1.
La noción del paraíso terrenal (postulo) es arquetípica. Quizá no una idea innata, como las que Platón creía poseer, pero sí una idea implantada en la conciencia de los hombres desde tiempos tan remotos que se funden con la intemporalidad. Desde la poca (otra hipótesis indemostrable) en que nuestros antepasados se volvieron sedentarios. Desde que tuvieron ocio para pintar las paredes de las cuevas donde se refugiaban, para contarse cuentos al calor del fuego recién domesticado y simple y llanamente para pensar más allá de la urgencia. Gozaban de estas libertades (un supuesto más) por lo general en la noche: una vez que habían terminado de trabajar. Pues la noción o, si se prefiere, la nostalgia del paraíso está ligada al trabajo. Mejor dicho: es lo opuesto al trabajo. Su abolición. “Con grandes fatigas sacarás de la tierra el alimento en todo el curso de tu vida”, le dijo el Dios del Génesis a Adán al expulsarlo del Jardín de Edén, y a Eva la condenó a sufrir las labores del parto.
El paraíso existe por definición en un antes. O cuando no exactamente antes, en un no ahora. No, o ya no, aquí. Si la utopía es el no lugar, el paraíso es el lugar primigenio. O, en su defecto, primitivo. Un espacio ajeno, si no anterior, al imperio de la necesidad. El sitio de donde todos, por el pecado muy humano de querer saber qué hay más allá, nos sentimos desterrados. Un destino al que, sin embargo, no todos deseamos ni mucho menos podemos regresar.
Solo a unos cuantos, por lo común despistados o privilegiados, les toca en suerte abstraerse aunque sea episódicamente del mundo no paradisíaco en donde viven. Los hippies de los años sesenta y setenta, por medio de la renuncia incompleta y caprichosa a la civilización occidental contemporánea, destacan entre los primeros. Los turistas ecológicos de este siglo XXI, gracias a la explotación vacacional de las ventajas de la tecnología moderna, constituyen la casi totalidad de los segundos. Ambos grupos de gente, que en ciertos casos pueden ser la misma gente pero muchos años después, se caracterizan por buscar y en raras ocasiones encontrar paraísos artificiales: los únicos (valga la paradoja) asequibles en realidad.
Temo contarme entre aquellos casos ciertos. Sin ser hippie ni nada parecido, en mi adolescencia y primera juventud exploré el universo paralelo de los psicotrópicos, mientras con creciente incomodidad acampaba en playas y selvas y bosques apenas frecuentados por el hombre (blanco). Sin ser rico ni por desgracia nada semejante, a últimas fechas me ha alcanzado el presupuesto para darme el lujo, incosteable para mí hasta hace poco, del ecoturismo. En los dos tipos de viaje quise visitar un módico paraíso y al término de la visita creí haber vuelto a mi vida ordinaria con alguna enseñanza provechosa.
Nunca pude (lo confieso apenas ahora) recordar con exactitud ni mucho menos comunicarle a nadie más, ni siquiera a quienes habían viajado conmigo, el interés de mis experiencias alucinógenas. Pero tamaño olvido, por lo demás semejante al que sucede a una borrachera apocalíptica, pertenece o debería pertenecer a otro escrito. En este solo me importa asentar que lo único que todavía retengo y soy medianamente capaz de transmitir de mis contados atisbos paradisíacos es lo que aprendí en mis vacaciones más burguesas.
2.
Por mis propias razones lo llamaré: La Isla. El hotel o resort o como se llame, compuesto de ocho búngalos o cabañas o como se llamen, además de una considerable palapa bajo cuyo cónico techo de paja coexisten la cocina y el restorán y algunos espacios de esparcimiento, ocupa un terreno selvático que linda con una playa que linda, por supuesto, con el mar. Lo primero que he aprendido en mis viajes ecoturísticos es que, dígase lo que se diga del Edén en la Biblia, los paraísos mexicanos están siempre junto al mar. El plural no es figurativo. México (pese a las muchas e ingobernables calamidades que lo azotan) abunda en paraísos. No hay estado costero de la república que no se jacte de tener por lo menos uno.
