La Hidra mexicana

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Las fracturas en las corrientes políticas de izquierda y de derecha han auspiciado que en México se fortalezcan los representantes y herederos del antiguo régimen autoritario. La trágica falta de una convergencia entre las fuerzas democráticas de la derecha y la izquierda –entre el PAN y el PRD– propició, desde el año 2000, que creciera un pantano político, aparentemente mediador y centrista, alimentado con las aguas negras del antiguo autoritarismo. Ante las elecciones presidenciales de 2012 son evidentes las consecuencias políticas de estas fracturas: el PAN se presenta como un partido desgastado por el ejercicio aislado del gobierno durante dos sexenios y el PRD aparece como una corriente en franco deterioro electoral. Ni la derecha ni la izquierda lograron, por diferentes razones, fortalecerse como opciones plenamente modernas. En contraste, el partido del antiguo régimen se ha fortalecido notoriamente.

Todas las encuestas sobre las intenciones de voto hechas en 2011 dan como favorito al PRI. Muestran que desde 2009 las opiniones favorables a este viejo partido van en ascenso, mientras que el apoyo al PAN y al PRD desciende gradualmente. Este último queda en tercer lugar con un porcentaje que rebasa los quince puntos.

¿A qué se debe este ascenso del PRI? Aparentemente este partido, desde que perdió la presidencia, no ha dado ningún viraje espectacular, no ha modificado esencialmente su programa, no ha hecho una crítica pública de su pasado autoritario y sus dirigentes conservan intacto su viejo estilo de comportarse y de hablar. El PRI no parece haber absorbido nuevas ideas ni ha generado una novedosa u original visión de México. Leer los documentos del PRI es como sumergirse en la más plana grisura que nos podamos imaginar: no hay allí nada interesante, nada nuevo, nada imaginativo. Durante más de diez años, desde el gobierno de Ernesto Zedillo hasta las elecciones del 2006, el PRI sufrió un evidente declive electoral. Después de perder la presidencia en 2000, su peor momento fueron las elecciones de 2006, donde quedó relegado como una tercera fuerza. El espectacular choque entre Felipe Calderón y López Obrador ese mismo año indirectamente estimuló la recuperación del PRI. Aparentemente todo el trabajo lo hicieron sus dos contendientes –el PAN y el PRD–, que no fueron capaces de aunar sus fuerzas para impulsar un cambio profundo del sistema.

 

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Así, en la sombra y calladamente, ha ocurrido una mutación muy importante en el PRI: se ha convertido en un verdadero partido político. Hay que recordar que el PRI, durante los decenios del autoritarismo, nunca fue un auténtico partido. Era la agencia electoral altamente centralizada de un sistema autoritario, encargada de captar el apoyo de la población por medios corporativos. Formaba un apéndice burocrático que se activaba durante las elecciones y que administraba con eficacia variable las dosis necesarias de fraude. Se convertía estacionalmente en el canal que usaban el presidente y los grupos políticos poderosos para repartir diputaciones, senadurías y gubernaturas. Este aparato mediador era controlado desde la Secretaría de Gobernación. Estrictamente hablando, el PRI no era el partido gobernante: era una mera extensión del gobierno.

En sus lejanos orígenes, en 1929, el partido oficial fue el instrumento que permitió unificar a las diversas fracciones revolucionarias y canalizar ordenadamente las luchas por el poder. Después se fue convirtiendo en un simulacro de partido, un duro cascarón que ayudaba a darle al sistema político una apariencia democrática. Desde luego, fue un espacio complicado cruzado de pugnas e intrigas. Sus sectores obrero, campesino y “popular” animaban extensas estructuras mediadoras. El partido oficial era un inmenso aparato estatal especializado en manipular procesos electorales.

