Cuando escribía mi libro Antropología del cerebro tuve la idea de usar la botella de Klein como metáfora para representar la relación entre el cerebro y el entorno cultural (que llamé exocerebro). Esta botella es el resultado de practicar en un tubo una operación similar a la que se ejecuta en una tira plana de papel para elaborar la cinta de Moebius, una forma tridimensional donde el verso y el anverso son la misma cara. La botella de Klein es un espacio topológico que solo tiene un lado y donde el interior y el exterior no están separados, logrado al unir los dos extremos de un tubo retorciéndolo de tal manera que no forme un anillo. En esta botella se puede pasar del interior al exterior sin cambiar de lado ni atravesar su pared. Es una operación matemática que no puede realizarse físicamente sin una autointersección, pues en realidad la verdadera botella de Klein solo existe en cuatro dimensiones.
Esta metáfora representa la relación entre el cerebro y el exocerebro como una figura en la que hay una continuidad entre el exterior social y el interior biológico. Así, las redes neuronales se extienden hacia el entorno como unas prótesis simbólicas que permiten realizar funciones que el sistema nervioso central no puede realizar por sí solo. Mi idea es que el cerebro se caracteriza por una incompletitud que se logra superar gracias al exocerebro. Se trata de un sistema simbólico de sustitución de las funciones que no puede realizar el cerebro, similar a los sistemas de sustitución sensorial que permiten a quienes carecen de capacidades auditivas o visuales completar por medios artificiales lo que les impiden sus carencias naturales. La botella de Klein, formada por el cerebro y el exocerebro, representa la autoconciencia que caracteriza a los humanos.
El exocerebro está formado por el habla, la música, la danza, las memorias artificiales y un enjambre de símbolos que codifican y clasifican las partes de un sistema cultural, ya sea de parentesco o culinario, de vestido o de construcción de viviendas, de juego o de mobiliario. Son prótesis cognitivas mediante las cuales los circuitos cerebrales buscan completarse mediante toda clase de signos, señales y símbolos que suelen ir acompañados de ceremonias y rituales. Los humanos vivimos envueltos en un conjunto de palabras, sonidos, objetos artísticos, sabores, olores y emociones que transmiten símbolos en un juego social en el que tomamos decisiones y reflexionamos sobre el futuro. Este exocerebro, que continúa y completa los circuitos neuronales, es el que permite que podamos tomar decisiones que escapan a las cadenas deterministas. El exocerebro contribuye a que seamos conscientes de ser conscientes.
Se puede comprender que estas redes exocerebrales atraviesan también las esferas de la política, un territorio repleto de rituales y símbolos. Quiero aprovechar la aparición de un buen libro que explora las relaciones entre el cerebro y la política para reflexionar sobre el tema. La neurocientífica Leor Zmigrod presenta en su The ideological brain los resultados de sus investigaciones sobre los vínculos entre la ideología y el cerebro, en una brillante defensa del pensamiento flexible opuesto al dogmatismo.1Su principal objetivo es entender la manera en que las reglas y los rituales de los sistemas dogmáticos repercuten en el funcionamiento de las redes cerebrales. Para Zmigrod las ideologías ofrecen descripciones absolutistas del mundo basadas en un pensamiento rígido y ritualista. Para investigar este tema comienza exponiendo los resultados de un test psicológico que detecta en un juego la resistencia al cambio en las personas. Descubre que “la gente que es más adaptable conductualmente a las tareas neuropsicológicas es la misma gente que, en el terreno de las ideologías, es la más abierta mentalmente y que acepta más la pluralidad y la diferencia”. Zmigrod descubrió que esta prueba con un juego que mide la rigidez neuropsicológica da claves sobre las formas en que se cree en las ideologías que impregnan el mundo de la política. La rigidez cognitiva detecta la presencia de dogmatismo.
En este punto podemos preguntarnos: ¿dónde está el origen de la rigidez dogmática, en el cerebro o en la política? Como dice Zmigrod, es el problema del huevo y la gallina. ¿La causa está afuera en el ambiente sociopolítico o adentro en las redes neuronales? Para mí, la respuesta está en la botella de Klein. Zmigrod acude a la ayuda de la gran psicóloga Else Frenkel-Brunswik, que como judía tuvo que huir de los nazis en Viena para refugiarse en California, donde realizó numerosas investigaciones mediante tests y entrevistas para detectar las raíces de la personalidad autoritaria. Fue la principal colaboradora del famoso libro colectivo La personalidad autoritaria (1950), cuyo autor más conocido fue Theodor Adorno; pero ella no fue reconocida como la principal autora y creadora de los tests en que se basó el libro, a pesar de que Adorno y los otros dos autores carecían de experiencia en el trabajo de encuestas y pruebas. Frenkel-Brunswik quedó insatisfecha por no haber sido suficientemente reconocida. En sus estudios mostró la correlación que había en las pruebas hechas en niños entre los prejuicios adquiridos o la rigidez cognitiva y las inclinaciones autoritarias. Desgraciadamente ella no continuó sus experimentos, pruebas y tests psicológicos debido a que se suicidó en 1958 a raíz de una fuerte depresión ocasionada por la muerte de su marido.
