La primera de todas las fuerzas que gobiernan el mundo es la mentira. La civilización del siglo xx se ha basado, más que cualquier otra anterior, en la información, la enseñanza, la ciencia, la cultura; en suma, en el conocimiento, así como en el sistema de gobierno que, por vocación, da acceso a todos: la democracia. Sin duda, al igual que la democracia, la libertad de información se halla en la práctica repartida de forma muy desigual en el planeta. Y hay pocos países en los que la una y la otra hayan atravesado el siglo sin verse interrumpidas, o incluso suprimidas durante varias generaciones. Ahora bien, aunque lleno de lagunas y sincopado, el papel desempeñado por la información en los hombres que deciden los asuntos del mundo contemporáneo, y en las reacciones de los demás ante dichos asuntos, es sin duda más importante, más constante y más general que en épocas anteriores. Quienes obran disponen de mejores medios para saber en qué datos apoyar su acción, y quienes experimentan esa acción están mucho mejor informados sobre aquello que hacen quienes obran. Es interesante, por lo tanto, investigar si esta preponderancia del conocimiento, su precisión y su riqueza, su difusión cada vez más amplia y más rápida, ha conllevado, como sería natural esperar, una gestión más juiciosa de la humanidad.
La cuestión adquiere incluso mayor relevancia si tenemos en cuenta que el perfeccionamiento acelerado de las técnicas de transmisión y el continuo aumento del número de individuos que se aprovechan de ello harán aún más del siglo xxi la era en que la información constituirá el elemento central de la civilización. En nuestro siglo hay a la vez más conocimientos y más hombres que disponen de esos conocimientos. En otros términos, el conocimiento ha progresado, y según parece se ha visto seguido en su progreso por la información, la cual consiste en la diseminación de dicho conocimiento entre el público. Para empezar, la enseñanza tiende a prolongarse cada vez más, y a repetirse cada vez con mayor frecuencia en el curso de la vida; además, las herramientas de comunicación de masas se multiplican y nos cubren de mensajes en un grado inconcebible hasta ahora. Ya se trate de difundir la noticia de un descubrimiento científico y de sus perspectivas técnicas, de anunciar un acontecimiento político o de publicar las cifras que permitan evaluar una situación económica, lo cierto es que la máquina universal de informar se vuelve cada vez más igualitaria y generosa, de modo que anula la vieja discriminación entre la élite en el poder, que sabía muy poco, y el común de los gobernados, que no sabía nada. Hoy, ambos saben o pueden saber mucho. Así pues, la superioridad de nuestro siglo con respecto a los previos parece radicar en que los dirigentes o responsables en todos los terrenos disponen de conocimientos más amplios y más exactos a la hora de tomar decisiones, mientras que el público, por su parte, recibe en abundancia la información que le permite juzgar lo acertado de esas decisiones.
En buena lógica, tal fastuosa convergencia de factores favorables ha debido engendrar ciertamente una sabiduría y un discernimiento sin equivalente en el pasado y, por lo tanto, una prodigiosa mejora de la condición humana. ¿Es así? Afirmarlo sería frívolo. Nuestro siglo es uno de los más sangrientos de la historia; se caracteriza por la extensión de las opresiones, las persecuciones, los exterminios. Es el siglo xx el que ha inventado, o al menos sistematizado, el genocidio, el campo de concentración, el aniquilamiento de pueblos enteros mediante la hambruna organizada; el que ha concebido en el terreno de la teoría, y realizado en la práctica, los regímenes de avasallamiento más perfeccionados que hayan abrumado jamás a tantos seres humanos. Esta proeza parece refutar la opinión según la cual nuestra época habría sido la del triunfo de la democracia. Y, sin embargo, lo ha sido, por dos razones. A pesar de tantos esfuerzos desplegados, concluye con un mayor número de democracias, cuyo funcionamiento es mejor que en cualquier otro momento de la historia. Además, la democracia, incluso escarnecida, es asumida por todos como valor teórico de referencia. Las únicas divergencias al respecto se refieren al modo de aplicarla, a la “falsa” y la “verdadera” puesta en marcha del principio democrático. Incluso si se denuncia la mentira de las tiranías que pretenden obrar en nombre de una supuesta democracia “auténtica”, o se espera una democracia perfecta pero siempre futura, ha de reconocerse que la especie de los regímenes dictatoriales basados en un rechazo declarado, explícito y doctrinal del principio mismo de la democracia desapareció con el colapso del nazismo y el fascismo en 1945, y luego del franquismo en 1975. Las supervivencias son marginales. Al menos, como hemos visto, las tiranías más recientes se ven obligadas a justificarse en nombre de la misma moral que violan; quedan reducidas a esas acrobacias verbales que, debido a su monotonía y su inverosimilitud, engañan cada vez a menos personas. Al fin y al cabo, el empleo de ese doble lenguaje no elude el problema de la eficacia de la información. Los dirigentes totalitarios, al igual que los democráticos, disponen de la información a título profesional, aunque se empeñen en negársela a sus súbditos –sin conseguirlo del todo–. Los fracasos económicos de los países comunistas, por ejemplo, no se deben a que sus líderes ignoren las causas. Generalmente las conocen bastante bien, y así lo dejan entrever a veces. Pero no quieren o no pueden eliminarlas, por lo menos totalmente, y suelen limitarse a combatir los síntomas por miedo a hacer peligrar un orden político y social que aprecian más que el éxito económico. En este caso, se comprende al menos el motivo de la ineficacia de la información. Puede que, debido a un cálculo completamente racional, se abstengan de emplear lo conocido. Y es que, tanto en la vida de las sociedades como en la de los individuos, hay circunstancias en las que conviene obviar una verdad que se conoce muy bien, porque redundaría contra el propio interés si se sacaran las conclusiones de la misma.