Este enorme aparato se había estado desgastando mucho y ya no funcionaba adecuadamente desde, por lo menos, los años ochenta. Pero al perder las elecciones del 2000, el PRI sufre un golpe descomunal e inicia un proceso de decadencia. Le fue cortada la cabeza central –el señor presidente– y el aparato dejó de funcionar como antes. Súbitamente, la burocracia priista se encontró en condición de orfandad.

El PRI, malherido y en decadencia, se fragmentó y se refugió bajo la sombra del poder de los numerosos gobernadores que le quedaban, y que fueron como las cabezas de una Hidra política enloquecida por haber perdido el poder central. Las querellas fueron intensas y rudas. Baste recordar, como ejemplo, los pleitos que llevaron a Elba Esther Gordillo, la dirigente magisterial, a abandonar el PRI y al poderoso gobernador del Estado de México, Arturo Montiel, a caer en desgracia, acusado de corrupción. Pero el fragmentado PRI reposaba en un caldo de cultivo muy nutritivo: el poder de los gobernadores, que mantenían en pequeña escala sistemas que parecían calcados del viejo modelo autoritario nacional, como lo han mostrado los excelentes estudios de Joy Langston.[1]El gran problema con estas cabezas de la Hidra es que, como sucedía con el monstruo clásico griego combatido por Heracles, al cortar una cabeza crecen varias en su lugar. El héroe mítico descubrió un método para evitar esta proliferación de cabezas: había que cauterizar con fuego las heridas del monstruo. Esto es precisamente lo que no pudieron o no quisieron hacer los gobiernos panistas.

Cauterizar las heridas políticas que quedaban abiertas después de las derrotas del PRI hubiese significado quemar el tejido social corrupto para sustituirlo por nuevas formas de hacer política. Pero el presidente Vicente Fox desperdició su fuerza y su popularidad como dirigente de la transición democrática y renunció a las tareas de impulsar una vasta renovación del sistema político. Impulsó un federalismo derechista que acabó fortaleciendo a los gobernadores y, gracias a su ineficacia administrativa, Fox fomentó una fragmentación que erosionó al gobierno central. Con ello se mantuvieron vivas las bases de apoyo regional del PRI. Bastaron unos cuantos cambios en el aparato para frenar o canalizar los pleitos entre gobernadores, senadores y diputados, y lograr que lentamente la vieja máquina se convirtiera en un partido político capaz de competir en el nuevo contexto democrático. Estos ajustes se hicieron con habilidad después de las elecciones presidenciales de 2006 y mostraron su eficacia muy pronto, en las elecciones intermedias de 2009, cuando el PRI se convirtió en la primera fuerza en el Congreso.

 

Coaliciones y cultura política

Es sintomático que ante las elecciones de 2012 haya surgido la propuesta de impulsar una coalición de gobierno, después de que durante dos sexenios los dirigentes políticos fueron totalmente incapaces de impulsar algo semejante. No deja de ser revelador el hecho de que líderes muy influyentes de los grandes partidos hayan propuesto una coalición, basada en un acuerdo programático explícito, con el objeto de lograr que un futuro gobierno carente de mayoría en el Congreso pueda funcionar “armónicamente”. Es lo que planteó el manifiesto “Por una democracia constitucional” publicado el 10 de octubre de 2011, donde líderes destacados del PAN (Javier Corral, Santiago Creel), del PRD (Cuauhtémoc Cárdenas, Marcelo Ebrard) y del PRI (Manlio Fabio Beltrones, Francisco Labastida) proponen construir un gobierno basado en el pluralismo. Esto es algo que debió haber ocurrido hace doce años, pero ni estos ni otros dirigentes mostraron la menor inclinación hacia una coalición de gobierno. Me pregunto por qué no impulsaron entonces lo que ahora dicen que hay que hacer. De hecho, en la lista de quienes firman este manifiesto están ausentes aquellos políticos que serán los candidatos a la presidencia: Andrés Manuel López Obrador, Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota (esta última aún no confirmada). El candidato del PRI, que está convencido de su triunfo, prefiere restaurar la llamada cláusula de gobernabilidad para lograr la ansiada “armonía” entre la presidencia y el Congreso; y el candidato del PRD ha manifestado reiteradamente su profunda alergia a las coaliciones con los partidos que considera ligados a la “mafia del poder”.

