Enrique Krauze
Redentores. Ideas y poder en América Latina
Barcelona, Random House Mondadori, 2011, 584 pp.
Redentores es una historia de las ideas políticas en América Latina desde el fin del siglo XIX hasta nuestros días. Me inspiré en los libros de Isaiah Berlin sobre los pensadores rusos, y en Hacia la estación de Finlandia, obra en la que Edmund Wilson mezcló el análisis ideológico y la biografía. Mis protagonistas son las ideas, pero mi aproximación a ellas no es abstracta: las veo encarnadas en la vida de seres humanos concretos que –como los apasionados rusos de Berlin– las vivieron con intensidad religiosa y seriedad teológica.
Así, con el esbozo de un método y el reconocimiento de unas deudas, comienza el último libro de Enrique Krauze sobre las vidas e ideas de doce pensadores y/o políticos latinoamericanos: José Martí, José Enrique Rodó, José Vasconcelos, José Carlos Mariátegui, Octavio Paz, Eva Perón, el Che Guevara, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, el obispo Samuel Ruiz, el Subcomandante Marcos y Hugo Chávez. Los dos libros en los que confiesa haberse inspirado no figuran entre los clásicos de la historia de las ideas; no, al menos, en la vertiente académica de dicha disciplina. El método que invoca, la mezcla de la historia de las ideas con la biografía, suscitaría desconfianza entre los cultivadores universitarios de aquella, para los que las biografías de los pensadores deberían limitarse a proporcionar un adecuado marco cronológico al devenir del pensamiento, sin pretender convertirse en el factor que lo explica. En efecto, el propio Marx definió su sistema, el marxismo, como el resultado de la concurrencia de la filosofía idealista alemana, la historia social francesa y la economía política inglesa, poniendo implícitamente sus avatares biográficos al margen de su obra. Krauze rechaza esta perspectiva reduccionista y adopta un punto de vista similar a los de Berlin y Wilson, para quienes las ideas son expresión de vidas apasionadas. Como afirma poco después del párrafo que comentamos, lo que le interesa son “vidas reales, no ideas andantes”.
La influencia de las obras de Wilson, y en particular de Hacia la estación de Finlandia, fue determinante en mis libros sobre el nacionalismo vasco, y así lo reconocí explícitamente en el prólogo a la edición de El bucle melancólico en la Colección Austral de Espasa Calpe (2000). Junto a la de Wilson, debo mencionar asimismo la de otros dos libros: Ancestral Voices. Religion and Nationalism in Ireland (University of Chicago Press, 1994), de Conor Cruise O’Brien, y To the Promised Land. A History of Zionist Thought from Its Origins to the Modern State of Israel (Penguin Books, 1996), del historiador y rabino liberal David J. Goldberg. Ambos se inspiraban a su vez en Wilson, como lo declaraba, al menos, el propio Goldberg en el prólogo a la última obra mencionada:
Para componer este libro, he hecho uso de obras de muchos autores, con los que reconozco mi deuda en la bibliografía. Pero, si una obra estuvo presente en mi mente mientras lo escribía, esa fue To the Finland Station, el soberbio estudio de Edmund Wilson acerca de la tradición socialista en el pensamiento europeo. Aún recuerdo mi exaltación cuando lo leí en la universidad, hace treinta años. En consciente tributo a esta obra y con la modesta esperanza de poder investir a la ideología sionista y a sus progenitores de algo de la briosa y vivaz visión que Wilson aplicó a Marx y al socialismo, escogí como título de este libro To the Promised Land.