El de La Isla está en la descomunal Bahía de Banderas, al sur de Puerto Vallarta, en una pequeña ensenada a la que solo es posible acceder, como es natural, por vía marítima. Luego de abordar en el aeropuerto un taxi enviado por el hotel, de atravesar las congestionadas calles de la ciudad, de recorrer veintitantos kilómetros de una carretera pródiga en curvas y en camiones, de trepar a una panga en el embarcadero y de cabalgar las olas broncas del Pacífico durante casi media hora más, uno está a punto de sentirse literal y gratamente aislado. El entusiasmo decae de golpe cuando uno advierte que en medio de la ensenada flota una aparatosa embarcación de casco de madera y con tres mástiles, semejante (uno supone) a la Nao de China o a algún otro barco antiguo que uno se confiesa incapaz de nombrar, y que en torno de esa mole anclada, cuyos tamaño y redondez le confieren una dignidad materna, varias lanchas minúsculas y a motor, semejantes (uno metaforiza sin mucha fantasía) a vástagos descarriados de aquella mala madre, hacen cabriolas zumbando con furia de motonetas acuáticas mientras un par de yates anodinos y modernos depositan a sus pasajeros en tierra. “Las playas en México son federales y cualquiera tiene derecho a visitarlas”, explica (creyendo acaso que uno es extranjero pese a hablar un español comprensible) el timonel de la panga, que luego hará también las veces de mesero, de camarero y de guía selvático. Uno se pregunta, no sin mezquindad, si valdrá la pena haber pagado tantos dólares por algo que otros disfrutan casi gratis.
La segunda decepción (si a uno le gusta caminar interminablemente al lado del mar) es que la playa no mide mucho más de medio kilómetro y la arena arisca lastima las plantas de los pies. Los demás inconvenientes del lugar también estaban previstos en, o eran deducibles de, la presentación de La Isla online (pero uno lee muy por encima los instructivos y folletos, aunque vengan en internet). No hay alberca, para no contaminar el océano con cloro y otros desinfectantes (y sobre todo, uno sospecha, para ahorrarse los costos de construir la piscina y de calentar y mantener limpia el agua dulce). Hay deportes acuáticos (reducidos al uso, por cuenta y riesgo del usuario, de un par de kayaks y algunos visores con snorkel). No hay aire acondicionado en las cabañas (aunque carecen de paredes propiamente dichas y en diciembre las noches son frescas y hasta frías). Hay cobijas suficientes (y maltrechas y parchadas, además de un escueto mobiliario rústico que también delata su edad). Hay luz eléctrica (pero los focos son tan minúsculos y de tan escasos vatios que luego de que atardece uno apenas puede ver, ya no se diga leer). Hay agua caliente tirando a tibia (solo que la regadera se halla casi a la intemperie y uno tiene que apresurar el baño por miedo a los insectos y a los resfriados). No hay room service (y el bar se parapeta en la palapa central, lejos de los búngalos). Hay servicio en la playa (solo de bebidas, porque el restorán no funciona a deshoras). La comida es suficiente y correcta, sin más (salvo que se sirve en horarios estrictos y nórdicos, marcados por el incongruente bramido de un gong que llama a la mesa). Y no hay carta de donde uno pueda elegir los platos que se le antojen (sino que uno debe contentarse con los que la dueña y administradora del hotel, una gringa de cincuenta y pico, eficiente e intransigente, determina ofrecer cada día).
De cualquier modo, a la una y media de la tarde T y yo estábamos dispuestos a pasarla bien. Habíamos tomado posesión de nuestra cabaña (que no tenía número sino que se llamaba algo así como “Suite nupcial”). Habíamos desempacado las cosas, cambiado la ropa de la ciudad por la ridícula indumentaria de la playa, emprendido una caminata por fuerza breve de reconocimiento, metido los pies al agua, localizado una sombrilla con techo de paja y unas chaises-longues cómodas gracias a los colchones de hule espuma que las cubrían, y por fin ordenado bebidas. Entonces sonó el gong. Nos formamos en una cola frente a la mesa del bufet, detrás de una pareja de escandinavos cincuentones y sus hijas adolescentes y de otra pareja de gringos treintones y gays. Como uno suele hacer con la comida sana, nos atascamos. Fue frustrante comprobar que, entre los antojitos que devorábamos, el único venido del mar, y acaso no del mar contiguo, eran unos camarones empanizados.
