Sobre el coraje y la necesidad de Salman Rushdie

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Hay al menos una docena de razones por las que Salman Rushdie es esencial como escritor, pensador, artista, voz de la libertad de expresión, opositor y disidente. Mientras escribo estas líneas, Rushdie yace en un hospital luchando contra el brutal ataque que llevó a cabo contra él el 12 de agosto en Nueva York Hadi Matar, un joven de Nueva Jersey conocido por su simpatía hacia el Estado iraní. Ahora dos de esas razones son especialmente relevantes.

En primer lugar, desde que en febrero de 1989 el ayatolá Jomeini emitió la fetua que ordenaba su muerte por blasfemar contra el islam en Los versos satánicos, Rushdie nos ha advertido repetidamente de los peligros de pasar de puntillas por la religión, de eximirla de la investigación escéptica, la crítica o la sátira, por miedo a ofender a los creyentes. Y, una y otra vez, a lo largo de las últimas tres décadas, se ha demostrado que Rushdie tenía razón, no solo a través del ejemplo de su propia experiencia, sino a través de una buena cantidad de casos, ya sea el de Taslima Nasreen, Shirin Dalvi, el atentado de Charlie Hebdo o Gauri Lankesh.

Sin embargo, la alarma de Rushdie no se limita a la religión. Su insistencia en que el derecho a hablar libremente y, sobre todo, el derecho a ofender son esenciales no solo para un orden social democrático, sino para la propia condición del ser humano, se extiende a la expresión en todas sus formas. El discurso político, la comedia o la conversación cotidiana: todo merece ser tratado con la misma santidad como algo precioso y esencial.

Modelo de valentía

En segundo lugar, Rushdie es un modelo de inmensa valentía, por negarse a vivir con miedo a la amenaza de la fetua y, según todos los indicios, por continuar su vida con un entusiasmo implacable. Como estudiante de la Universidad de Emory a principios de los dos mil, tuve el privilegio de asistir a varias charlas de Rushdie. Le habían invitado a dar la séptima serie de las prestigiosas conferencias Richard Ellman en Emory en otoño de 2004. Tras una de sus conferencias, Rushdie se quedó entre el público en el cóctel, charlando sin prisas con cada persona que deseaba hablar con él. Aparte de un solo policía que se mantenía a distancia, no había seguridad.

Volví a escuchar a Rushdie en 2008 en San Francisco, cuando lo entrevistó en público Michael Krasny, profesor de la Universidad Estatal de San Francisco, para un programa de radio que presentaba Krasny. Recuerdo bastante de las conferencias de Emory y de la conversación de San Francisco, cada una de las cuales era una singular mezcla, muy propia de Rushdie, de erudición e ingenio, investigación y anécdota, donde se entrelazaban la ficción y la realidad, la memoria personal y la historia pública.

Sin embargo, lo que recuerdo más vívidamente fueron sus respuestas, en el debate de San Francisco, a las preguntas sobre su apoyo a la invasión de Afganistán liderada por Estados Unidos, sus opiniones sobre la idea del cambio de régimen y sus críticas a la justificación de las políticas estadounidenses en relación con la guerra de Iraq. Independientemente de que uno esté o no de acuerdo con los argumentos específicos de Rushdie, fue el debate público más informado sobre el tema que yo había encontrado en el discurso público estadounidense hasta ese momento.

Es el tipo de conversación que he encontrado muy pocas veces desde entonces, en EEUU o en otros lugares, y desde luego no en la televisión estadounidense o en los espacios globales de las redes sociales. Recuerdo que pensé que la conversación era una maravillosa representación del principio de libertad: la libertad de investigación intelectual y la libertad de vivir sin miedo. La conversación también encarnaba el hecho de que estas dos facetas de la libertad estaban profunda y fundamentalmente vinculadas.