Zmigrod realizó un estudio en más de setecientos estadounidenses para medir la relación entre la rigidez cognitiva y la afiliación política. Encontró una asociación clara entre la rigidez mental y quienes habían expresado opiniones extremas, sea de derecha o de izquierda. En otro estudio aplicó una variante del famoso test sobre un vagón que sin control se desliza con rapidez en una vía en dirección a un grupo de cinco compatriotas; hay dos opciones: sacrificar la propia vida lanzándose frente al vagón para frenarlo o no hacer nada y dejar que mueran cinco personas. En esta prueba se comprobó que las personas más rígidas tendían a sacrificarse. En otros estudios observó que la inflexibilidad cognitiva se asociaba al apoyo a la violencia ejercida contra un grupo antagónico.
En el terreno neurológico, Zmigrod descubrió que los individuos más rígidos tienen ciertos genes que afectan la forma en que se distribuye en el cerebro la dopamina, neurotransmisor que ha sido definido como la “droga del amor”, y que es parte de un proceso neuronal de recompensa placentera y de euforia; ha habido muchas especulaciones al respecto. Zmigrod observó que las personas más rígidas tienen menos concentración de dopamina en la corteza prefrontal y más en el núcleo estriado. Ello ocurre porque un gen, el de la catecol-O-metiltransferasa (COMT), que se encuentra en el cromosoma 22, adquiere dos formas alélicas, el alelo Met y el alelo Val. El genotipo de cada persona hereda al azar dos alelos, uno de cada progenitor, así que pueden aparecer dos alelos Met, dos alelos Val o bien un Met y otro Val. Las personas con más presencia del alelo Val producen menos dopamina relacionada con las sinapsis y, por lo tanto, menos dopamina en la corteza prefrontal. En cambio, los individuos con más alelos Met tendrán más dopamina en dicha corteza. Las pruebas muestran que las personas con cognición más flexible tienen más altos niveles de dopamina en la corteza prefrontal. Algo similar ocurre en el núcleo estriado: un gen denominado DRD2 produce en algunas personas citocina (C) y en otras timina (T). Cada persona que hereda tiene tres posibilidades genotípicas: C/C, T/T y C/T. Resulta que las del genotipo C/C tienen menos receptores de dopamina en el núcleo estriado. Zmigrod encontró que la mayor parte de los individuos con inclinaciones rígidas tenían bajos niveles de dopamina prefrontal y altos niveles en el núcleo estriado. En conclusión, este perfil genético coloca a las personas en riesgo de manifestar rigidez mental, y si el individuo tiene elevada la dopamina prefrontal y baja en el striatum está más inclinado a ser una persona flexible.
Todo esto pareciera indicarnos que la gente, según su perfil genético, está predeterminada a someterse a ciertas inclinaciones en su sistema cognitivo. Nada de eso. Aquí es donde interviene la interacción de las redes neuronales con el exocerebro, que modula y cambia las tendencias genéticas y se abre a una maraña compleja que ensambla otros efectos genéticos. Zmigrod explica que hay efectos epigenéticos que alteran y modifican los factores. Los cambios epigenéticos causados por la experiencia ocurren a lo largo de la vida de las personas. Lo que yo llamo la interacción con el exocerebro ella lo denomina una epigenética del extremismo, que trata de proyectar la forma en que ciertas vulnerabilidades biológicas y cognitivas que impulsan a la persona hacia el extremismo operan en diferentes entornos. Ella explora la manera en que las variadas ortodoxias afectan y seducen los diferentes cerebros. Trata de entender cómo doctrinas rígidas pueden cambiar a los cerebros.
Zmigrod nos recuerda que Darwin consignó en su autobiografía una hipótesis que es reveladora: afirmó que no debemos “pasar por alto la probabilidad de que una constante inculcación de la creencia en Dios en las mentes de los niños produzca un efecto tan fuerte y tal vez permanente en sus cerebros aun no completamente desarrollados que podría ser tan difícil de desechar su creencia en Dios como para un mono deshacerse de su miedo y odio instintivos hacia una serpiente”. Pero su esposa Emma, que era profundamente religiosa y que no quería que su esposo aplicase a la religión su hábito de no creer en lo que no se ha probado, obligó a su hijo a censurar ese párrafo en la publicación póstuma de la autobiografía de Darwin. Así, la hipótesis fue borrada de la historia de la ciencia a causa de la intervención de Emma. Fue restituido más de ochenta años después, en 1958, gracias a la nieta de Darwin. Zmigrod se interesa en investigar hasta qué punto el dogmatismo religioso modela al cerebro. En un estudio de más de setecientas personas encontró que la flexibilidad cognitiva estaba ligada a la incredulidad religiosa. Cuanto más frecuentemente la gente practica su religión, participa en rituales y reza, más rigidez muestra en las tareas neuropsicológicas. Los no creyentes, en contraste, muestran en los tests un comportamiento adaptable y encuentran soluciones más flexibles. Los más flexibles de todos son quienes han abandonado su ideología religiosa. Zmigrod observa que hay problemas no resueltos, como el de la causalidad: es difícil decidir si quienes son cognitivamente flexibles tienden a tener ideas más seculares o si el hecho de escoger participar en ambientes más seculares lleva a desarrollar mentalidades menos inflexibles. Aquí nos encontramos con la solución que ofrece pensar en la botella de Klein, que es nuestra conciencia, para entender la relación entre el cerebro y el medio ambiente.