Ahora bien, la impotencia de la información a la hora de iluminar la acción, o incluso simplemente la convicción, sería una desgracia banal si solo fuera consecuencia de la censura, la hipocresía y la mentira. Seguiría siendo comprensible si añadiéramos a estas causas los mecanismos medianamente sinceros de la mala fe, tan bien descritos tiempo ha por tantos moralistas, novelistas, dramaturgos y psicólogos. Pero sí podemos sorprendernos al comprobar la desacostumbrada amplitud alcanzada por esos mecanismos, los cuales disponen de una verdadera industria de la comunicación. El público, mostrando esa severidad con la que suele juzgar a los profesionales de la comunicación y a los dirigentes políticos, tiende a considerar la mala fe casi como una segunda naturaleza en la mayoría de los individuos cuya misión es informar, dirigir, pensar, hablar. ¿Podría ser que la misma abundancia de conocimientos e informaciones despertara el afán de esconderlos más que de emplearlos? ¿Que el acceso a la verdad generara más resentimiento que satisfacción, la sensación de un peligro más que la de un poder? ¿Cómo explicar la escasez de información exacta en las sociedades libres, donde han desaparecido en gran medida los obstáculos materiales para su difusión, y los hombres pueden conocerla fácilmente si sienten curiosidad o simplemente no la rechazan? Es esta interrogante la que nos conduce a las orillas del gran misterio. Las sociedades abiertas –por emplear el adjetivo de Henri Bergson y de Karl Popper– son al mismo tiempo la causa y el efecto de la libertad de informar y de informarse. Sin embargo, quienes recogen la información parecen tener como preocupación dominante el falsificarla, y quienes la reciben, eludirla. En tales sociedades se invoca continuamente un deber de informar y un derecho a la información. Pero del mismo modo que los profesionales se afanan en traicionar ese deber, así también sus clientes se desinteresan de gozar de ese derecho. En la adulación mutua de los interlocutores de la comedia de la información, productores y consumidores fingen respetarse, pero no hacen sino temerse y despreciarse. Solo en las sociedades abiertas es posible observar y medir el auténtico celo de los hombres en decir la verdad y acogerla, ya que el gobierno de dicha verdad no se ve obstaculizado por nadie más que por ellos mismos. Además, y no es esto lo menos intrigante, ¿cómo pueden actuar hasta tal punto contra su propio interés? Y es que la democracia no puede vivir sin cierta dosis de verdad. No puede sobrevivir si dicha verdad queda por debajo de un nivel mínimo. Este régimen, basado en la libre determinación de las decisiones de la mayoría, se condena a sí mismo a muerte si los ciudadanos que toman tales decisiones se pronuncian casi todos en la ignorancia de las realidades, la ceguera de una pasión o la ilusión de una impresión pasajera. En la democracia, la información es libre, sagrada, porque ha asumido la función de contrarrestar todo aquello que oscurece el juicio de los ciudadanos, últimos decisores y jueces del interés general. Pero ¿qué ocurre si es la propia información la que se las ingenia para oscurecer el juicio de los jueces? ¿Acaso no vemos con mucha frecuencia que los medios de comunicación que cultivan la exactitud, la competencia y la honradez constituyen la porción más restringida de la profesión, y su audiencia, el sector más reducido del público? ¿No observamos que los periódicos, emisiones de radio, revistas o debates televisivos, así como las campañas de prensa que agitan las profundidades y generan los más poderosos oleajes, se caracterizan salvo contadas excepciones por un contenido informativo cuya pobreza es paralela a su falsedad? Incluso eso que se llama periodismo de investigación, presentado como paradigma del coraje y la intransigencia, obedece en gran medida a móviles no siempre dictados por el culto desinteresado a la información –aunque esta sea auténtica–. Es frecuente que determinada información se ponga de relieve no por su importancia intrínseca, sino por su capacidad de destruir a un hombre de Estado; al mismo tiempo, se obvia o minimiza otra información mucho más relevante para el interés general, pero desprovista de utilidad personal o sectaria a corto plazo. Desde fuera, el lector apenas es capaz de distinguir entre la intervención noble y la mezquina. Pero se diga lo que se diga del periodismo (y más adelante