Hace unos años, cuando fui jurado en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, me tocó sentarme en alguna comida con una colega que formaba parte de otro jurado. En la conversación acerca de lo que habíamos visto hasta ese momento en nuestras respectivas secciones –yo estaba en el jurado FIPRESCI, que suele encargarse de nombrar la mejor cinta mexicana del festival; ella en el de cine documental iberoamericano–, la sufrida compañera me compartió su creciente exasperación por el cine documental al que llamó “ombliguista”, es decir, centrado en el propio cineasta o en su familia. Aunque la colega aceptaba que podía haber excepciones notables, lo cierto era que la fórmula de prender la cámara para dirigirla hacia el hermano, los padres o uno mismo no solo mostraba un estancamiento creativo del cine documental iberoamericano (incluyendo al mexicano, por supuesto), sino también exigía un reclamo ético. ¿No pasa en el mundo nada más interesante que la vida personal del cineasta y de su familia? ¿Qué tan valioso puede ser un cine documental que apuesta por el franco solipsismo, por colocar el lente de la cámara hacia el ombligo propio?
Recordé esta conversación al revisar las películas documentales mexicanas que se presentaron en la pasada edición del festival especializado Visions du Réel, que se llevó a cabo en la ciudad suiza de Nyon del 7 al 17 de abril. De las nueve cintas que se programaron en este festival híbrido (con funciones presenciales y acceso en línea para profesionales y críticos de todo el mundo), cuatro de ellas correspondían a la fórmula “ombliguista” ya citada. Más allá de los logros de cada filme en particular –y entre ellos hay uno muy meritorio, Vaychiletik (2021), de Juan José Pérez, centrado en el papá del director, un músico tradicional de origen tzoltil–, lo cierto es que el mejor cine visto en Visions du Réel que me tocó en suerte revisar, sea cine mexicano o de otras latitudes, fue el que apostó por explorar otros territorios, otras vidas, otras formas de ver el mundo. El cine que vio más allá del ombligo.
En el caso del cine mexicano, me refiero a La invención del mar (México, 2022), que sigue la vida cotidiana de varios individuos en tres sitios –la Ciudad de México, la Riviera Maya y Ciudad Juárez– y cómo tienen acceso, en menor o mayor medida, a disfrutar de su tiempo libre. ¿Qué hace una familia de la zona conurbada capitalina que no tiene el dinero suficiente para ir a Acapulco en Semana Santa? ¿Cómo vacacionan los trabajadores turísticos que atienden a los extranjeros que visitan la Riviera Maya? ¿Qué hacen las mujeres de Ciudad Juárez cuando salen de su rutinario y alienado trabajo de la maquila? El interés por estos fragmentos de vida y la contagiosa empatía del cineasta, Adrián Ortiz, son innegables. En el mismo nivel, aunque en un tono más directo, más didáctico y claramente militante, se encuentra Tolvanera (México, 2021), mediometraje de A. R. Melgoza, visto en nuestro país en el pasado festival de Morelia. El filme es una indignada denuncia de las depredadoras compañías mineras, del comportamiento mafioso de los gobiernos estatales sonorenses y last but not least, de la dudosa ética de cierta comentocracia nacional que nunca ha puesto un pie en el Ejido el Bajío, en Sonora, lo cual no resulta ningún impedimento para que pergueñen sesudas e influyentes columnas de opinión.
La mejor cinta documental mexicana anti-ombliguista vista en Visions du Réel –y, también, la mejor película mexicana que he visto en el año, hasta el momento– resultó ser Tótem (México-Chile, 2022), un fascinante ensayo fílmico realizado por el colectivo que se hace llamar Unidad de Montaje Dialéctico. En un correo enviado a quien esto escribe, las personas detrás de este colectivo abogan por un cine que llaman “cavernario”, que no cavernícola. Es decir, un cine pensado desde una “caverna” en la que los espectadores estamos siendo invitados a convertirnos en espeleólogos, en sujetos activos que ven, investigan, analizan, juzgan. Los hacedores de este cine cavernario son amigos, camaradas y trabajadores voluntarios que, al renunciar a la figura del director o de la casa productora, rotan responsabilidades porque creen en la posibilidad de una creación anti-especializada.
