Aunque pasó hace semanas no quiero dejarlo pasar: el antisemitismo ha reaparecido en nuestra vida pública, instigado por el poder. El tema merece una reflexión admonitoria.
“El día en que no quede un solo judío en el mundo, seguirá habiendo antisemitismo”, me dijo Marek Edelman, el último sobreviviente de la insurrección del Gueto de Varsovia, cuando lo entrevisté en el otoño de 1989. Tenía razón. El antisemitismo, entendido como un prejuicio histórico contra el pueblo judío, sigue vigente y quizá seguirá hasta el fin de los tiempos. Esa misma fatalidad es la razón principal para combatirlo.
Su origen remoto es la creencia en el pueblo deicida. En la Edad Media se propagó la superchería de que el judío provocaba las pestes o sacrificaba niños cristianos para preparar con su sangre los alimentos en la Pascua. En el siglo XIX, la Ojrana (la policía secreta zarista) urdió el libelo Los protocolos de los sabios de Sion sobre un conciliábulo reunido secretamente para dominar al mundo. Estas y otras mentiras arraigaron en el alma europea y rusa provocando el martirio de generaciones de judíos en autos de fe, motines populares y persecuciones. Al odio milenario se aunaron las mitologías del romanticismo nacionalista alemán y las teorías racistas francesas. Todo convergió finalmente en la mente de Hitler y en el Holocausto.
Uno de los timbres de orgullo de América Latina desde el siglo XIX fue haber sido puerto de abrigo para los perseguidos de otras tierras (incluidos los judíos). No obstante, en países como Argentina existió siempre un antisemitismo derivado del europeo que Borges describió como “un facsímil atolondrado que ignora lo étnico y lo histórico”. Se refería a los apellidos de “cepa judeo-portuguesa” que abundan en la región, prueba del origen judío de muchos latinoamericanos.
El caso de México es ilustrativo de esa misma tradición de tolerancia manchada por los extremistas. En 1924, Calles invitó expresamente a los judíos de Europa del Este a venir a México. En 1936, México reprobó en la Sociedad de Naciones la persecución contra los judíos. Igual simpatía se manifestaba en ámbitos sindicales y círculos intelectuales de izquierda. Sin embargo, Ignacio García Téllez, ministro de Gobernación de Cárdenas, obstaculizó activamente la inmigración judía de Europa y esa política siguió hasta el final de la guerra.*
El antisemitismo fue sobre todo bandera de la derecha. Con el ascenso del nazismo, se formaron organizaciones de corte fascista y bandas de choque llamadas “Camisas doradas” que atacaban las tiendas de los judíos e impedían trabajar a los comerciantes ambulantes. Un sector de la prensa y la opinión pública y no pocos militantes del PAN apoyaron a las potencias del Eje. El judío internacional y Mi lucha circularon profusamente. El caso más lamentable fue la revista Timón, abiertamente antisemita, pagada en 1940 por la embajada nazi y dirigida por el eminente intelectual José Vasconcelos (apellido, por cierto, de clara “cepa judeo-portuguesa”).
A partir de los setenta, luego de dos décadas de armonía en torno al tema judío (suma de compasión por el Holocausto y simpatía por el Estado de Israel, o al menos por su raigambre socialista), apareció en el continente un antisemitismo de izquierda, que sigue activo en diversa medida. Pero su caracterización requiere hilar fino. Criticar la política israelí con respecto al pueblo palestino no implica una actitud antisemita: de hecho, los propios israelíes liberales y de izquierda han visto en los asentamientos un acto de ocupación inadmisible. Con todo, detrás de muchas críticas a Israel se advierte un énfasis antisemita.
Una de las manifestaciones más indignantes del antisemitismo es la invocación de Hitler para descalificar a los judíos amalgamándolos con los nazis. Aplicar el adjetivo “hitleriano” a cualquiera que no sea el propio líder nazi es ya, en sí mismo, trivializar las acciones de quien representó la voluntad (cumplida en un cincuenta por ciento) de exterminar a todo un pueblo, de tratar a niños, mujeres, ancianos y hombres como plaga y no como personas. Pero aplicar ese adjetivo a un judío es un acto de extrema crueldad.
El antisemitismo no debe tener cabida en México. Que el poder lo propague es una vergonzosa negación de nuestros valores cardinales. Una más.
* Daniela Gleizer, El exilio incómodo. México y los refugiados judíos, 1933-1945, México, El Colegio de México, Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa, 2011.
Publicado en Reforma el 24/VII/22.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.