diré mucho más), hemos de guardarnos de incriminar a los periodistas. Si, en efecto, un número muy reducido de ellos sirve realmente al ideal teórico de su profesión, el público apenas los incita a ello; y, por lo tanto, es en el público, en cada uno de nosotros, donde debemos buscar la causa de la supremacía de los periodistas poco competentes o poco escrupulosos. La oferta se explica por la demanda. Pero la demanda, en materia de información y análisis, surge de nuestras convicciones. ¿Cómo se forman estas? Tomamos nuestras decisiones más importantes en medio de un abismo de imprecisiones, prejuicios y pasiones, y posteriormente, husmeamos y sopesamos menos su exactitud que su capacidad de amoldarse o no a un sistema de interpretación, un sentimiento de comodidad moral o una red de alianzas. Según las leyes que gobiernan esa mezcla de palabras, apegos, odios y temores llamada opinión, un hecho no es real o irreal: es deseable o indeseable. Es un aliado o un adversario, un compinche o un maquinador, y no un objeto de conocimiento. Y a veces, incluso erigimos en doctrina, justificamos por principio, que el posible uso de un hecho tenga preeminencia sobre el conocimiento demostrable. Nuestras opiniones, aunque sean desinteresadas, proceden de diversas influencias, entre las cuales el conocimiento de la materia figura muy a menudo en último lugar, después de las creencias, el ambiente cultural, el azar, las apariencias, las pasiones, los prejuicios, el deseo de que la realidad se amolde a nuestros prejuicios y la pereza de espíritu. Esto no es nada nuevo, pues ya Platón nos enseñó la diferencia entre opinión y ciencia. Y el desarrollo de esta última desde los tiempos de Platón no cesa de acentuar la distinción entre lo verificable y lo inverificable, entre el pensamiento que se demuestra y el que no. Pero comprobar que hoy vivimos en un mundo más modelado que antaño por las aplicaciones de la ciencia no equivale a afirmar que más seres humanos piensen de modo científico. La inmensa mayoría de nosotros emplea las herramientas creadas por la ciencia –se cuida gracias a ella, tiene o no hijos gracias a ella–, pero lo hace sin participar, en términos intelectuales, en el orden de las disciplinas de pensamiento a las que debemos los descubrimientos que disfrutamos. Por otro lado, incluso la reducida minoría que practica esas disciplinas y accede a ese orden adquiere sus convicciones no científicas de forma irracional. Lo que ocurre es que el trabajo científico, debido a su particular naturaleza, conlleva e impone criterios imposibles de eludir indefinidamente, de la misma manera que un corredor de pista, por muy demente o estúpido que sea fuera del estadio, acepta en el momento de entrar en él la ley racional del cronómetro. De nada le serviría multiplicar, como hacen el político o el artista, los anuncios y los carteles publicitarios, o convocar reuniones públicas para proclamar que es campeón del mundo, que corre los cien metros en ocho segundos, cuando todo el mundo sabe y puede comprobar que nunca se los cronometran en menos de once. Se ve obligado, por la misma ley de la pista, a la racionalidad, pero es muy capaz de emplear la escalera mecánica del metro en sentido inverso. Pues bien, un gran científico puede forjarse sus opiniones políticas y morales de forma arbitraria, y bajo el imperio de consideraciones insensatas, tal como lo hacen los hombres carentes de toda experiencia del razonamiento científico. No existe en su interior una ósmosis entre la actividad de su disciplina, que le obliga a no afirmar nada sin pruebas, y sus opiniones sobre los asuntos corrientes, que obedecen a los mismos influjos que las de cualquier otro hombre. Como el hombre corriente, puede inclinarse de forma imprevisible por la sensatez o por la extravagancia, y eludir la evidencia cuando esta contradice sus creencias, sus preferencias o sus simpatías. Así pues, vivir en una época modelada por la ciencia no significa que estemos más capacitados para comportarnos de manera científica fuera de los ámbitos y de las condiciones donde reina inequívocamente la obligación de los procedimientos científicos. El hombre, hoy, cuando tiene ocasión, no es ni más ni menos racional ni honesto que en las épocas definidas como precientíficas. Incluso, volviendo a la paradoja ya mencionada, se puede afirmar que la incoherencia y la falta de honradez intelectual son más alarmantes y