Cuando, poco después de publicar El bucle melancólico en 1997, leí La presidencia imperial, tercera parte de la trilogía de Krauze sobre la historia del México contemporáneo, aparecida en diciembre de ese mismo año, tuve la impresión de encontrarme ante otra obra de estirpe wilsoniana, aunque el autor nada decía en ella de Wilson, y agradecía en cambio la inspiración que le habían proporcionado ciertos ensayos de Gabriel Zaid a la hora de plantear la historia de las presidencias mexicanas desde Obregón a Salinas de Gortari como la de una gigantesca y, a la postre, insostenible empresa pública, cuyos cambios de estrategia dependieron de las diferentes personalidades y biografías de cada uno de los presidentes. Es posible que –si atendemos al título del libro– Krauze hubiera tomado a Suetonio como modelo, pero la narración recordaba a Wilson. Lo cierto es que la obra de este, y muy especialmente To the Finland Station, gravitaba sobre lo que, en la década final del siglo pasado, supondría un cambio de paradigma en los estudios históricos.
Sucintamente, se podría definir tal cambio como la irrupción de lo biográfico en la historia. Recordemos que, durante la segunda mitad del siglo XX, el paradigma dominante en la historia académica había sido el contrario. El estructuralismo, en sus distintas variantes, había excluido de la historia lo individual, el sujeto. Ya fuera historia de las civilizaciones, de las mentalidades o de las ideas, el protagonismo correspondía a las estructuras. Algún ilustre filósofo francés se había apresurado a proclamar la Muerte del Hombre, diferido corolario de la Muerte de Dios: con la desaparición del sujeto se esfumaba la última máscara de la divinidad y los individuos quedaban reducidos a lugares donde se desarrollaba el juego de las estructuras y se cruzaban los signos en rotación. La atracción que ejerció To the Finland Station, ensayo publicado por vez primera en 1940, en ciertos historiadores finiseculares ajenos a la academia fue el síntoma de un descontento frente a la historia estructuralista y a los departamentos universitarios que la habían erigido en sustituto oficial de la escolástica marxista.
Edmund Wilson simpatizó con el socialismo, pero fue lo más distinto que pueda pensarse de un gurú intelectual. Era, como lo definió Harry Levin, un freelancer: un escritor independiente, crítico literario y, ocasionalmente, novelista. Siempre estuvo al margen de la universidad. Los historiadores académicos jamás lo reconocieron como uno de los suyos, y tampoco gozaba del aprecio de los filólogos. Lo seguían leyendo casi exclusivamente los escritores. Cuando publiqué El bucle melancólico, en 1997, Mario Vargas Llosa encontró semejanzas entre dicho libro y Patriotic Gore, el ensayo de Wilson sobre la literatura de la Guerra Civil norteamericana. Ningún historiador académico observó nada semejante, y es que Wilson solo interesaba a los literatos y a algunos raros historiadores que permanecían fuera de las camarillas universitarias.
Lo curioso es que los devotos de Wilson compartíamos, además, la admiración por la obra de Isaiah Berlin. No había, en principio, una relación evidente entre ambos (salvo el hecho de que el Fondo de Cultura Económica los hubiera descubierto al público de lengua española). Wilson fue un escritor neoyorquino de inclinaciones izquierdistas, un liberal en el sentido norteamericano, lo que no le impidió mantener una estrecha amistad con anticomunistas recalcitrantes como Nabokov y Dos Passos. Berlin, al que Perry Anderson incluyó malévolamente en la “emigración blanca” al Reino Unido (es decir, el conjunto de intelectuales rusos y centroeuropeos que destacarían en las universidades británicas de mediados del siglo XX por la defensa de posiciones conservadoras y liberales), fue siempre un liberal a la europea, probablemente el más grande pensador liberal de la centuria. Pero algo tenían en común, a pesar de sus diferencias: la relevancia que daban al individuo, la convicción de que –aun en las más extremas situaciones de despotismo– el individuo puede preservar la libertad de conciencia y ser responsable de sus decisiones. La convicción, como diría Krauze, de que las ideas no andan por ahí sueltas, separadas de las vidas reales de quienes las producen.