Sin embargo, la idea de que las coaliciones son ingredientes necesarios de la política en un contexto democrático se ha extendido notablemente. Desde luego, se presenta en muy diversas formas, desde su expresión como la fórmula más efectiva para derrotar al antiguo partido autoritario hasta la insistencia por lograr que el partido gobernante obtenga mediante coaliciones una mayoría en el Congreso. Hay gran inquietud ante la combinación de un poder presidencial fuerte pero cada vez más inoperante, una debilidad del poder legislativo plural y un robustecimiento de la fuerza de los gobernadores. Han surgido toda clase de recetas para remediar esta situación o, por lo menos, para atenuar sus consecuencias más desastrosas: parlamentarización del sistema político, reelección consecutiva e indefinida de legisladores, segunda vuelta electoral, reforma del federalismo, restauración de la llamada cláusula de gobernabilidad, disminución del número de legisladores plurinominales, gobierno de coalición, recortes al financiamiento público de los partidos, etcétera. Pero cualquiera de estos cambios requiere de un paso previo indispensable: la coalición o alianza de fuerzas políticas para aprobar estas y muchas otras reformas necesarias. No es previsible que ello ocurra antes de las elecciones presidenciales.

¿Qué nos revela esta situación? Diría que estamos ante una muy precaria y fragmentada cultura democrática. No se ha expandido impetuosamente una nueva civilidad que obligue a los partidos políticos a adoptar un comportamiento tolerante y responsable. No se ha desarrollado con suficiente vigor una cultura de la dignidad ni un orgullo democrático. En contraste, nos oprime todavía el enorme peso de la vieja cultura política autoritaria, que se halla profundamente inscrita en la sociedad mexicana. Es la rancia cultura priista que, aunque ha retrocedido en muchos ámbitos, se ha extendido fuera del partido que la alimenta y ha invadido al PAN, al PRD y a las élites políticas.

 

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Este fenómeno es más evidente en los espacios de la izquierda, donde una mezcla de nacionalismo, populismo y culto a la revolución ha frenado la expansión de expresiones modernas de la democracia y el socialismo. Cada vez se extiende más la influencia de dirigentes que provienen del PRI y que transportan con ellos la vieja cultura autoritaria. Pero el partido gobernante, el PAN, no está exento de esta especie de contaminación, pues a fin de cuentas los intereses de la derecha se han adaptado siempre muy bien a los usos y costumbres del nacionalismo revolucionario.

Estamos ante una situación paradójica: aunque el peso de la cultura nacionalista tradicional ha disminuido, no se ha consolidado una nueva actitud moderna y democrática. La precariedad de la cultura política moderna se debe en gran medida al hecho de que el partido que encabezó la transición democrática, el PAN, no ha sido capaz de ofrecer e impulsar una nueva civilidad, pues los lastres de la tradición católica conservadora han sido demasiado pesados y no ha contado con una intelectualidad influyente que pudiese iluminar el camino a una derecha moderna. La consolidación de una nueva cultura democrática ha sido frenada también por la izquierda que, a pesar de contar con una masa intelectual amplia, no logró superar el trauma de haber quedado al margen de la transición.

Debido a todo ello, no fue posible una coalición de las fuerzas modernas y democráticas de la izquierda y la derecha con el objeto, no solamente de realizar reformas políticas sustanciales, sino también para auspiciar el crecimiento de una cultura alternativa, opuesta a las tradiciones nacionalistas y revolucionarias del autoritarismo institucionalizado. En esta situación trágica podemos ver otra de las razones que explican el fortalecimiento del PRI. Ahora son algunos priistas los más entusiasmados en rescatar la idea de las coaliciones, para apuntalar su retorno.

