La sociedad de las hijas secretas

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El pasado 16 de enero el diario El Universal de Cartagena publicó que Gabriel García Márquez tenía una hija secreta. Se supo su nombre, Indira Cato, y el de su madre, Susana. Se supo que nació hace unos treinta años en México, cuando su padre rebasaba los sesenta, y que su llegada coincidió con una época en la cual este colaboraba con su madre en unos guiones cinematográficos. Se supo, también, que ya se sabía. Familiares y amigos del nobel ya estaban enterados de la existencia de esta niña, ahora mujer, y callaban el supuesto secreto por respetar, se dice, a Mercedes Barcha, su esposa de más de cincuenta años y la madre de sus dos hijos reconocidos, Rodrigo y Gonzalo.

La noticia tomó rápidamente los matices de melodrama que tan fácilmente acompañan estas revelaciones, más aún por tratarse del autor de Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera. Era la historia de una relación imposible entre dos personas de edades dispares, en diferentes etapas de sus vidas. Apareció la fotografía de una bebé en brazos de su padre sonriente, visitada en momentos tiernos, robados. Se conjuraron un sinfín de circunstancias: riesgo, misterio, aventura. También de afectos: confusión, pasión, culpa y, por qué no, amor.

Pero la clandestinidad es también cotidiana, banal. Es incómoda, confunde, pesa. Las hijas secretas crecemos con una normalidad rara, nos damos cuenta poco a poco de que no la compartimos con nadie. Tenemos padre, y a la vez no lo tenemos. Si el padre está presente, es de forma incompleta. Si está ausente, no siempre se puede entender su vida en otra parte. Aún en plena infancia feliz, llega gradualmente la conciencia que nuestra existencia está de alguna manera relacionada con el dolor. Sobre todo, el dolor de quien no se imaginó ser madre de esta manera. Porque las hijas secretas rara vez lo somos para las madres, que devienen expertas en caminar una cuerda floja. Por un lado, escudando al padre que fue o sigue siendo el amante. Por otro, protegiendo a la hija para que nunca piense que ser secreta implica ser indeseada.

La discreción, esa palabra tan nociva, empieza insinuándose en el tejido de nuestra identidad sin que nos demos cuenta, porque las hijas secretas solemos ser obedientes. Demasiado obedientes. Heredamos una responsabilidad, tal como se puede heredar una sonrisa, unos ojos, una expresión. Crecemos con la conciencia de que el simple hecho de hablar fuera de lugar puede causar lo que imaginamos como un cataclismo, aunque eso sea una idea magnificada de nuestra importancia, una simplificación infantil que, sin embargo, perdura hasta la adultez.

Mazarine Pingeot, hija secreta de François Mitterrand, publicó en el año 2005 su memoria Bouche cousue, título que alude a la expresión francesa motus et bouche cousue, ni una palabra, labios sellados. Mazarine creció cercana a su padre, que al parecer vivía (o casi vivía) con su madre, aun siendo presidente de Francia y manteniendo su matrimonio oficial intacto ante el público. Tuvo cariño, cotidianidad, pero aún así, la doble vida de un padre que para ella solo existía en privado tuvo su efecto. Cuenta cómo creció con dos hombres, ese que veía en la televisión, cuyo nombre aparecía en la prensa y ese otro, que volvía a casa y le daba su beso de buenas noches. Narra también, ya más grande, lo difícil que le fue formar amistades. ¿Qué les dices a tus amigas cuando te preguntan por tu padre? ¿Las puedes invitar a tu casa, sabiendo que se pueden cruzar con él? ¿Cuándo sabes que una amistad es lo suficientemente sólida como para dejarla entrar en el pequeño núcleo del secreto? ¿Cómo negocias estas distintas intimidades, sobre todo en la adolescencia? En el caso de Mazarine, fue manteniéndose aparte, creciendo con pocas amigas, separando los diferentes ámbitos de su vida, tal como lo hacía su padre.

Si la existencia de Indira fue un secreto a voces, la de Mazarine lo era a gritos. Siendo estudiante de preparatoria, se reunía con su padre a comer todos los miércoles en el mismo restaurante, cual rito familiar. A veces, su madre se les unía, llegando en bicicleta desde su trabajo en una biblioteca. Un día, un fotógrafo los captó. Después de crecer acorde a los límites impuestos por el secreto de su padre, Mazarine se vio convertida en noticia. Fue una invasión de su vida privada, de su intimidad. Lo vivió como un trauma. Y, aunque no lo haya dicho, me pregunto si también se sintió liberada. Se conoció el secreto, pero no fue por algo que ella había hecho. Ella cumplió con el pacto implícito del silencio.

