Pinganillos para una mentira

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Como los abogados astutos, el nacionalismo tiene la habilidad de invertir la carga de la prueba. En las últimas semanas muchos nos hemos visto en la tesitura de explicar por qué no se deben emplear las lenguas cooficiales en el Senado, mientras los partidarios de la iniciativa se contentaban con dar por hecho que resulta benéfica per se. Lejos de aportar algún razonamiento, los nacionalistas se han limitado a desacreditar a quienes les llevan la contraria: Business as usual. Por su parte, los socialistas han emitido alguna balbuciente justificación, en plena digestión de un nuevo sapo, indicando que el Senado, como “cámara territorial” parece el lugar adecuado donde ver “representadas” las lenguas autonómicas españolas. Otros han coincidido con el pp en la inconveniencia de dedicar una partida a traducción en época de restricciones en el gasto. Respuestas perezosas o interesadas políticamente, el hecho es que ambas se quedan en lo coyuntural. Pero el pintoresco espectáculo protagonizado por los senadores del pinganillo requiere una explicación no circunstancial, porque la pugna en torno a las lenguas constituye la columna vertebral del ideario nacionalista desde la Transición, y no conviene olvidar este hecho persistente.

En todo caso, y antes de ahondar en ello, también quisiera rebatir los argumentos coyunturales. Es cierto que el dinero escasea ahora, pero si lo tuviéramos a raudales, ¿estaría justificado que nuestros representantes fingieran no compartir un idioma? Y en sentido inverso, si nuestros parlamentarios no se entendieran, como ocurre en la India, ¿no deberíamos asumir un gasto imprescindible para la actividad política incluso en época de restricciones?

En cuanto al carácter territorial del Senado, admitamos que se trata más de un deseo que de una realidad. No obstante, cuando se afirma que un parlamentario de, pongamos, el País Vasco tiene derecho a hablar su lengua en el Senado, se están asumiendo dos premisas falsas. La primera: la lengua de los vascos es solo el euskera y, por tanto, usar el castellano es traicionar a la comunidad que representan. Lo cierto es que en las autonomías bilingües no solo hay dos lenguas oficiales, sino que en muchas de esas comunidades los hablantes natos de castellano son mayoría. Si nos atenemos a los datos del estudio clásico de Miguel Siguan (Conocimiento y uso de las lenguas distintas del castellano, Madrid, cis, 1994, 78 pp.), el catalán / valenciano –no entro en esa polémica– es la lengua materna del 39% de la población de Cataluña, el 32% de Valencia y el 53% de Baleares; el gallego es lengua materna del 57% de los gallegos; el euskera, del 17% de los vascos. La encuesta se llevó a cabo hace algunos años, pero los datos no habrán variado mucho dado que la gente transmite a sus hijos su propia lengua materna. Esa realidad social se niega cuando se da por supuesto que un senador gallego debe hablar gallego: las dos lenguas le son propias, por más que el discurso nacionalista insista en considerar al castellano ajeno.

La convivencia de lenguas justifica el uso de ambas en las instituciones autonómicas, pero emplearlas en las instituciones comunes equivale a aceptar una segunda premisa falsa: que son oficiales en todo el Estado. La Constitución deja claro que “el castellano es la lengua española oficial del Estado […]. Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas”. Subrayo el lugar en el que son cooficiales, porque la aplicación extraterritorial de su oficialidad quiebra el supuesto carácter territorial de la Cámara que al mismo tiempo se invoca: esa concepción del Senado se fundamenta precisamente en la necesidad del Estado de que sus representantes allí reunidos armonicen las leyes autonómicas. ¿Qué peor ejemplo de armonía que esa negativa a emplear la lengua común a todos ellos?

Dicho esto, el uso de las lenguas autonómicas en el pleno del Senado –la puerta de algunas comisiones ya se les había abierto– implica un cambio cualitativo, pues se enmarca en un proyecto nacionalista cuya prioridad política es subrayar la diferencia. ¿Por qué? Porque esa diferencia legitima las reivindicaciones particularistas, es decir, los privilegios, ¿o han oído alguna vez a alguien decir “nosotros somos diferentes y merecemos un trato peor”? El nacionalismo llamado periférico sufre un drama de proporciones gigantescas: necesita ser diferente para legitimar su trato preferencial, pero se encuentra inmerso en una cultura, una geografía y una historia común. Tienen el mismo color de piel y los mismos genes. ¡Qué desgracia! Comparten idéntico pasado cultural, religioso, político y, ¡qué fatalidad!, forman parte de esos valores europeos con los que hoy se identifican la mayoría de los españoles: la igualdad, la razón, la libertad individual.

Cuando oímos hablar de esas tribus de la Amazonia con las que ni siquiera se quiere entrar en contacto para no amenazar la vulnerabilidad de su sistema inmunitario a las enfermedades de la sociedad brasileña, nos damos cuenta de lo que constituye un verdadero hecho diferencial. Sin salir de Europa, en los últimos años la inmigración ha puesto de relieve diferencias realmente sustantivas: las relacionadas con valores fruto de una educación, una religión o una cultura diferente. En los guetos musulmanes europeos viven familias cuyos miembros consideran deshonroso que una hija se case con un no musulmán y, sin embargo, juzgan honorable que su hermano dé muerte a esa mujer libre. Esto sí representa una diferencia relevante, pues se trata de códigos de valores antagónicos a los nuestros, que confirman la existencia de una forma de ver el mundo completamente distinta. Al nacionalismo le gustaría quizá hallar hechos diferenciales de este calibre pero, desde cualquier punto de vista, comparten casi todo con el resto de España. Como decía Serrat, no es más triste la verdad, lo que no tiene es remedio.

Cuando el nacionalismo sale a buscar sus particularidades solo encuentra la lengua, por eso lograr la hegemonía de las lenguas propias constituye el eje de sus embestidas discursivas. ¿Qué se puede hacer con un hecho diferencial tan nimio, más aún tratándose de lenguas románicas todas ellas, salvo el vasco, más inteligibles entre sí que algunos dialectos del chino? La única solución es magnificarlo, por eso el nacionalismo atribuye a las lenguas toda la carga de la identidad. Se las sacraliza de hecho y también de derecho. La Ley de Normalización del euskera caracteriza esa lengua como “el signo más visible y objetivo de identidad de nuestra comunidad y un instrumento de integración plena del individuo en ella”. Grave problema el que esto plantea a tres cuartas partes de la población vasca, que no consiguen integrarse. La ley gallega, por su parte, considera la lengua “el núcleo vital de la identidad gallega”, y así podríamos seguir estatuto por estatuto y ley por ley, pues en todas ellas se ha otorgado a la lengua autonómica el título de “propia”, para dejar al castellano como lengua ajena, aunque “oficial”. Para lo particular, la adhesión emocional; para lo común, el frío marchamo burocrático. Se juzga impropia la lengua materna de más de la mitad de la población en Cataluña, el País Vasco o Valencia, y de una amplísima minoría en Baleares y Galicia.

Renegar del castellano –en muchos casos aprendido de los labios de su madre– es la contribución de los senadores a esa entelequia de la “lengua propia”, ergo de la identidad. Los pinganillos refuerzan la fantasía del nacionalismo: que el castellano es ajeno allí donde ellos mandan. Y recrean su paisaje soñado: un país que carece de lengua común al tiempo que la erosiona. Ese artificioso Senado multilingüe choca con su carácter de cámara territorial y con las restricciones presupuestarias, sí, pero lo peor de esa estampa babélica es el concepto. Es, sencillamente, mentira. ~

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