabaciones de audio inéditas que contienen las lecciones que el cineasta ruso impartió entre 1967 y 1981. No es fácil encontrar, a lo largo de la historia del cine, autores con verdadera capacidad y ganas de reflexionar en profundidad sobre su oficio, pero el caso de Tarkovski es realmente excepcional: si Esculpir en el tiempo (que debiera haberse traducido de forma más correcta y precisa “Esculpir el tiempo”) ha sido siempre uno de los libros de referencia sobre el cine, la publicación de Atrapad la vida supuso un nuevo hito del que no se ha hecho suficiente eco, y aunque pueda ser presentado como germen de aquel, resulta aún más esclarecedor y luminoso para seguir pensando el cine a través de Tarkovski –y desde luego una lectura mucho más fluida en castellano gracias a la traducción de Marta Rebón y Ferrán Mateo–.
Andréi Tarkovski y el espejo. Estudio de un sueño surge a partir de las mismas conferencias y enseñanzas de Tarkovski que se recogen en Atrapad la vida, pero retoma pasajes posteriores de Esculpir en el tiempo y expone algunos de sus cuadernos de rodaje, en los que se aprecia su afán de perfeccionismo, así como las frustraciones propias de todo proceso creativo. Junto a un buen conjunto de fotogramas sacados de El espejo, destacan las fotografías realizadas por el poeta, traductor y fotógrafo Lev Gormung, amigo de la familia, quien retrató a Tarkovski de niño y junto a sus padres, en diversas situaciones domésticas que remiten de forma directa a algunas imágenes icónicas de El espejo. Las fotografías de Gormung ayudan a comprender la materia específica de una película que surge a partir de un sueño, pero que también recrea fielmente una serie de momentos vividos y capturados previamente. Pensar los sueños como materia esencial con la que se hacen las películas es casi un cliché instalado en el pensamiento general: Buñuel, Fellini, Bergman –cineastas fundamentales para Tarkovski– tienen algo de culpa en ello. El mismo Tarkovski contribuyó enormemente a esta percepción, al esculpir su obra maestra a partir de un sueño como el arriba descrito. Sin embargo, cualquiera que haya experimentado el proceso creativo de hacer una película, sabe que el cine se parece más bien a darse de bruces con la realidad. Es un choque obligado y todo depende de la actitud con la que lo afrontas. En el caso de Tarkovski parece mezclarse la fe en el cine y en la vida con una buena dosis de fuerza y confianza en uno mismo. En la exposición del Círculo de Bellas Artes se rememora la anécdota de Tarkovski y su equipo volviendo a sembrar trigo sarraceno en el campo de su infancia, meses antes de ir allí a rodar algunas de las secuencias más importantes de El espejo. Los campesinos de la zona le habían asegurado previamente que ese tipo de cultivo había dejado de florecer hace tiempo, pero su color “blanco como la nieve” era una imagen esencial de sus recuerdos, así que Tarkovski arrendó una parte del campo y sembró por su cuenta el trigo, que acabó floreciendo con gran éxito para sorpresa y alegría de los campesinos de la zona. Para el cineasta ruso, además de una señal de buen augurio, este acto venía a demostrar que los recuerdos también reflorecen, como si el cine pudiera atravesar la capa de tierra y olvido que la naturaleza impone.
Tarkovski siempre fue un cineasta en lucha consigo mismo –como también dan cuenta sus diarios, publicados en castellano bajo el título: Martirologio (Ediciones Sígueme)–, pero también en lucha con el propio cine, o con la idea de lo que se supone que tiene que ser el cine, contra sus convencionalismos y prejuicios, tan arraigados entre los espectadores. Podríamos cometer el error de pensar que su lucha pertenece a otro tiempo, a un cineasta siempre asociado a la trascendencia y la seriedad, demasiado imbuido de sí mismo, que habla desde su púlpito; pero sorprende la frescura y la claridad con las que despliega su experiencia como cineasta, su humildad de creador, así como el afán de transmisión a los que vengan después de él. Las innovaciones digitales y tecnológicas que trajo consigo el siglo XXI y que tanto han transformado el cine y el mundo audiovisual tampoco hacen mella en su voz; más bien al contrario: leerle, escuchar sus palabras, ver alguna de sus películas, resulta una verdadera inyección de optimismo cinematográfico y moral. “No creo demasiado en las revoluciones técnicas del cine. Más bien confío en una futura emancipación en términos morales”, dijo a este respecto en una de sus clases. Como hicieran Alexandre Astruc o François Truffaut, Tarkovski premonizó un futuro del cine que se parecería cada vez más a la expresión personal, casi febril, de su autor. “¿Por qué tendemos a pensar que un artista separa su vida de su profesión? No debería hacerlo. Al contrario, debería ser capaz de crear una relación intrínseca entre sus propios principios y aquellos que proclama en sus películas y que propone a quienes las ven.” Al volver a ver El espejo, la mítica secuencia inicial entre la madre y el médico se me revela ahora como una augurio para los tiempos de hoy: “Chéjov tenía razón: corremos azorados, decimos cosas banales, y es porque no creemos en la naturaleza que llevamos dentro. Todo es desconfianza, prisas, falta de tiempo para pensar…” ~