Hay un estudio realizado en Londres donde se muestra que quienes tienen la amígdala cerebral derecha más grande son más de derecha, más conservadores. No sin una sonrisa irónica, nos preguntamos si los que tienen esa amígdala más crecida gravitan por ello hacia ideologías conservadoras, o bien la experiencia social de estar durante años sumergidos en ambientes derechistas les hace crecer la amígdala derecha. Las amígdalas son una estructura que se encarga de procesar emociones, especialmente las que son desagradables, como el miedo, el disgusto, la sensación de peligro y el enojo. ¿Es posible que en los conservadores, quienes suelen reaccionar de manera exagerada a información que les desagrada, ello se traduzca en el crecimiento de la amígdala derecha? Por otro lado, estudios sobre los efectos de lesiones frontales parecen mostrar que se ligan a opiniones políticas radicales, a fundamentalismos religiosos y a extremismos. Estamos ante un laberinto de causas y consecuencias que nos señala, cree Zmigrod, que nuestros cerebros y nuestros valores son maleables y están preparados para transformarse. Yo he señalado la importancia de esa maleabilidad al reflexionar sobre las consecuencias del efecto placebo, que es el resultado en el cerebro de un rito social (Chamanes y robots, 2019).
El libro de Zmigrod, con buenas razones, vincula el círculo de causas y efectos (el problema del huevo y la gallina) con la necesidad de entender la flexibilidad y el dogmatismo en su nicho ecológico, en el contexto social, en el entorno. Las ideologías dogmáticas ofrecen la promesa de un “hogar”, un nido donde las personas son aceptadas y comprendidas. En un entorno conflictivo y amenazador, donde la escasez y la desigualdad acechan, el nido puede ser un capullo protector, un refugio, un lugar de sobrevivencia, pero también un espacio para la batalla. Allí pueden crecer la rigidez y las doctrinas tóxicas, o la flexibilidad y la tolerancia. En esos nichos las personas buscan identidades y encuentran sentido a sus vidas. Allí se construyen mentalidades cambiantes y crecen redes neuronales influidas por el contexto que moldean los rasgos heredados. En estos nidos puede crecer lo que Zmigrod define como un cerebro ideológico, “un cerebro que es cognitivamente rígido, emocionalmente desregulado, fisiológicamente menos sensible a la injusticia y a la injuria, neurobiológicamente receptivo a rituales adictivos y a categorías binarias”. Ella, en contraste, defiende la flexibilidad y la posibilidad de percibir los múltiples matices. Se da cuenta de que la libertad que puede existir en nuestro entorno social no garantiza nuestra flexibilidad interior. Los peligros del dogmatismo anidan en las sociedades democráticas y seculares.
En el libro de Zmigrod el determinismo es, al mismo tiempo, una peculiaridad del dogmatismo y una teoría que ella, como científica, critica y rechaza. La historiadora de la ciencia Jessica Riskin ha señalado que el determinismo en la ciencia es una expresión del dogma religioso calvinista que niega el libre albedrío y afirma que todo el destino de los humanos está predeterminado. Ese dogma calvinista es el que también defiende seguramente sin darse cuenta el neurólogo ultradeterminista Robert Sapolsky en su libro Determined, que Riskin critica en The New York Review of Books (y yo en mi reseña del libro en Letras Libres).2
Yo diría que el determinismo que se encuentra profundamente alojado en las ciencias es una muestra de los peligros que expone Zmigrod. Ella misma lo dice claramente cuando escribe que “el determinismo zumba en el núcleo de las ideologías. Dentro de los marcos deterministas el libre albedrío es considerado una ilusión ingenua o, al menos, una actitud peligrosa”. Los estudios de Zmigrod nos ayudan a comprender que en el entorno social y político del cerebro existen las condiciones que permiten el libre albedrío. Pero en ese mismo entorno acechan los peligros del autoritarismo, del dogmatismo y de la rigidez. ~
- The ideological brain. The radical science of flexible thinking, Nueva York, Henry Holt & Company, 2025.
↩︎ - Jessica Riskin, “Turtles all the way up”, The New York Review of Books, vol. LXXII, núm. 2, 13 de febrero de 2025. Roger Bartra, “El libre albedrío y el fundamentalismo determinista”, Letras Libres, núm. 309, septiembre de 2024. ↩︎