Hay dos obras, muy distintas una de la otra, que me vinieron a menudo a la cabeza leyendo Piedra, papel, tijera, la colección de relatos del escritor ruso Maxim Ósipov. La primera es el filme Leviatán, de Andrei Zvyagintsev. No porque las historias de Ósipov tengan mucho que ver con su trama, una especie de adaptación del Libro de Job en la Rusia contemporánea. Es porque la Rusia de provincias de la que habla Ósipov me resulta tan gris, resignada y melancólica como la del filme de Zvyagintsev. Los pacientes de Ósipov en Tarusa, donde el escritor trabaja como cardiólogo, “no quieren morirse, pero tampoco quieren ir a la capital de la provincia para encontrar una solución, no quieren montar un escándalo”, dice en su ensayo “En mi tierra natal” (no está incluido en esta colección), que trata sobre su experiencia como médico en una pequeña ciudad rusa. El pueblo, por mucho que los nacionalistas elogien su esencia, no tiene “conciencia colectiva”; el pueblo solo quiere ver la tele. Uno de los personajes llega a decir que cuesta ser patriota al ver las caras malhumoradas de los rusos de provincias.
Es una Rusia interior incomunicada y corrupta, gobernada por caciques y curas. “En nuestra sociedad [el poder] se lo ha agenciado una gente pequeña y fea”, escribe uno de los personajes del relato “Piedra, papel, tijera”. “Gente nerviosa: no por maldad, sino porque ha conseguido el poder por medio del robo.” La historia de este relato, que da nombre a la recopilación, comienza con aires chejovianos y acaba convertida en una especie de noir experimental. La experimentación de Ósipov no es un ejercicio de manierismo o de juego verbal. Tiene que ver más con los registros y las voces y la estructura (la traducción de Ricardo San Vicente es excelente): hay digresiones, narraciones no lineales, saltos temporales y una estructura general como de patchwork. La voz del narrador es siempre desapegada e irónica y a la vez tierna y humana. A veces los personajes que parecen centrales en la narración, que a menudo es neurótica y veloz, son solo vehículos de ella. Ósipov es un realista, pero no es Chéjov: si lo comparan tanto con él es porque ambos son doctores y escritores de relatos en la Rusia de provincias.
La segunda referencia que me viene a la cabeza es el excelente The invention of Russia (2016), del periodista de The Economist Arkady Ostrovsky. Es una obra sobre la glásnost o apertura en los ochenta en la URSS y llega hasta Putin. Es una historia sobre los nuevos medios y sus propagandistas, la nueva Rusia, los “nuevos rusos”, que el medio financiero Kommersant describió como “inteligentes, calmados, optimistas y ricos”. Algunos de los personajes de Ósipov me recuerdan a los arribistas y emprendedores de los noventa y principios de los 2000 que se hicieron ricos especulando en la nueva economía privada.
Como dice un entrevistado en el libro de Ostrovsky un año después de la caída de la URSS, “ En Rusia todo el mundo está ahora soñando con el capitalismo en su sentido más inhumano y primitivo.” Es la lógica del exoligarca ruso Mijaíl Jodorkovski, que en 1992 publicó un libro donde decía: “Ya basta de utopías, ¡el futuro son los negocios! Un hombre que puede convertir un dólar en mil millones es un genio.” Y es la lógica de Lora, el protagonista del relato de Ósipov “Un hombre del renacimiento”, un empresario de éxito que contrata a un historiador y un pianista para que lo ayuden a cultivarse. Lora se aburre y dispara a cornejas desde su ventana, como hacía el zar Nicolás II. Es un símbolo de decadencia. En la Nueva Rusia, el que estudió matemáticas o biología acaba trabajando en un hedge fund o en la economía especulativa. En los relatos de Ósipov conviven personajes clásicos chejovianos (médicos humanistas, artistas, científicos, poetas) con rusos comunes resignados que sobreviven como pueden en la selva postsoviética. Muchos son cultos, lectores, citan a Pushkin y a Brodsky y a Lérmontov, pero se dan cuenta de que esa formación les resulta poco útil en la Nueva Rusia. Los intelectuales resultan hoy un poco ridículos (“Yevgueni Lvóvich mira a su alrededor, como si hubiera hecho algo malo. No tiene un aspecto demasiado saludable; lleva las gafas sujetas con un esparadrapo. Y en cada ocasión se para a pensar y dice: ‘Todo esto es muy triste’.”)
En todos los relatos de Ósipov hay una denuncia sociológica. En “Piedra, papel, tijera” es el trato inhumano hacia la gente de Asia Central, a los que se explota y etiqueta de “negros”, y la corrupción local. En más de un relato están presentes la especulación, la precariedad sanitaria y el abuso del alcohol. Pero la denuncia nunca es el núcleo de la historia. Por eso los relatos de Ósipov funcionan tan bien como viñetas sociológicas, porque no buscan ser solo viñetas sociológicas. Detrás de la ironía y el desapego de Ósipov hay ternura y humanidad y personajes complejos y escenas e imágenes brillantes: un geólogo que se convierte en sacerdote, una pareja de intelectuales que recoge piedras de la playa y les pone nombres de personajes de Un héroe de nuestro tiempo, un músico armenio llamado Rafael que da clases de piano a un oligarca…
Svetlana Aleksiévich dice que los relatos de Ósipov muestran el drama de quienes han sido criados por los libros y la alta cultura: “La cultura normalmente nos protege con diligencia de la realidad, pero aquí apenas puede hacerlo, porque Ósipov es un escritor con una doble visión: En primer lugar, es médico –cardiólogo–, una profesión directamente relacionada con el tiempo, con la impermanencia del hombre; el corazón no es más que el tiempo. Y en segundo lugar, cuando se vive en provincias, es más difícil que la cultura te engañe, que enmascare la realidad con ideas y supersticiones. En las provincias, todo está a la vista, más expuesto, tanto la naturaleza humana como el tiempo más allá de la ventana.” ~
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).