graves en nuestros días, precisamente porque tenemos ante nuestros ojos, en la ciencia, el modelo de un pensamiento riguroso. Pero el investigador científico no es, por naturaleza, más honrado que el hombre ignorante. Es alguien que ha aceptado unas reglas que, por así decirlo, le condenan a la honradez. Por temperamento, un ignorante puede ser más honrado que un científico. Así, en disciplinas como la historia y las ciencias sociales, es decir, aquellas que, por su mismo objeto, no presuponen una sujeción demostrativa total, impuesta desde fuera a la subjetividad del investigador, podemos ver fácilmente cómo reina la ligereza, la mala fe, la trituración ideológica de los hechos, las rivalidades de clan, que ocasionalmente se anteponen al puro amor a esa verdad supuestamente reverenciada. Conviene tener presentes estas nociones elementales, porque no se entenderán en absoluto las angustias de nuestra época, que se supone científica, si no se ve que por “comportamiento científico” no hay que entender exclusivamente el conjunto de diligencias propias de la investigación científica en sentido estricto. Comportarse científicamente, esto es, unir racionalidad y honradez, significa no pronunciarse sobre una cuestión más que después de haber considerado todas las informaciones disponibles, sin eliminar deliberadamente ninguna, sin deformar ni expurgar ninguna, y después de haber sacado como mejor se sepa y de buena fe las conclusiones que parezcan autorizarse. Nueve de cada diez veces, ni la información estará suficientemente completa ni su interpretación será lo bastante indudable como para conducir a una certeza. Pero si el juicio final solo en raras ocasiones tiene un carácter plenamente científico, la actitud que a él nos lleva puede tener siempre ese carácter. La distinción platónica entre opinión y ciencia, o, por traducirlo mejor (en mi opinión), entre juicio conjetural (doxa) y conocimiento exacto (episteme), proviene de la materia sobre la que se opina y no de la actitud de quien opina. Ya se trate de simple opinión o de conocimiento exacto, Platón da por sentadas la lógica y la buena fe. La diferencia radica en que el conocimiento exacto se refiere a objetos que se prestan a una demostración irrefutable, mientras que la opinión se mueve en esferas donde no podemos reunir más que un conjunto de probabilidades. Aun así, la opinión, aunque simplemente plausible y desprovista de certeza absoluta, puede ser alcanzada o no de forma tan rigurosa como sea posible, basándose en un honrado examen de todos los datos accesibles. La conjetura no equivale a lo arbitrario. No requiere ni menos probidad, ni menos exactitud, ni menos erudición que la ciencia. Al contrario, requiere tal vez más, en la medida en que la virtud de la prudencia constituye su principal parapeto. Y es que el interés por la verdad, o por su aproximación menos imperfecta, y la voluntad de emplear de buena fe la información a nuestro alcance derivan de inclinaciones personales totalmente independientes del estado de la ciencia en ese momento. En épocas precientíficas, el porcentaje de seres humanos provistos de esas inclinaciones no debía de ser inferior al de hoy. Habría que saber si la existencia de un modelo de conocimiento exacto determina entre nosotros la aparición de un mayor porcentaje de personas inclinadas a pensar de forma racional. Sin arriesgarme a plantear una hipótesis sobre ello, señalaré de momento que la mayoría de los asuntos sobre los que la humanidad contemporánea forma sus convicciones y toma sus decisiones corresponde al campo conjeturable y no al campo científico del pensamiento. Pero no por ello dejamos de gozar de una superioridad considerable sobre los hombres que vivieron antes que nosotros, pues en ese mismo campo conjeturable podemos explotar una riqueza de informaciones que ellos desconocían. Incluso si prescindimos de la ventaja que constituye la ciencia, son mayores que nunca nuestras posibilidades de hallar a menudo también en otras esferas lo que Platón llamaba la “opinión verdadera”, es decir, la conjetura que, sin basarse en una demostración obligatoria, resulta ser exacta. Pero ¿aprovechamos estas posibilidades tanto como podríamos? De la respuesta a esta pregunta depende la supervivencia de nuestra civilización. ~
Traducción de Luis González Castro.
Fragmento de El conocimiento inútil, que publica Página Indómita. Llega este mes a las librerías.