Vi el entierro de Mitterrand en la televisión. Era enero de 1996, hacía dos años que Mazarine ya era nombre público. Yo no había seguido la noticia de su revelación. Supe de ella cuando la vi allí, con su rostro resignado y su abrigo negro, en primera fila ante el ataúd de su padre. Unos metros a su derecha estaba Danielle, la esposa de Mitterrand. A su izquierda, refugiada unos pasos atrás, su madre, Anne. Sentí una confusa mezcla de empatía y de envidia. Su padre sí fue padre, a pesar de todo. Ella lloraba a una persona que conoció, quiso y perdió. Y podía hacerlo sin esconderse. Allí, en plena vista, estaba la realidad contradictoria de este hombre que había tratado de tenerlo todo: su privilegiada imagen pública de hombre político, y una relación con la hija que había mantenido oculta. Podía imaginar una relación imperfecta, injusta, conflictiva. Dura, pero también verdadera. El padre de Mazarine quedó expuesto como alguien que tuvo que enfrentarse a sus propias contradicciones y vivirlas públicamente, aunque solo fuese en los últimos años de su vida. En el purgatorio de los padres con hijas ocultas, Mitterrand es de los que mejor se libran.

Comparé esta escena con la muerte del hombre que fue mi padre, a quien nunca conocí. Era el verano de 1984. Vivía en La Paz, una ciudad pequeña que entonces se sentía muy apartada del resto de México. Mi madre supo de su muerte cuando un amigo escuchó la noticia en la radio y la llamó. Dice que lloró tanto que yo le pregunté si acaso lo quería más a él que a mí. Eso no lo recuerdo. Solo recuerdo que esa noche nos sentamos frente a la minúscula televisión que estaba en mi cuarto, para ver el noticiero de Jacobo Zabludovsky. Empezó a anunciar su muerte, pero algo lo interrumpió, pasó una publicidad u otra cosa, no sé bien. Mi madre le gritó a la pantalla, furiosa porque no terminaba la noticia. Hace poco, encontré una carpeta polvorienta en un cajón de la casa. Tenía las esquelas que habían aparecido en la prensa, cuidadosamente recortadas. Me imaginé a mi madre recorriendo sola las librerías de la ciudad, comprando todos los periódicos de la capital que llegaban siempre con un día de atraso, y guardando esas hojas. ¿Para quién lo haría? ¿Para ella? ¿Para mí?

En realidad, la muerte de mi padre me simplificó la vida. Ya no tenía que imaginarme las mil y una maneras en que quizás, algún día, lo conocería. Cuando me preguntaban por él, ya no tenía que inventar nada, podía simplemente decir la verdad. Si me pedían más detalles, bastaba con decir firmemente que nunca lo había conocido, y la gente prudentemente cambiaría de tema. El hombre que nunca conocí no fue presidente, ni nobel, ni famoso. Su nombre, de tan común, no era fácilmente reconocible. Pero mi madre siempre habló de él como se habla de un Gran Hombre, así, con mayúsculas. Ciertamente, no era ajeno a las minucias del poder. Era alguien que hacía cosas muy importantes, me decía, que dejaba su huella en el mundo. Era brillante, visionario, carismático. No era guapo, se había roto la nariz de joven jugando rugby. Le gustaba la buena vida y se le notaba. Tenía una familia, una esposa, hijos mucho mayores que yo. Cuando nací no quiso formar parte de mi vida. Y no lo hizo. Nadie de su mundo, o acaso solo un par de personas, sabía que yo existía. “¿Por qué?”, le pregunté a mi madre alguna vez. “Porque era muy conservador”, me respondió, sin tono de reproche. “¿Alguien te criticó alguna vez por ser madre soltera?” Pensó muy poco antes de contestar. “Nadie”, me dijo. “Es tan común.”

No es raro que se hable de la muerte del padre cuando se trata de hijas secretas. Siempre ronda el fantasma telenovelesco de la herencia inesperada, del dramático reconocimiento póstumo. Pero en realidad es porque solemos ser hijas tardías, más cercanas en edad a nuestros sobrinos que a nuestros hermanos. Venimos a desequilibrar las ramas de los árboles familiares, esas estructuras tan protegidas, tan frágiles. García Márquez tendría unos 63 cuando nació Indira, Mitterrand había recién cumplido 58 a la llegada de Mazarine, y el hombre que hubiera sido mi padre tenía 55 cuando nací. Es el relato clásico del hombre mayor, con influencia y prestigio, que se relaciona con una mujer joven, inteligente, guapa, independiente –y también, quizá, vulnerable–, que lo admira como a un modelo o un mentor. Como todos los clichés, se complica cuando ahondamos en casos individuales. La realidad nunca es transparente, se empaña fácilmente. Simplificarla es especular sobre relaciones que se llevaron a cabo en privado, con escasos testigos. Nunca sabré cómo fue la relación de mi madre con ese hombre que tanto quiso. Solo sé que no heredé rencor, únicamente el esbozo de un hombre con grandes cualidades y enormes fallas.