Hacia las tres de la tarde T me dejó solo en la playa. Pedí otra cerveza, vi las olas, esperé. T reapareció media hora después, muy pálida. Le trajeron un agua mineral y se restableció un poco, pero al rato tuvo que ir de nuevo a nuestra cabaña. Pedí otra cerveza, vi las olas, esperé. T volvió a mi lado todavía una vez, aunque ya resultaba obvio que lo suyo era algo peor que una indigestión. Al atardecer había tomado no sé qué medicinas para el estómago que le dio la gringa, y no mejoraba. Apenas se sostenía en las piernas y apenas podía alejarse del baño. Era urgente ir a un hospital.
Por órdenes de la gringa, dos empleados del hotel se embarcaron con nosotros en la panga. T llevaba puestos unos jeansy el suéter de lana que usaba unas horas antes en la ciudad y la habían envuelto en un sarape y así enfundada la cargaron en vilo hasta sentarla a mitad del lanchón. A mí, también vestido de jeans y suéter, naturalmente nadie me ayudó y tuve que meter en el agua fría mis pies calzados con zapatos de lona. En el camino al embarcadero, T iba recostada sobre mis piernas y retraída en su malestar mientras yo, de cara a la popa y con ínfulas de Ulises, admiraba estupefacto el mar del color de la noche y el cielo más estrellado que había visto en mucho tiempo.
Tardamos casi una hora en llegar al hospital. Estaba en las afueras de Vallarta y era pequeño y rudimentario, pero limpio. Al ver entrar a una señora guapa, de estatura notoria, trastabillante, ensarapada y sostenida por un señor medio calvo, de lentes y chorreando agua de los zapatos, tres o cuatro azorados enfermos y sus acompañantes nos abrieron paso en la sala de espera. Un médico joven (pero a cierta edad uno tiende a pensar que todos los médicos son jóvenes) hizo pasar a T a un cubículo provisto de anaqueles con medicamentos y de un camastro donde la auxilió a recostarse. La interrogó, exploró sus ojos y su boca abiertos, le tomó la presión arterial. Sin dudarlo diagnosticó una deshidratación avanzada, debida con toda probabilidad a un envenenamiento alimenticio, y dijo que si hubiéramos esperado unas horas más, digamos hasta la mañana siguiente, el desenlace habría podido ser fatal. Una enfermera insertó una aguja hipodérmica en el dorso de una mano de T y de inmediato la conectaron a un frasco de suero que pendía boca abajo de una percha. No había otra cosa que hacer.
Poco después de las nueve de la noche salí a la calle. Había estado en Vallarta varias veces, pero solo en los barrios turísticos cercanos al mar. En las afueras, la costa parecía encontrarse a cientos de kilómetros de distancia. Vi enfrente del hospital un hotel modesto, que no era necesariamente de paso. Inspeccioné un cuarto, que me pareció aceptable, y lo reservé. Luego recorrí varias cuadras hasta encontrar una farmacia y compré pasta de dientes, cepillos, un peine, champú. En el trayecto había localizado algunos restoranes de medio pelo. Por ser ahí donde había más gente, elegí un chino. Ordené un insípido chop suey vegetariano, para no correr el riesgo de envenenarme yo también, y cerveza. Tres cervezas. Cerca de las once regresé al hospital y T, devuelta a sus colores y a su elocuencia naturales, ansiaba un cigarro. La dieron de alta en cuanto se terminó el suero y en la banqueta se fumó dos mentolados al hilo. Con la sensación de haber triunfado, pero a costa de perder casi todo, nos dirigimos al hotel de enfrente.
Así fue nuestra primera noche en el paraíso.
