Compositor y diseñador de audio, Miguel Hernández estudió en la Escuela Nacional de Música de la UNAM. En 2000 ganó el primer premio en el Concurso Internacional de Música Electroacústica y Arte Sonoro en Bourges, Francia, con su obra El Santo cuántico. Su música se ha presentado en España, Colombia, Estados Unidos, Chile, Canadá y México. Ha realizado el diseño sonoro de más de veinte puestas en escenas, colaborando con directores como Daniel Giménez Cacho, Richard Viqueira, Luis Mario Moncada, Alonso Ruizpalacios, Lydia Margules, entre otros. En el cine ha recibido el premio Ariel en dos ocasiones por su trabajo en las películas Temporada de patos y Desierto adentro.
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¿En qué momento decidiste que querías ser músico?
Yo estudiaba el bachillerato en ciencias físico-matemáticas en el Politécnico cuando entré a tomar clases de guitarra en la UNAM. Rápidamente sentí un llamado que me alejó de las ciencias duras. Sin embargo, como mi aproximación a la música fue tardía, traté de hacerlo con mucha seriedad. Me interesaba el repertorio contemporáneo, sobre todo Leo Brouwer, pero un accidente me provocó una tendinitis en la mano y tuve que dejar de tocar. Fue un momento de shock en mi vida. Llevaba seis años dedicándome a estudiar guitarra. Fue como quedarme paralítico. Decidí entrar a un laboratorio interdisciplinario de música, que en ese entonces apenas comenzaba. Ahí conocí a Pablo Silva y Antonio Fernández Ros. Estaban muy interesados en la experimen- tación sonora y en el uso de la computadora como herramienta de composición. Y esa fue una vuelta de tuerca para mí: pasé del lenguaje musical al lenguaje sonoro. Ahí encontré un mundo más libre. Empecé a componer con sonidos.
¿Cuál es la diferencia?
El lenguaje musical es muy estructurado, muy rígido. Pretende transmitir emociones mediante reglas infranqueables. La música dodecafónica, la estructura de sonata, la tonalidad, exigen un orden riguroso. El lenguaje del sonido es mucho más amplio. Comprende absolutamente todo lo que escuchamos. Vivimos rodeados de sonido. Y el oído, en este sentido, es impresionante: en el cine pasan veinticuatro cuadros por segundo para generar en el ojo una ilusión de movimiento; para que tu oído pueda percibir una grabación digital, necesitas 44,100 muestras por segundo. La precisión del oído es fascinante.
Sin embargo, ¿no sientes que es el más desdeñado de los sentidos?
Sí, por supuesto. Vivimos en una sociedad de sordos, lo cual es terrible. Hay una obsesión compulsiva por lo visual, por la comunicación gráfica. La verdad me siento obligado, incluso políticamente, a luchar contra la no importancia del sonido. Evidentemente es un problema educativo. La SEP ha despreciado la música de una forma aberrante. Para la mayor parte de los mexicanos estudiar música es tocar una flauta de plástico desafinada. No hay duda de que seríamos un país mejor si tuviéramos más habilidad para escuchar. Yo estoy muy agradecido con la formación que recibí en la Nacional: aprendí a percibir el mundo a través del oído.
Sin embargo, no somos conscientes de todo lo que percibimos auditivamente.
Lo cual es muy interesante para el cine y el teatro. Una imagen muy violenta te impresiona. Estás consciente del efecto que tuvo en ti. El sonido forma una parte central del discurso emocional, pero no siempre estás pensando en él. Con frecuencia opera sin que te des cuenta de su presencia. Es una herramienta muy poderosa porque se desmarca fácilmente de la racionalidad del espectador.
¿Cómo fue el proceso de El Santo cuántico?
Surgió como una broma. Después de la Nacional tomaba un taller de música electroacústica con Manuel Rocha. Él hablaba de los saltos cuánticos del sonido. Incluso escribió una tesis doctoral sobre el tema. Yo siempre había querido hacer algo que tuviera que ver con el Santo. Manuel me comisionó una pieza para un festival y me pareció divertido el juego de palabras. Escogí la escena final de Santo contra las momias de Guanajuato, cuando él y Blue Demon luchan contra unos zombis patéticos, y reinventé todo el audio. Fue un proceso muy divertido que se presentó como una videoinstalación sonora de diez minutos. Jamás se me ocurrió que pudiera ganar un premio tan importante.
¿Son distintos tus procesos en cine y teatro?
Mucho. En el cine recibo una imagen con la que estoy obligado a trabajar. Me incorporo a la producción en la recta final. En el teatro participo en el proceso desde que se está armando todo, lo cual me permite tener más injerencia en la construcción de la obra: afectar la duración de una acción, resolver el paso de una escena a otra. Me encanta la provocación del teatro, la forma en que desafía la capacidad imaginativa del espectador. Aunque debo decir que en ambos medios me parece que muchos directores no están conscientes del enorme potencial dramático de los recursos sonoros.
¿Y esto tendrá que ver con cierta insistencia, tal vez anacrónica, de seguir recurriendo a los modelos realistas?
No lo sé. Yo no estudié teatro, pero sí me he encontrado con cierta rigidez en cuanto a una noción de teatro puro. Yo vengo de la interdisciplina. Para mí, trabajar a partir de reformular y replantear es algo muy normal. Sí he visto, entre algunos directores, una resistencia a explorar lenguajes multimediáticos. Sin embargo, yo soy un colaborador. No quiero imponer sino contribuir al desarrollo dramático de una acción o de una narración.
Desde tu punto de vista, ¿qué le hace falta a los teatros de México?
En el ámbito sonoro hay muchísimo por hacer. Generalmente he tratado con gente amable, pero la mayoría de los equipos se encuentran en un estado lamentable. Para hacer una obra casi siempre tengo que poner equipo mío. Por otro lado se tiene que capacitar a los técnicos en el uso de nuevas tecnologías. Aunque he encontrado mucho entusiasmo, el rezago es brutal. Es raro que un operador de audio sepa usar los programas con los que trabajamos la mayor parte de los compositores y diseñadores. Y a veces se piensa que estos equipos son muy caros, pero no es así. Yo trabajo con computadoras muy ordinarias y me encanta usar bocinas pequeñas de alta fidelidad que son bastante económicas. En el teatro me interesa más tener muchas fuentes de sonido que mucha potencia porque lo que quiero es generar una atmósfera, no hacer un concierto de rock.
El año pasado recibiste un premio por un radioteatro, La cabeza del siervo, hecho en colaboración con Tania Negrete. En Alemania y en Inglaterra se producen muchos radioteatros. La mayoría de los grandes autores, de Bertolt Brecht a Harold Pinter, pasando por Samuel Beckett, han escrito para este medio.
Para mí, hacer un radioteatro es que me pongan la camiseta del número diez. Sé que voy a tener que generarlo todo: grabar a unos actores, hacer la escenografía, el vestuario, la luz, todo se tiene que escuchar. Es un espacio de privilegio increíble. Aunque es titánico, lo disfruto como pocas cosas. Y se podría producir mucho más. Desgraciadamente, la radio está muy anquilosada. Falta una visión de sus verdaderas capacidades y de las enormes posibilidades artísticas que tiene. Solo se producen noticieros, programas de música, talk shows. Ahí hay un espacio de experimentación sonora y dramática increíble. Y sí: coincido en que debería producirse más literatura dramática para la radio. Y esto no es algo que suceda de la noche a la mañana. Los autores tiene que aprender a usar el medio. ~
(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.