Y, sin embargo, no se puede excusar lo inexcusable. Lo expresó perfectamente la periodista colombiana Elizabeth Castillo hablando del caso de García Márquez: “Tener una hija fuera del matrimonio no tiene ningún misterio. El problema está en esconderla, negarla, convertirla en un secreto y fingir que no existe.” El problema está también en lo fácil que ha resultado escondernos. En las invisibles redes de apoyo que surgen para proteger a estos Grandes Hombres –y a los no tan grandes– así como en la complicidad de las estructuras sociales que sostienen sus privilegios. La pregunta incómoda es hasta qué punto nuestras madres, y nosotras mismas, no somos también cómplices a través de nuestro silencio, perpetuando este mismo sistema que pretende ocultarnos. Es una enorme contradicción. La madre soltera que libró mil batallas, la mujer fuerte, independiente, orgullosa, que crió a su hija sola y le dio todas las oportunidades posibles, ¿no está también protegiendo el statu quo al callar? Sí, es cierto que los afectos complican las convicciones. También es cierto que culparnos por nuestro silencio es demasiado fácil. Es un acto de violencia tan tajante como lo es el rechazo a la mujer que vive fuera de las normas restrictivas del matrimonio. Las hijas secretas no somos víctimas. Al contrario, aprendimos gracias a nuestras madres a defender nuestra independencia, acaso con demasiada vehemencia. A no necesitar de nadie. Mucho menos del padre.

No sé si Indira fue al homenaje oficial que se le hizo a García Márquez en Bellas Artes en 2014. ¿Estaba allí, sentada en el público, junto con su madre? ¿O prefirió quedarse en casa y verlo por televisión? Tampoco puedo imaginar los sentimientos encontrados que habría provocado en ella, no solo la partida de su padre, sino la conmoción internacional de su despedida. Sentimientos que sin duda vuelven hoy como una ola devastadora, al verse definida públicamente por su lazo con alguien que hizo todo lo posible por deslindarse de ella, su hija secreta, incómoda. Aún así, me pregunto si a pesar del trauma de la atención mediática no siente, como lo imaginé con Mazarine, cierto alivio. El secreto ajeno ya no pesa, por más que supiera que nunca fue su responsabilidad.

Escribo este texto porque hace unos tres años pasó algo que a mí también me liberó. Si no hubiera sucedido, dudo que sería capaz de escribirlo –como ya lo dije, las hijas secretas heredamos de la discreción, forma parte de nuestro ADN aunque nos cueste admitirlo. Llevaba ya demasiados años convenciéndome de que la historia de mi padre estaba firmemente relegada al pasado, que mi vida estaba en otra parte, cuando un encuentro fortuito entre la ciencia y la moda en un frasco lleno de saliva, una simple prueba genética hecha así, a la ligera, lo cambió todo. En un principio, no sabía que estas pruebas podían llevarme a encontrar parientes, o a que estos me encontraran. Un día me escribió una persona, con un apellido que conocía bien, preguntándome quién era, si sabía por qué aparecía como familiar de tantos primos suyos. Era una sobrina nieta y su pregunta fue un regalo. Mi existencia no traumó a nadie, como siempre había temido. Hubo más aceptación que rechazo, hubo sorpresa y hasta alegría. Pero conocer a ese lado de mi familia no me ha llevado a reconciliarme con mi padre. Sigue siendo fuente de emociones encontradas: curiosidad, tristeza, rabia. También cierta lástima, porque el poder no es amigo de la introspección. A cambio, descubrí una nueva familia de mujeres abiertas, inteligentes, creativas y generosas que me enorgullecen.

No conozco ni a Indira ni a Mazarine, ni a ninguna otra hija secreta. No puedo hablar por ellas, ni sé si alguna se identifique con mi historia. Aún así, necesito escudarme en esta colectividad imaginada, en esta inesperada sororidad, porque somos muchas las hijas secretas que todavía cargamos a cuestas ese lastre de otros siglos, que debería ser irrelevante, pero que todavía no lo es. Estamos aquí y existimos a través de nuestras acciones y de nuestras vidas, no a través de nuestros lazos con fantasmas. Es por eso que aquí no nombro a mi padre. No es por protegerlo a él, es por protegerme a mí. Porque esta historia no es suya, es plenamente mía. ~

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Es doctora en letras hispánicas por la Universidad de Harvard. Descubrió a Cube Bonifant mientras investigaba las crónicas periodísticas de Roberto Arlt, Mario de Andrade y Salvador Novo.


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