La mañana siguiente no auguraba nada mejor. Llovía cuando despertamos y nuestro cuarto, visto a la luz del día, era más deprimente que la lluvia. Pasadas las ocho en que tomamos un taxi para ir a desayunar al centro del puerto, el cielo se estaba despejando pero todavía lloviznaba. En el malecón nos enteramos de que ningún restorán abría antes de las nueve. Por hacer algo caminamos junto a una playa pedregosa, desierta a esa hora y con ese clima, hasta un hotel pasable. Averiguamos tarifas, vimos cuartos, imaginamos nuestros cuerpos sumidos en el agua tibia de la alberca. Nos tentaba la idea de ir a La Isla, recoger nuestras cosas e instalarnos en unas vacaciones no ecológicas ni paradisíacas sino meramente cómodas. En el camino de vuelta a la zona de restoranes ya no llovía y nos supimos observados con descaro por la poca gente que empezaba a circular. Al espectáculo, debíamos admitirlo, no le faltaba interés humano. Una pareja de cincuentones, ella con el pelo volátil por la falta de secadora, él con la rala barba crecida, ambos con las camisas arrugadas y los jeans arremangados, ambos con gruesos suéteres de lana en el trópico, él cargando además un sarape y ella una bolsa de plástico llena de quién sabe qué. Parecíamos clochards, winos, teporochos. Y así nos sentíamos.
Todo cambió después del desayuno. Había escampado y un sol sonriente se multiplicaba en los charcos y hacía parpadear las crestas de las olas. Nos quitamos los suéteres. Estuvimos a punto de abandonar el sarape en el restorán. Terminamos de recapacitar mientras caminábamos hacia una parada de taxis. Decidimos quedarnos las tres noches que faltaban en La Isla. Decidimos que ya no podía pasarnos nada peor.
Al ver la ensenada por segunda vez desde la panga nos pareció durante algunos instantes que llegábamos (que volvíamos) al paraíso. Eran las once de la mañana y los turistas no ecológicos aún no invadían la playa. Las horas y los días siguientes, en que T se abstuvo de probar cualquier alimento salido del mar, nos depararon algunas otras experiencias (casi) paradisíacas. En concreto, tres. Hubo una sesión de masaje (incluida en nuestro paquete “Luna de miel”) en una tienda de campaña arrullada por el continuo murmullo de un arroyo. Hubo una caminata por la selva en la que, además de no atrevernos a nadar en una transparente pileta natural, tampoco vimos cruzar por el cielo el relámpago verde de los loros (y a mí me picó una abeja en el empeine de un pie y a la salida de la maleza nos internamos en un mísero puerto de casas de adobe con techos de lámina y calles sin pavimentar pobladas de hombres borrachos y mujeres mironas y niños harapientos y perros famélicos). Hubo una cena, que el texto online calificaba de “romántica”, en plena playa y a la luz de unas velas (solo que el champán prometido en nuestro paquete resultó ser vino espumoso y nacional).
Tengo otros recuerdos decididamente mundanos de La Isla. También son tres. Recuerdo que en la Nochebuena (que debimos compartir con los demás huéspedes del hotel por determinación de la gringa, aunque en su descargo diré que el pavo estaba como solo ellos pueden hacerlo) nos enteramos de que los escandinavos venían de Noruega y la mujer era alcaldesa de su pueblo, y de que los gays venían de San Francisco y el más joven, que a diferencia del otro no tenía tatuajes en todo el cuerpo, era un genio de la computación. Recuerdo que el amante y subalterno de la gringa (un canadiense mucho menor que ella, fortachón y entrado en carnes, que a ratos se encargaba del bar o de los implementos para hacer deporte acuático, pero que por lo general no parecía hacer nada útil) tenía tres hermosos perros labradores que se metían al mar con él, encaramados en un kayak, y que sabían nadar, según corroboramos, y también pescar, según nos dijeron. Recuerdo que, por ser los únicos clientes mexicanos, T y yo merecimos las infidencias de los empleados, quienes nos contaron (cito la mayor de las iniquidades) que el dinero en efectivo que uno dejaba en la recepción al final de la estancia, destinado a repartirse entre los meseros y camareras y guías acreedores a una generosa propina, nunca llegaba a sus destinatarios.
Salimos de La Isla relativamente satisfechos de nuestro viaje. Satisfechos, aunque resueltos a no revisitar el paraíso. No ese paraíso avaro y ramplón. Pero hay otros. Muchos otros.
3.
Si el de La Isla se contenta con su vago toponímico, el que (también por mis propias razones) llamaré Chibchulkán, ubicado en la reserva ecológica de Tikalbactún, se autocalifica orgullosamente de: Eco Paraíso. Por lo demás, las semejanzas entre ambos hoteles o resortso como se llamen son bastantes. Otra de las cosas que he aprendido en mis andaduras de ecoturista es que, al menos en México, todos los paraísos observan el mismo protocolo.