 

Violencia y narcotráfico

El fortalecimiento del PRI tiene también sus causas en el extraordinario crecimiento de la violencia. La imagen predominante de México en los medios masivos de comunicación es la de un país sumergido en un mar de sangrienta violencia que ha generado decenas de miles de homicidios ligados a la lucha contra los narcotraficantes. México es reflejado en la prensa local e internacional como un país sometido a los desastres de una dudosa guerra contra los contrabandistas de drogas; ha heredado la imagen que tenía Colombia hace algunos años. Es una desgracia que esta imagen coincida con el proceso de transición a la democracia que se inicia a fines del siglo XX. En gran medida, la espectacularidad de los crímenes ha ocultado los complejos problemas a los que se enfrenta el sistema político mexicano. En buena medida esta imagen ha sido impulsada con fines políticos por el conjunto de la oposición, tanto por el PRI como por el PRD.

Durante los primeros años de la transición podemos observar una extraña paradoja. En la opinión pública mexicana predominaba la sensación y la creencia de que el país vivía en un infierno de violencia creciente. Sin embargo, ello no era cierto.[2]En realidad, entre 1992 y 2007 la tasa de homicidios había descendido notablemente año tras año. Desde luego, este descenso paulatino de la violencia no ocurría en todos los rincones del país. Había regiones y ciudades, especialmente en la frontera con Estados Unidos, en el norte de la Sierra Madre Occidental y en el oeste de Guerrero y Michoacán, donde por el contrario la violencia homicida había aumentado. En su conjunto, las tendencias nacionales eran positivas y no justificaban la generalizada sensación de inseguridad que percibían muchos ciudadanos y que denunciaba con alarma la prensa y la televisión. En cierta medida, esta paradoja se explica por el hecho de que los perdedores de las elecciones presidenciales del 2000, el antiguo partido oficial destronado y el partido de la izquierda desilusionada, fomentaron la percepción de que México se hundía en un pantano de violencia. Las corrientes políticas de la oposición impulsaron la idea de que la llegada de la democracia había traído consigo la violencia y la extensión del narcotráfico.

El descenso general de la violencia se detuvo abruptamente en 2008. En este año se inicia un ascenso vertiginoso y extraordinario de la tasa de homicidios, que vuelve a los niveles de dos décadas antes. No cabe duda de que este cambio brusco está relacionado con la intensificación de la lucha contra el narcotráfico desencadenada por el presidente Felipe Calderón. La interpretación más socorrida de este auge dramático de la violencia se remite al hecho de que la represión desatada por el ejército, la marina y la policía federal han provocado un desequilibrio en los grupos de narcotraficantes. Ello ha ocasionado un aumento de la competencia por llenar los huecos y la consiguiente violencia que enfrenta entre sí a las organizaciones criminales que se disputan los territorios. Eso explica el hecho de que las tasas de homicidios están concentradas en las regiones donde se combate al crimen con más determinación, y que ya tenían antes altos niveles de violencia.

Sin embargo, como ha mostrado con agudeza Fernando Escalante, esto solo explica parcialmente el extraordinario ascenso de la violencia a partir de 2008. Hay muchísimas más muertes que las atribuidas a las rencillas y venganzas entre narcotraficantes o debidas a la ampliación de sus actividades a otros rubros (secuestros y extorsión). La explicación que propone Escalante me parece que va en la dirección correcta. Sostiene que hay una crisis del poder y de la policía municipales, en parte provocada por la intensificación de los operativos militares. El problema es que en México ha habido tradicionalmente una complicidad de los criminales con las policías municipales que se encargan de mantener cierto orden en los mercados ilegales e informales. La crisis de estas policías abusivas, corruptas e ineficientes deja un vacío que obliga a muchos a proteger sus intereses por medios violentos. Así, a las pugnas entre grupos criminales se agrega la actitud defensiva y violenta de muchas personas que pelean por sus propiedades y sus negocios al margen de la ley. La agudización de la lucha desde el poder central contra el narcotráfico ha acelerado la crisis de lo que Escalante define como un sistema de mediación política basado en la negociación del incumplimiento selectivo de la ley. Este sistema es visto por muchos como una pesada herencia del antiguo régimen autoritario, durante el cual de mil variadas formas los gobiernos del PRI pactaron con las organizaciones criminales. El problema, durante la transición democrática, sería que el caos y la anomia están desordenando al crimen organizado.