Krauze, que había tratado (y entrevistado) a Berlin durante su estancia en Oxford, lo incluyó desde entonces en la nómina de sus maestros fundamentales, junto a Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz, Luis González y Gabriel Zaid. Por mi parte, había leído ya dos de sus principales ensayos (Karl Marx y Contra la corriente), antes de 1985, cuando descubrí otras obras suyas gracias, precisamente, a la lectura frecuente de Vuelta durante el curso en el que permanecí en México (y en el que leí también mi primer libro de Krauze, Por una democracia sin adjetivos, con una exaltación semejante a la que suscitó en Goldberg To the Finland Station). Por entonces, en España, Berlin era prácticamente desconocido. El linaje de Aitor, libro que publiqué en 1987, fue uno de los primeros en que se le citaba, aunque en esto, como en tantas otras cosas, se me había adelantado Fernando Savater. Mi maestro irlandés, Conor Cruise O’Brien, seguía asimismo muy atento todo lo que publicaba Berlin. La breve polémica que sostuvo con este tras la publicación de The Crooked Timber of Humanity a propósito de Burke, al que Berlin incluía entre los enemigos de la Ilustración, no hizo disminuir la admiración de Conor –que defendió en dos amplias biografías de Burke y en el ensayo preliminar a su edición de Reflections on the Revolution in France la condición de ilustrado de su autor– por la obra de sir Isaiah. Por su parte, Goldberg recogía en el prólogo a To the Promised Land una idea de Berlin que era, en sí misma, un perfecto resumen del paradigma biográfico:
El filósofo Isaiah Berlin plantea qué diferente habría sido Karl Marx, el contemporáneo, menor en edad pero ocasional colega, de [Moses] Hess, si hubiera sido educado por su abuelo rabino en vez de por su padre, que era un discípulo de Voltaire y que había bautizado a Karl a la edad de siete años.
En fin, uno de los primeros ensayos de Berlin que se publicaron en España, El erizo y la zorra (un capítulo desgajado de Pensadores rusos), apareció precedido por una introducción de Vargas Llosa. Creo, por tanto, que puede hablarse de una rebelión finisecular contra el paradigma estructuralista, que, en su vuelta al sujeto, se inspiró en las obras de Berlin y rescató del olvido las de Wilson. Con el tiempo, esta rebelión ha ido convirtiéndose en canon, incluso entre los historiadores académicos, aunque estos han preferido olvidarse deWilson y admitir muy discretamente el legado de Berlin, situándose, en cambio, bajo la advocación socialdemócrata del recientemente desaparecido Tony Judt, un historiador universitario, por otra parte, excelente en su oficio y bastante crítico con la izquierda de su tiempo.
En el mundo de lengua española, Enrique Krauze es el historiador más representativo del nuevo paradigma biográfico y quien lo ha sostenido con mayor tesón e inteligencia. Profunda y acrisoladamente mexicano, ha accedido al estatuto de máximo exponente de la cultura crítica de su país desde una paradójica posición de marginalidad, en parte inevitable y en parte deliberada, a contracorriente de las tendencias mayoritariamente castizas y conformistas de las tradiciones de la izquierda y de la derecha mexicanas. Liberal en un ámbito hostil al liberalismo, ocupa hoy un lugar afín al de algunos de sus maestros, los grandes disidentes de la época de la presidencia imperial, como Daniel Cosío Villegas u Octavio Paz. Pero estos tenían mejor cubiertas que Krauze las espaldas contra las impugnaciones castizas. Ambos venían de familias arraigadas de antiguo en el país. Paz, además, de ancestros destacados durante el Porfiriato y la Revolución. Krauze es nieto de emigrantes centroeuropeos y judíos, ajenos a la tradición católica y nacionalista. Además, tras su paso juvenil por el izquierdismo sesentayochista, eligió situarse en posiciones inasimilables por las culturas políticas mayoritarias, tanto de la izquierda (las del PRI y el PRD), como de la derecha (representada por el PAN). Sin embargo, la posición independiente de Krauze ante las mismas no se traduce en una hostilidad sistemática que le impida reconocer los aciertos de los políticos de uno y otro signo sin dejar, por ello, de señalar implacablemente sus errores. Como él mismo afirma, su pasión crítica no es destructiva. No pretende atizar revoluciones, sino criticar al poder para encauzarlo en un rumbo democrático y reformista.