Al de Chibchulkán también se llega de preferencia por avión (a Mérida) y luego un buen tramo de carretera (95 kilómetros) hasta la costa. También es un hotel de playa constituido por cabañas con vista al mar (más de treinta, contra las ocho escasas de La Isla) y por un edificio central en forma de palapa donde se encuentran el restorán (aquí con puertas y ventanas y aire acondicionado), el bar (aquí en el segundo piso y con una pantalla de televisión) y las áreas de esparcimiento (unas cuantas mesas de billar y de ping-pong). También invita a practicar deportes (no solo acuáticos, pues además de los consabidos kayaks hay bicicletas y una sala con aparatos para hacer gimnasia). También propone un paquete “Luna de miel”, que consta no de cuatro sino de cinco noches y que incluye la inevitable cena “romántica” (en este caso sí rociada de champán francés pero bajo techo, porque ya tarde hacía un frío boreal), así como excursiones y un masaje. Y también obliga a los huéspedes a elegir de un menú restringido para cenar (aunque hay tres entradas y tres platos principales, y a la hora del almuerzo la carta es amplia e incluye mariscos frescos, y uno puede comer cuando le dé la gana). La principal diferencia entre ambos paraísos estriba en que en el de Chibchulkán hay alberca (dos, de hecho, supuestamente calentadas por unas placas fotoeléctricas que no funcionan pese a la abundancia de luz solar) y que junto a las albercas hay sendos bares en donde se puede consumir un indigesto repertorio de snacks.
De entrada, T y yo nos sentimos mejor en Chibchulkán que en La Isla. Más resguardados de la naturaleza al descansar en una cabaña que merecía llamarse casa, con sus paredes de sólidos ladrillos y sus ventanales que cerraban herméticamente y sus muebles modernos y el baño inmenso aunque expuesto a la intemperie en la regadera y la cama inagotable con un dosel de donde caían en cascada unas impenetrables cortinas de gasa que nos aislaban de los moscos en un refugio dentro del refugio. Más confiados al caminar en la noche por veredas de cemento alumbradas con sutiles lámparas de piso, aun si no dejaba de inquietarnos la prohibición de matar arañas y alacranes y víboras y por supuesto cualquier ave y mamífero, salvo los gatos domésticos que por no ser originarios de la reserva dizque alteran su frágil equilibrio ecológico. Más despreocupados al tratar con administradores que no actuaban como si ellos fueran los dueños del lugar y nosotros unos intrusos que casi debían pedirles perdón por estar allí. Más agasajados, por último, al tener room servicecon solo una llamada por teléfono. En pocas palabras, nos sentíamos satisfechos de combinar las aventuras del ecoturismo con los privilegios del turismo burgués.
Luego fuimos descubriendo las particularidades del sistema ecológico. La reserva de Tikalbactún, en el estado de Yucatán, comparte el nombre con un pueblo de pescadores situado casi en la frontera con Campeche, en el punto donde la costa yucateca, después de extenderse a lo largo de cientos de kilómetros de este a oeste, se precipita hacia el sur para dar forma al Golfo de México. El Eco Paraíso de Chibchulkán está a unos diez kilómetros al este de Tikalbactún. Diez kilómetros de playa (casi) desierta. Lo que no dice la presentación online del resort es que, a cambio de eliminar las nubes de mosquitos que asuelan la playa en verano, el invierno trae consigo una invasión de algas. Tonela-das y toneladas de algas marinas que las olas tenaces acarrean y depositan en la arena, hasta crear cordilleras de materia orgánica que el sol y el tiempo se apresuran a descomponer. Sin llegar a lo insoportable, el aroma es penetrante, agresivo. Y el aspecto semifecal de las plantas trenzadas y desteñidas desautoriza toda intención de meterse al mar. Nunca, en cincuenta y tantos años de ir de vez en cuando a los dos océanos que bañan a México, había yo vuelto a la ciudad sin mojarme siquiera los pies en la orilla.