La transición democrática ha quedado opacada por el drama de la violencia desencadenada por la lucha contra el narcotráfico. Una parte de la población, muy alarmada, se está inclinando por un retorno a ese “sistema de negociación del incumplimiento selectivo de la ley”, creyendo que así alcanzará una cierta tranquilidad. Por ello, entre las otras causas que he señalado, el partido del antiguo régimen autoritario –el PRI– encabeza las preferencias electorales en vísperas de las elecciones presidenciales de 2012.

Es importante ver más allá del repulsivo y espeluznante espectáculo de la violencia homicida que ha nublado el panorama. Detrás del espectáculo debemos encontrar los hilos que mueven la transición y que explican la deterioración de los tejidos sociales mediadores que aseguran la estabilidad de la sociedad civil. El ensayista Ricardo Cayuela lo ha dicho con contundencia:

El problema de México no es el narcotráfico, ostentosa cerecita del gran pastel de la ilegalidad […] Este pastel está compuesto por una sociedad permisiva al quebrantamiento de la ley y una autoridad que cotidianamente, en todos los órdenes de gobierno, nos demuestra que la ley es un elemento, digamos, negociable.[3]

La decisión del presidente Calderón de provocar una escalada en la confrontación con el crimen organizado no es algo que estuviera previsto con anticipación y para lo cual el gobierno se hubiera preparado. Nada en los programas y propuestas políticas que emergieron durante la contienda electoral de 2006 permitía prever que el candidato ganador desencadenaría una lucha de grandes proporciones contra los narcotraficantes, aunque era evidente que se requerían medidas para frenar la penetración del crimen en todos los poros de la sociedad y del gobierno. Este desenlace ocurrió como una decisión precipitada del gobierno de Calderón ante la situación crítica y, además, con el objeto de fortalecer su legitimidad, que había quedado muy debilitada tras el proceso electoral. Una tercera parte del electorado estaba convencida de que había habido un fraude y el grupo político encabezado por López Obrador estaba decidido a provocar un colapso del gobierno. La escalada en la lucha contra el narcotráfico ciertamente fortaleció la legitimidad del gobierno. Al mismo tiempo enturbió mucho las aguas de la política y generó efectos inesperados muy espectaculares que opacaron los problemas propios de la transición. Entre otros efectos, provocó que un sector muy grande de la sociedad no vea con malos ojos que el PRI retorne a la presidencia y establezca alguna clase de pactos con el crimen organizado. Es necesario observar las tramas políticas que se encuentran ocultas por el trágico espectáculo de la violencia criminal, para buscar detrás de las imágenes atroces de un México bárbaro las líneas de una problemática política compleja llena de matices.

 

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¿Restauración?