Ambas libertades son ahora atacadas en sociedades de todo el mundo, desde Rusia a la India, desde Estados Unidos a China, desde Hungría a Turquía. Y, al menos en una cuestión, parece haber una peculiar complicidad en todo el espectro político, desde los autoritarios de derechas y los casi fascistas hasta los progresistas, que consiste en asumir que la religión debe estar exenta del tipo de discursos, ya sea de interrogación crítica o de humor, que podemos aplicar a la mayoría de los demás aspectos de nuestras vidas.

Para ser justos con los progresistas, las medidas punitivas que defienden no implican una violencia física extrema, sino que se limitan a avergonzar a los culpables en las redes sociales, a hacer que se disculpen en público o a buscar que los despidan.

Con respecto a la religión, una nueva norma discursiva parece establecer que si un gran número de personas cree que algo es la verdad, no podemos arriesgarnos a ofenderlas. Si una comunidad religiosa dice que algo le resulta ofensivo, ese sentimiento debe prevalecer sobre el principio de la libertad de expresión o, al menos, se le debe conceder la misma importancia. Una regla general relacionada: en nombre del respeto a la religión, debemos redactar cualquier crítica a la religión con un lenguaje eufemístico, agradable y suave, sin tener en cuenta que la mayoría de las tradiciones religiosas contienen muchas cosas que son irrespetuosas para una o más categorías de la humanidad: las mujeres, los no creyentes, los miembros de otra fe y muchas otras.

Rushdie, en sus escritos y en la forma en que ha vivido su vida, nos dice lo débiles y ridículos que son realmente estos argumentos, y nos muestra cómo la resbaladiza pendiente del excepcionalismo religioso amenaza con poner en peligro las libertades de la vida laica y democrática que tanto ha costado conseguir. Y, por ese inestimable regalo, cualquiera que haya querido alguna vez que se escuche su voz sin temor a ser excluido, increpado o amenazado para que guarde silencio, debe estarle agradecido.

Para los indios que reclaman gustosamente a Rushdie como propio para disfrutar de la gloria reflejada de sus logros, pero que lo abandonan rápidamente, como hicieron en el Festival de Jaipur hace unos años, cuando el siempre presente espectro de “herir los sentimientos religiosos” amenaza con asomar la cabeza, esta debería ser una ocasión para hacer un examen de conciencia. Los liberales indios que expresan su conmoción en las redes sociales por el ataque a Rushdie deben enfrentarse a su propio silencio sobre los ataques a periodistas, escritores y otros artistas en la India. Quienes creen en cualquier concepto de blasfemia religiosa, ya sea contra el profeta Mahoma o contra cualquier otro dios o profeta, no tienen derecho a derramar lágrimas en público como prueba de su buena fe liberal.

Los partidarios del Hindutva que señalan el ataque a Rushdie como prueba de la naturaleza intrínsecamente violenta del islam y de los musulmanes tienen que echar un vistazo al historial de líderes de la derecha hindú, Narendra Modi, Amit Shah, Adityanath, así como de figuras menores como Yati Narsinghanand, Kapil Mishra y Anurag Thakur, que han desatado violencia contra los musulmanes indios.

Los líderes del Partido del Congreso tal vez quieran recordar que fue el gobierno de Rajiv Gandhi el que prohibió Los versos satánicos, una decisión que provocó reacciones similares en todo el mundo y encendió la polémica. Y la clase política india tal vez quiera mostrar un poco de valentía a la hora de hablar contra la ley sobre sentimientos religiosos, que mantiene vigente porque le conviene como arma útil para imponer castigos o generar conflictos y capital político.

El reputado jurista y experto en derechos humanos Abdullahi An-Na’im señala que toda ortodoxia fue en su día una herejía. Por eso, sostiene, debemos celebrar la herejía como medio de pensamiento “innovador” y crítico. La herejía, en este sentido, abre un camino a la liberación y a nuevas imaginaciones del ser, un regalo que también ofrece la gran literatura. Con este espíritu debemos celebrar a Rushdie mientras esperamos su recuperación: no solo por su compromiso con la libertad de expresión, sino también por haber escrito Los versos satánicos. No le debemos menos. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

Publicado originalmente en Scroll.

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es profesor asociado en la
Universidad de Santa Clara


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