Esa fue también la pasión de sus maestros, los solitarios liberales del México priista como Cosío Villegas, Paz o Luis González, el historiador que reveló a la generación de Krauze la otra cara de la Revolución mexicana, no ya la de los revolucionarios, sino la de los “revolucionados”, aquella parte de la población (la mayoría), cuyas vidas fueron violentamente alteradas por el caos bélico creado por los improvisados caudillos. De entre estos maestros, Krauze mantiene una relación muy especial, de continuidad y negación a un tiempo, con la figura y la obra de Octavio Paz.
En México, Paz ocupó un lugar análogo al de los disidentes en los regímenes comunistas. Venía de la tradición revolucionaria, de un padre abogado y urbanita que se embarcó con los hermanos Zapata en una revuelta neolítica, dejando su familia a cargo del abuelo, el coronel y periodista Ireneo Paz, personaje de vida asimismo agitada. Es cierto que, al enfrentarse abiertamente con el sistema priista después de las matanzas de estudiantes de 1968, Paz dio continuidad al liberalismo mexicano durante el eclipse biológico de Cosío Villegas, al que tomóel relevo. Pero no rebasó el paradigma de la historia sin sujeto. Nacido en 1914, la juventud de Paz transcurrió bajo el doble signo del marxismo y del surrealismo, mezcla que lo predispuso fatalmente al estructuralismo. Paz fue el gran pensador estructuralista de América Latina y, más en general, del mundo hispánico. Supo ver en la historia de las mentalidades un nexo con la tradición modernista de la historiografía española y latinoamericana, que abrevaba en la teoría unamuniana de la intrahistoria. Con tales mimbres construyó brillantísimas interpretaciones de la historia de México, pero, en lo que hace al liberalismo, se quedó en el momento negativo de la crítica al pensamiento totalitario, paso indispensable que supo dar con valentía y generosidad, en provecho de las generaciones posteriores. Acaso su vocación poética implicó limitaciones a su imaginación que, por vigorosa que fuera, no supo captar la importancia de lo biográfico. Cuando más cerca estuvo de hacerlo no fue en su estudio sobre Sor Juana, sino en el “Nocturno de San Ildefonso”, aquel poema de Vuelta en el que tantos nos hemos visto retratados. Pero la imagen del joven Paz paseando entre el Zócalo y el Colegio de San Ildefonso da paso demasiado pronto a una desolada reflexión sobre la historia del siglo XX en la que se disuelve el prometedor atisbo de individualidad que surge en los primeros versos. Tal vez la novela, género que Paz nunca cultivó y por el que no mostró gran interés, habría favorecido ese aspecto atrofiado de su imaginación, como lo hizo ejemplarmente en el caso de Vargas Llosa.
La preocupación por lo individual, por lo biográfico, es el rasgo que más resalta en la obra de Krauze. La biografía se propaga por todos los niveles de la misma, desde los más divulgativos hasta sus grandes frescos históricos, y constituye el cauce canónico de todas las modalidades de su labor de historiador, ya sean estas la historiografía (como en La presencia del pasado), la historia política o la historia de las ideas. En algún título (Mexicanos eminentes) rinde un trasparente homenaje a tradiciones prosopográficas ajenas al universo hispánico (a Lytton Strachey, en este caso). Ahora bien, cabe preguntarse de dónde nace este fuerte impulso hacia lo individual.