Todas las encuestas muestran que, en los últimos cinco años, el apoyo al PAN y al PRD ha ido descendiendo paulatinamente, mientras que las simpatías por el PRI han crecido. Los dos partidos que obtuvieron más votos en las elecciones presidenciales de 2006 han sido rebasados en las intenciones de voto por el PRI. Este partido se acerca a un cuarenta por ciento de las intenciones de voto, mientras que el PAN atrae en torno del veinticinco por ciento y el PRD poco más del quince por ciento. Hay muchos electores (entre una cuarta y una tercera parte) que todavía no han decidido su voto o declaran que lo anularán, lo que arroja mucha incertidumbre a toda predicción. Probablemente el apoyo al PRI irá descendiendo en los próximos meses y tanto el PAN como el PRD verán crecer las simpatías que despiertan en el electorado sus candidatos. La izquierda es la que enfrenta la situación más difícil, pues su camino está lleno de los obstáculos y los destrozos que ella misma sembró, y que ocasionaron su espectacular descenso en las intenciones de voto y el más elevado porcentaje de repudio y animadversión. La campaña de la izquierda que denuncia los estragos de la lucha contra el crimen organizado (cuyas cifras de homicidios con frecuencia son exageradas) ha dañado la imagen del presidente panista pero ha contribuido a aumentar las simpatías por el PRI y no por el PRD. El tiro ha salido por la culata, el presidente mantiene un 64 por ciento de aprobación ciudadana y el apoyo a la izquierda no ha crecido. En cambio se ha legitimado la idea de que es necesario negociar con los cárteles de narcotraficantes, cosa que evidentemente no haría la izquierda. En cambio, el PRI ha visto crecer la impresión de que, si gana las elecciones, habrá algún tipo de arreglo que traiga la paz.

Si la izquierda no endereza su rumbo nos encontraremos ante el peligro de que se fortalezca un sistema bipartidista en el que los dos polos hegemónicos sean de derecha. La izquierda quedaría como un sector residual y marginal que tendría que resignarse a una función crítica testimonial, amargada por el hecho de que dejó escapar la oportunidad de convertirse en un gran partido socialista moderno.

Por su parte, la derecha que llegó al poder en el año 2000 no ha logrado desarrollar con el ímpetu suficiente las tradiciones liberales para confrontar sus lastres conservadores. Ilusoriamente empeñada en mezquinas querellas y en pactos de corto alcance con la oposición, dejó de utilizar los inmensos recursos del gobierno federal para modernizar la cultura política, transformar el arcaico sistema educativo, romper el duopolio televisivo y combatir a la poderosa Hidra que ha ido creciendo al amparo de los gobiernos estatales.

Mientras tanto, la principal cabeza de la Hidra –el gobernador mexiquense– crecía con gran fuerza. Es sintomático que el exgobernador Peña Nieto, ahora candidato del PRI a la presidencia, se refiera constantemente al PAN y al PRD como los partidos “de oposición”; él nunca se ha presentado como lo que realmente es: un político de la oposición. La oposición, para el PRI, siempre han sido los otros. Cuando se registró como candidato del PRI, el 28 de noviembre de 2011, declaró:

Yo ni aspiro, ni el partido aspira, a que la oposición hable bien del PRI; a la oposición le ha dado por hablar, señalar y criticar mucho últimamente al PRI […] el PRI no va a caer en el juego de la oposición.[4]

Es curioso que este lenguaje antiguo lo utilice al mismo tiempo que niega que el PRI esté retornando al pasado. Acaso tiene razón: el PRI no ha abandonado el pasado, por ello no puede regresar a él. Ciertamente representa a una gran parte del país, esa parte que vive todavía sumergida en la cultura y las estructuras del antiguo régimen.

Para muchos dirigentes del PRI, su partido no ha estado en la oposición: ha conservado y ampliado un sólido bloque de poderes estatales que hoy llega a sumar veinte gubernaturas. En muchos de estos lugares, el PRI no necesita restaurar nada, pues poco ha cambiado. Podemos sumar una media docena de gobernadores que, habiendo recientemente escapado del PRI por pleitos internos, fueron cobijados por coaliciones opositoras y llegaron al poder sin en realidad haber dado ni un paso fuera de la cultura institucional revolucionaria y nacionalista. Todo ello muestra que la influencia de los usos y costumbres priistas es inmensa. Pero una restauración completa a escala nacional del antiguo régimen es imposible. El PRI es ahora un partido que vive en un contexto nuevo y por ello sus fracturas internas serán más dañinas y amenazadoras. En los lugares en que el PRI se ha fracturado, y donde por ello ha perdido elecciones, aparecen brotes de una cultura cívica democrática. Y aunque las fracciones priistas que abandonaron su matriz son portadoras de una cultura autoritaria, provocan situaciones nuevas que con el tiempo pueden erosionar los viejos hábitos. Por otro lado, será muy difícil que un presidente priista aniquile el poder de los gobernadores y los vuelva a someter al poder ejecutivo.