Pero las algas, producto al fin de la naturaleza, no son lo peor. Otro fenómeno que la presentación online de Chibchulkán no anuncia, y que ignoro si sea solo invernal, es el de la basura. Cientos, miles, decenas de miles de envases desechables erizan de plástico la playa de Tikalbactún. Los empleados del resort alegan que los habitantes de los puertos estadounidenses en la costa opuesta del golfo, los pasajeros de los muchos barcos turísticos que lo recorren y hasta los propios pescadores yucatecos, inconscientes o indiferentes al daño que le ocasionan a su hábitat y fuente de trabajo, tiran todos esos desperdicios al mar. Lo cierto es que nunca en mi vida había yo visto tanto plástico desperdigado como en esa playa ecológica. Y además el cadáver de algún pez, acaso envenenado por las sustancias tóxicas de la basura. Y la carcasa de una caguama, que parecía el casco de un extraño navío encallado. Y los endebles caparazo-nes de los limulus polyphemus, esos prehistóricos arácnidos que la gente llama cangrejos herradura (en Estados Unidos) o cangrejos sartén (aquí) y que el artista inglés Brian Nissen, al descubrirlos en costas no mexicanas sino de Nueva Inglaterra, convirtió en la inquietante materia de su arte.
Y, por si algo faltara, el clima. Al atardecer del segundo día el cielo empezó a nublarse. Al día siguiente estaba tan encapotado que T y yo decidimos tomar una de las excursiones incluidas en nuestro paquete: un viaje por tierra a una hacienda henequenera. Nos condujo el guía oficial del hotel, un joven de veintitantos o treinta y pocos años, con la breve estatura de los mayas, el cetrino color de piel de los mayas, la gran cabeza redonda de los mayas y un apellido maya: Kun. Lorenzo Kun resultó ser un ornitólogo titulado en no sé qué universidad estadounidense, que había vuelto al terruño para fomentar la conciencia ecológica de sus conciudadanos. Conocía los nombres y las costumbres de cuanto pájaro avistamos en el camino, y respondía a nuestras preguntas con la tensa paciencia de quien sabe que en poco tiempo sus explicaciones caerán en el olvido. Al atravesar el primer pueblo después de Tikalbactún, que estaba todavía dentro de la reserva y que pudo ser Kinchil (pero mi memoria de lo ajeno es mala y los mapas de Yucatán que he consultado en internet son peores), le hicimos ver que había basura en las calles. Mucha más basura que en la ciudad de México. No entendimos (yo al menos no entendí) qué murmuró. Ya no comentamos con él otra visión insólita para nuestra experiencia citadina. Una jauría de diez o quizá quince perros de todas las formas y colores del hambre se arremolinaba en torno de un cuarto de res eclipsado por las moscas, del que un hombre con una bata sangrienta cortaba tiras de carne para venderlas a los transeúntes.
Antes de llegar a nuestro destino atravesamos otros cinco o seis pueblos. En todos ellos la basura (compuesta en su mayor parte de bolsas y envases de plástico, aunque había también restos de comida) alfombraba las calles, de arena y de terracería salvo por el asfalto de la carretera. La Hacienda Sotuta de Peón, objeto de nuestro viaje, es el sueño, realizado apenas, de un pudiente empresario yucateco que quiso resucitar la época en que Yucatán vivía del comercio del henequén. Ver cómo se producía la fibra resultó interesante, en la medida en que T y yo no teníamos ni idea del proceso. Comprobar que los ricos de la península eran riquísimos y los pobres eran miserables resultó tanto más triste cuanto que siguen siendo así. Un anciano indígena, que hablaba solo maya aunque entendía español cuando se le antojaba, nos mostró una reconstrucción del tipo de choza donde vivían sus antepasados, con suelo de tierra y una hamaca y una mesa con un banco por todo mobiliario. Lo menos cursi y lo menos indignante de la visita fue la oportunidad de nadar en el agua templada y translúcida de un cenote que posee la hacienda. En el trayecto de regreso Kun, vencido por la evidencia, nos explicó que ningún gobierno yucateco, ni el estatal ni los municipales, se encarga de recoger la basura. No supo qué explicarnos cuando, al llegar de vuelta a Kinchil o como se llame, vimos el cadáver de un perro que había muerto quemado, patas arriba y a medio devorar por el resto de la jauría, que se disputaba al caído en la misma esquina donde horas antes el carnicero había ejercido su oficio.