Krauze ha afirmado en alguna ocasión que lo esencial en tal inclinación es una pasión por el pasado, añadiendo que esta se ve reforzada por su condición de descendiente de judíos centroeuropeos cuya civilización propia, la gran civilización del yiddish que floreció en Rusia, Polonia, Ucrania, los países bálticos, Rumania y la Galizia austríaca, fue aniquilada por el nazismo. Esa pasión por el pasado incluye en Krauze un notable ingrediente de piedad, no solo hacia las gentes de su estirpe que murieron asesinadas en el Holocausto, sino hacia todas las vidas a las que se ha acercado tratando de comprender sus ideas apasionadas. La herida insuturable que implica la condición judía ha permitido a Krauze percibir, con precisión de buen psicoanalista, las heridas simbólicas de sus biografiados: el complejo de inferioridad derivado de la humillación social o de la estratificación castiza, en Eva Duarte de Perón o en José Carlos Mariátegui; las taras físicas en este último o en el Che Guevara; la ausencia temprana del padre o el regreso como déspota del padre supuestamente muerto, en Octavio Paz o Vargas Llosa. A partir de estas heridas, busca Krauze entender por qué actuaron y pensaron como lo hicieron, subrayando implacable aciertos y errores, grandeza de ánimo e iniquidades, pero siempre desde una indisimulada empatía. Y así se da la paradoja de que un liberal como Enrique Krauze haya trazado la semblanza más conmovedora que se haya escrito del marxista e indigenista Mariátegui. No una pieza hagiográfica convencional, compuesta desde la ideología, sino un retrato enaltecedor desde una profunda simpatía hacia lo mejor que había en la humanidad del escritor y político peruano: su amor por los humildes y su esperanza –tan cristiana en su raíz– en las tradiciones mutualistas de las castas avasalladas. Sin olvidarse por ello de señalar lo que de mítico e ilusorio había en la visión idealizada de las sociedades indígenas o del Tahuantinsuyo incaico. Lo que Krauze no perdona, en cambio, es la manipulación de estos afectos legítimos, el pauperismo como coartada de los poderes liberticidas (así, y en grados distintos, en los casos de Eva Perón, Gabriel García Márquez o Hugo Chávez). El del venezolano ilustra, según Krauze, lo peor de la fantasía heroica que ha sustentado desde la Independencia las pedagogías autoritarias de Latinoamérica. Porque la oposición al culto de los héroes es el otro motor de la tarea histórica que Krauze se ha propuesto. Se trata de devolver a los héroes a su dimensión biográfica, propiamente humana, marcada en casos como el de Chávez por una megalomanía delirante. Como observa Krauze con precisión corrosiva, Chávez se ve así mismo como un discípulo de Plejánov, el teórico marxista del papel del individuo en la historia, cuando en realidad se mueve en la estela de Carlyle, inspirador de Hitler y primer apologista literario de las dictaduras latinoamericanas.
Afirma Krauze que el elenco de Redentores no pretende ser exhaustivo, sino suficientemente representativo de la historia de las ideas y del poder en Latinoamérica. Es cierto, y también lo es que el relato, a pesar de la diversidad de las biografías, resulta coherente y unitario, al entrelazarse unas con otras o reflejarse recíprocamente en un juego de espejos que se presta al equívoco, y así, por ejemplo, descubrimos que el Subcomandante Marcos (Rafael Sebastián Guillén Vicente), creyéndose un émulo de Emiliano Zapata, no lo era más que Chávez de Plejánov, y se atuvo en realidad, sin ser consciente de ello, a la utopía indigenista de Mariátegui. En el abigarrado universo histórico de América Latina, muchas otras vidas podrían ser objeto de esclarecedores ensayos históricos. Pienso en Lugones, Neruda, Allende, Borges y, por qué no, en el propio Krauze. Pero esto quizá haya que encomendarlo a sus discípulos más jóvenes. De momento, Redentores. Ideas y poder en América Latina demuestra que la historia con sujeto está inseparablemente unida a la defensa de la libertad y, en el caso de Krauze, no más reñida con el gran estilo y la eficacia literaria que lo que lo estuvo la historia estructuralista en la obra de Octavio Paz. ~