Junto a las elecciones presidenciales del 2012 habrá comicios para renovar gobiernos en seis lugares. Entre ellos hay algunos donde el PRI podría recuperar el poder, como el Distrito Federal y Jalisco. Si ello llega a ocurrir, el peligro de restauración se intensificará y el panorama político se oscurecerá considerablemente. En estas situaciones habría que volver a pensar en la formación de alianzas entre los partidos democráticos, de derecha y de izquierda, para frenar el autoritarismo del PRI, aunque ello de momento parece muy difícil.

 

Un síndrome de abstinencia

La renuncia de Humberto Moreira a la presidencia del PRI a fines del 2011 nos ayuda a recordar que este partido se encuentra históricamente ligado a la corrupción que ha corroído al sistema político desde hace décadas. El PRI no tiene el monopolio absoluto de la corrupción, pero sin duda es el partido que simboliza más obviamente la impunidad, el fraude electoral, el desprecio por la ley, la simulación y la desviación de recursos gubernamentales. El enriquecimiento inexplicable de muchos políticos del PRI es proverbial y se ha convertido en una imagen típica que todos conocemos. El uso de los dineros públicos para fines partidistas no es una leyenda sino una realidad que México ha vivido durante décadas. La manipulación tramposa de los resultados electorales tiene una larga historia, y hoy una tercera parte de los ciudadanos cree que en las elecciones de 2012 habrá fraude, según las encuestas de opinión. Gracias a la cultura de la corrupción que fue alimentada por el PRI durante muchos años, hoy mucha gente desconfía de todos los políticos y de todas las elecciones. Nadie se sorprende de que el dirigente nacional del PRI se vea obligado a renunciar debido a que es sospechoso de haber falsificado documentos para ocultar que, como gobernador de Coahuila, había contraído una deuda de 36 mil millones de pesos, que no se sabe dónde terminaron. Mucha gente está convencida de que la corrupción forma parte del emblema del PRI y que desde Miguel Alemán en los años cuarenta hasta Carlos Hank o Raúl Salinas de Gortari en tiempos más recientes, la lista de priistas sospechosos de robo es interminable. Sabemos muy bien lo que significó que la Revolución les hiciera justicia a los políticos, que creían firmemente que era un error vivir fuera del presupuesto.

Ya se sabe que la corrupción es vista como el aceite que lubrica la maquinaria para que funcione con eficacia, para que las cosas marchen con fluidez. Es revelador el hecho de que el candidato priista a la presidencia haga campaña con el lema de la eficacia (el título de su libro de propaganda hace referencia a un “Estado eficaz” y a una “democracia de resultados”). Si queremos que las cosas funcionen con eficacia, hay que engrasar al sistema, al ministerio público o a los burócratas, a los agentes aduanales o de tránsito. Con ello se obtienen ventajas, desde permisos de construcción, agua potable o licencias de uso de suelo hasta agilización de trámites judiciales o para instalar negocios. Al parecer, las empresas en México llegan a gastar hasta el cinco por ciento de sus ingresos anuales en pagos extraoficiales a servidores públicos. El sistema judicial es visto como corrupto por ocho de cada diez personas. Desde luego, todo esto forma parte de una compleja trama cultural e institucional que tiene decenios de existencia. La corrupción es solo una de las facetas de un fenómeno mucho más amplio. En el centro de este fenómeno hallamos la cultura política priista.