La segunda excursión del paquete, un paseo en lancha por la ría de Tikalbactún, sí fue (casi) paradisíaca. En el manglar hay un bosque de árboles petrificados que provoca la sensación de asistir al comienzo del mundo. Hay también piletas naturales encapsuladas en la maleza y brazos de río donde asoman los ojos inexpresivos de los cocodrilos. Hay sobre todo un vasto espacio de aguas bajas que miles de flamencos colonizan para descansar y aparearse ruidosamente. Ya no nos sorprendió que el embarcadero, a la entrada de la ría, fuera un extenso basural.
Al atardecer del antepenúltimo día emprendimos otra excursión, no prevista en el paquete. Guiados por Kun, que bajo su irreprochable cortesía nos rehusaba su confianza, nos internamos en un camino vecinal que salía de Chibchulkán. Dejamos la camioneta en un claro de la selva y seguimos a pie hasta llegar a un lago rodeado de tierra blanquísima. Kun nos explicó que estábamos en una salina y que los flamencos se refugian allí para dormir porque la sal ahuyenta a sus más temibles depredadores, los jaguares y los cocodrilos. El aterrizaje empezó tan pronto se metió el sol. Un escuadrón de centinelas, formados en una perfecta v, bajó del cielo graz-nando. Cuando se comprobó que no había peligro los graznidos cambiaron de tono. Kun nos explicó que así llamaban al resto de la parvada. Poco a poco el cielo se fue tiñendo de un rosa innúmero y variable. Miles y miles de flamencos, en una algarabía tan atronadora que casi lastimaba los oídos, volaban sobre nosotros en semicírculo hasta posarse en el agua. Al final el espectáculo fue solo sonoro. Descoloridos y luego borrados por la noche, los flamencos ya en tierra graznaban estrepitosamente. Nos retiramos antes de lo que hubiéramos querido porque un frío inverosímil en el trópico nos hacía tiritar. A la mañana siguiente, cuando regresamos ya sin Kun y en bicicleta, advertimos con desconsuelo que la salina no estaba exenta de basura.
La Nochebuena dejó mucho que desear. Reunidos en un patio techado frente al edificio principal de Chibchulkán, unos treinta huéspedes (que salvo por nosotros y por otra pareja eran familias más o menos numerosas) tuvimos que tolerar las malas bromas y la peor solemnidad de un administrador que actuaba como si estuviera ante las cámaras de la televisión en cadena nacional. Después oímos cantar villancicos a un desafinado coro de niños de diversas edades, que debían de ser hijos de los empleados del hotel. Después, los adultos contemplamos con menguante interés cómo los hijos de los huéspedes se demoraban en romper una piñata fofa. Después pasamos al restorán, donde cada quien se sentó con los suyos para despachar una cena no muy distinta a las de las noches ordinarias. A la hora de pagar la cuenta no me costó demasiado trabajo persuadir al cajero de que esas estrecheces no valían los cien dólares adicionales por cabeza que nos querían cobrar.
Solo en dos ocasiones nos atrevimos a nadar en el agua intensamente fría de las albercas. No aprovechamos ni una sola vez los aparatos para hacer gimnasia. Tampoco, por motivos no de fe sino de falta de ella, asistimos a ninguna de las sesiones matutinas y vespertinas de meditación que dirigía, bajo el influjo de una música oriental semejante al zumbido de un mosquito, el gurú Maharashi Yogui o algo así: un francés por lo menos sesentón, con una panza muy prominente, con una barba muy larga y muy blanca, con unos ojos muy azules, con un turbante y una túnica muy hindúes, y con una asistente muy joven que lo miraba transida de admiración. “Aquí hay un cuento”, me dijo T con su certero instinto narrativo. Tardé en asentir. No era un cuento sino este ensayo o crónica o como se llame que estoy terminando.
Salimos de Chibchulkán más contentos que de La Isla. Pese a la basura que la afligía y a las algas que la infestaban, caminar kilómetros y kilómetros por la playa de Tikalbactún nos había llenado de mar los ojos y los oídos, y los atardeceres en que el sol se agrandaba y enrojecía para zambullirse en un horizonte de agua incendiada podían calificarse de (casi) paradisíacos.
Aun así, T y yo no quisiéramos revisitar el paraíso. No un paraíso cuya ecología pierde terreno día tras día ante al avance imparable de la catástrofe humana que lo rodea. Pero hay otros. Debe de haber otros. Quizá algunos otros. ~