El cine de factura colectiva no es novedad en México –sus orígenes se podrían hallar en las cooperativas de producción como la Brigada Venceremos o el Taller de Cine Octubre, que realizaron documentales militantes como Chihuahua, pueblo en lucha (1974)–, pero sí lo son los resultados específicos logrados por esta clandestina Unidad de Montaje Dialéctico (UMD). Más cerca de los cerebrales ensayos cinematográficos del británico Adam Curtis –de Pandora’s box (1992) a la más reciente obra maestra Can’t get you out of my head (2021)– que del cine radical de izquierdas mexicano de los años setenta, Tótem es una demandante reflexión ensayística que se convierte en poética –y viceversa– gracias a la virtuosa yuxtaposición de imágenes de archivo –cortesía de Televisa, el INAH, la Secretaría de Cultura y otros– que acompañan a un par de voces en off femeninas que definen la estructura dual del filme.
Una de las voces indaga el origen del uso de la palabra “desaparecido” y su condición liminal. La persona “desaparecida” no está muerta oficialmente, pero tampoco está viva porque se desconoce su paradero. Sin asomo del tono doctoral del cine de Adam Curtis, esta primera voz nos presenta, de forma serena y neutral, las diversas técnicas de desaparición existentes en nuestro país –la fosa clandestina, el “pozoleo”, la incineración, la desaparición burocrática–, para luego dilucidar el origen de esta violencia “nebulosa”, “invisible” e “irrepresentable” que nos rodea. Con argumentos que suenan muy similares a los propuestos por Fernando Escalante Gonzalbo en algunos ensayos publicados hace tiempo en la revista Nexos (“Homicidios, 1990-2007”, “Homicidios 2008-2009: La muerte tiene permiso”), la UMD describe cómo la pulverización y dispersión del crimen organizado en el sexenio de Felipe Calderón dio origen a la guerra fractal entre y contra la población. El pacto social en el que había descansado el Estado autoritario nacional se resquebraja de forma radical cuando los grupos criminales dejan de ser tolerados por el gobierno para empezar a formar parte activa de él. Más aún: cuando el crimen organizado, más bien local y hasta rústico, se transforma en una corporación multinacional que se coloca por encima de los Estados.
La segunda voz en off deja el ensayo reflexivo de lado. Se trata de una voz confesional y con un acento levemente extranjero. Esta voz, también femenina, nos narra cierta leyenda que repiten los habitantes cercanos al río Grijalva: en algún lugar del caudaloso río descansa, en el fondo, una enorme cabeza olmeca que cayó al agua cuando a mediados del siglo pasado el gobierno quiso llevarla a la gran ciudad. Ahora, con un presidente que conoce de esa historia y que nació cerca de ese lugar, se organiza un grupo de búsqueda para encontrar a esa otra “desaparecida”. ¿El objetivo? Rescatar un símbolo de esa milenaria cultura primigenia para proponerlo como el nuevo tótem identatario, por encima del lugar común de la muerte como espejo nacional.
Las dos voces se alternan a lo largo de este filme de apenas 65 minutos de duración. De alguna manera, la reflexión confesional complementa, contradice y contrasta la reflexión ensayística. En un país que adoptó a la muerte –a la “calaca”, pues– como patrona cultural a partir de la Revolución mexicana, ¿qué tótem habría que buscar?, ¿qué sociedad tendríamos que construir?, ¿qué saberes habría que privilegiar? La UMD defiende la necesidad de buscar un nuevo pacto social ante la crisis radical de representación. La descripción clínica, más bien forense, del estado de cosas no empuja al espectador a la desesperanza. A pesar de todo, hay luz al final del túnel, especialmente en esa descripción epistemológica de los grupos de buscadores, esas “rastreadoras”, esos “sabuesos”, esos “cascabeles”, que escarban la tierra, la agujerean con varillas, buscan olores y encuentran arbustos donde no debería de haber vida alguna.
Es en esta actividad comunal, humana, ética y épica, realizada en los vastos espacios de desaparición que hay en nuestro país –en los baldíos, en los desiertos, en los parajes deshabitados– en donde se encuentra la esperanza, la posibilidad de construir, entre todos, un nuevo tótem. La UMD ha realizado, pues, con un bajísimo presupuesto, un par de voces en off, una notable investigación documental, una absorbente reflexión filosófica y un vasto archivo cinematográfico, videográfico y fotográfico, una obra mayor del cine documental mexicano.
De acuerdo con su manifiesto, la UMD quiere permanecer en el anonimato y en la clandestinidad. Me parece bien. Solo deseo que Tótem no se convierta en una película clandestina e invisible. Hay que verla, hay que discutirla. La caverna en donde se realizó este filme tiene que ser una caverna abierta. Una caverna colectiva.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.