Habría que meditar si el posible retorno del PRI al poder central no es más que un síntoma de la putrefacción del sistema político, una señal de que el sistema enfermo necesita de la vieja “eficacia” que lubrica con los usos y las costumbres de la corrupción los engranajes oxidados del gobierno. Me pregunto si el auge del PRI no es el extraño síndrome de abstinencia de una sociedad que requiere dosis de la antigua droga que la mantenía tranquila. Sería el síntoma de una sociedad llena de miedo que, como reflejo, se resiste a abandonar la vieja cultura política, a renunciar a hábitos profundamente arraigados.

Muchos políticos objetarán esta conclusión. Dirán que el verdadero problema de México no es cultural sino estructural. Me temo que la misma idea según la cual los problemas son estructurales forma parte de la vieja cultura política, la misma que bloquea todo cambio en la estructura del sistema. Para realizar cambios estructurales es necesario el crecimiento de una cultura que canalice las energías sociales y políticas en la dirección adecuada. Esto hace mucho que lo descubrió Tocqueville. Comprendió que son las costumbres las que dan el más sólido apoyo a la democracia. Pero el término costumbre es una traducción que no da cuenta de los matices del concepto francés original: mœurs. Además, Tocqueville explicó que usaba el término en el sentido antiguo que tenía la palabra latina mores, que no se reduce a las costumbres o los “hábitos del corazón”, sino a la masa de nociones, opiniones e ideas que conforman los “hábitos del espíritu”. Las mœurs comprenden todo el estado moral e intelectual de un pueblo. Posiblemente se le puede equiparar al “espíritu del capitalismo” del que habló Max Weber, en el sentido de un ethos moderno derivado del protestantismo. Creo que hoy podemos traducir el concepto de mœurs por el de cultura, en el sentido en que lo usamos los antropólogos.

Una buena medida del atraso de la cultura política lo dio el candidato del PRI Enrique Peña Nieto, en Guadalajara durante la Feria del Libro, el 3 de diciembre de 2011. Con toda razón se convirtió en el hazmerreír de medio México, no solo debido a que aparentemente no ha leído un libro completo en toda su vida, sino que es “incapaz de activar neuronas cuando surge el imprevisto”, como dijo Jesús Silva-Herzog.[5]El candidato priista, como tantos otros políticos de su partido, funciona con disciplina y olfato, pero “no es un político moderno. Escucharlo es oír un disco viejo, verlo es regresar a un tiempo ido”, afirmó el mismo autor. El problema es que acaso ese tiempo no se ha ido del todo y que Peña Nieto es posiblemente el mejor ejemplo del síndrome de abstinencia de esa parte de la sociedad aún adicta a las viejas estructuras. Durante la transición democrática, cuando vio restringidos los hábitos y las costumbres tradicionales, esta parte del país ha sufrido tensiones insoportables y por ello ha buscado la restauración de los antiguos untos que se inyectaban en el sistema. Es probable que la Hidra que vive todavía en los territorios del antiguo régimen gane las elecciones del 2012. Pero quedan aún esperanzas de que muchos adictos a la vieja cultura política logren superar el miedo y la angustia. ~



[1]Joy Langston, “PRI: evolución del dinosaurio” (Enfoque, 12 junio 2011) y especialmente su estudio “La competencia electoral y la descentralización partidista en México” (Revista Mexicana de Sociología 70, núm. 3, 2008). Véase también de Rogelio Hernández Rodríguez, El centro dividido. La nueva autonomía de los gobernadores, México, El Colegio de México, 2008.

[2]Fernando Escalante, “Territorios violentos”, Nexos 384, 2009, y “La muerte tiene permiso. Homicidios 2008-2009”, Nexos 397, 2011.

[3] “El día después”, en El México que nos duele: crónica de un país sin rumbo, de Ricardo Cayuela Gally y Alejandro Rosas, México, Planeta, 2011, p. 194.

[4] Reforma, 29 de noviembre 2011.

[5]Jesús Silva-Herzog Márquez, “Debajo del copete”, Reforma, 5 diciembre de 2011.

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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