La relación que Cuba tiene con el dinero es muy distinta a la de los demás países. Aunque fuera del país el dinero existe en formas cada vez más abstractas (cheques, tarjetas de crédito, cuentas electrónicas, ventas en línea, etcétera), en la isla su existencia todavía es de papel y metal. Así como sucede con los viejos autos anteriores a la Revolución que circulan todavía por sus calles, el sistema económico cubano está más cerca de formas premodernas de ganar y manejar el dinero. Usualmente, la riqueza se juzga a través de las ganancias, y como la generación de ganancias no es la motivación primordial detrás de la actividad económica en la isla, Cuba aparece inevitablemente en el sótano de todas las evaluaciones económicas.
Cuba puede no tener mucho dinero, pero ha tenido muchas monedas diferentes. Por haber sido fundada como colonia, distintas monedas han circulado al mismo tiempo dentro de la isla (en varios momentos previos al siglo XIX, el dinero francés, inglés y español era aceptado sin problemas). El dominio económico de la isla se dio en gran medida gracias a la imposición de monedas importadas. El dólar tuvo un papel determinante en este proceso de control externo durante la primera mitad del siglo XX. A partir de la Revolución, Cuba ha luchado por mantener su autonomía fiscal y, salvo un breve lapso en que el dólar regresó a la isla (situación que dio lugar a una especie de apartheid económico), ha logrado usar su propio dinero. En la actualidad, dos tipos muy distintos de pesos cubanos coexisten uno al lado del otro. Cada uno resume realidades e historias económicas muy distintas, aunque juntos intentan mantener a flote un proyecto político precario.
El CUP, también conocido como el peso nacional, es la moneda que la mayoría de los cubanos reciben como salario. Es usada para comprar comida y productos básicos en los mercados vecinales, para ir al cine, comprar aguardiente y gasolina, entre otras cosas. Aunque fue diseñado y acuñado por primera vez por Estados Unidos, el peso nacional se convirtió en el símbolo de la Revolución cubana: representaba la victoria del comunismo sobre el capitalismo; era el ícono del antiimperialismo y la independencia económica. Desafortunadamente, el peso nacional perdió más del 75 por ciento de su valor real durante el Periodo Especial en los años noventa, cuando la Unión Soviética suspendió casi todo el comercio y los subsidios a Cuba. Muchos cubanos terminaron asociándolo con el fracaso de la Revolución. Desde 1994, sin embargo, el peso nacional ha recuperado su valor y ha permanecido estable (alrededor de 20 pesos por dólar). Aunque los pesos nacionales en circulación tienen muy poco poder de compra, los viejos pesos, especialmente los que tienen la firma o la imagen del Che, son artículos de colección para lo kitsch comunista y la venta de estos billetes a los extranjeros resulta una empresa rentable.
El peso convertible, o CUC, conocido también como chavito o fula (la vieja palabra para referirse al dólar), es la otra moneda cubana. El peso convertible comenzó a circular en 1993, el mismo año en que se descriminalizó la posesión de dólares para los cubanos. No fue coincidencia. El CUC fue diseñado específicamente para desplazar al dólar (el tipo de cambio entre el CUC y el dólar es de uno a uno, aunque el valor del dólar ha sido penalizado recientemente con un 10 por ciento de comisión). Los CUC, como los billetes verdes de antes, son percibidos como casi mágicos, el vehículo idóneo para adquirir los objetos más deseados (hay varias tiendas llenas de aparatos electrónicos que solo aceptan CUC).
Dado que la relación que uno tiene con el dinero define en gran parte su personalidad y visión del mundo, la manera en la cual los cubanos ganan, ahorran y gastan revela mucho de cómo piensan y viven. Los siguientes retratos son ejemplos de las muchas maneras de vivir que existen en la isla.
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Mohamed, de 63 años, casado y con hijos mayores, no ve por un ojo (afectado de cataratas), lleva las uñas largas, tiene un vientre amplio, una tos persistente y es un fumador de consideración. Como la mayor parte de las personas en Centro Habana, Mohamed vive en su propio departamento, y, como los de la mayoría de las personas, este está situado en un solar. Los solares son grandes edificios de cuatro o cinco pisos. Debido a la escasez de unidades habitacionales en esta parte de la ciudad, unidades extra se construyen en los patios y en los pasillos y en los techos dentro de los edificios, lo que la convierte en la zona residencial con mayor densidad de población en toda la isla. Y con la velocidad con la que se crean nuevas unidades en los edificios, también se añaden departamentos dentro de los que ya existen. Dado que los techos de estos solares son tan altos, la gente como Mohamed ha construido un piso extra con cemento y plataformas de madera (conocidos como “barbacoas”). Además, para poder ofrecerlo a los turistas, Mohamed dividió aún más su departamento: una cocina, un comedor y dos cuartos para su familia, y una recámara, un baño y una pequeña sala para rentar a los visitantes.
Por haberse jubilado (la edad de retiro pasó de 60 a 65 recientemente), Mohamed recibe una pensión de 242 pesos nacionales (cerca de 10 dólares), casi lo mismo que el salario mínimo. Por rentar su departamento por una noche, Mohamed gana más del doble que su pensión mensual, y en un buen mes puede embolsarse mucho más de lo que la mayoría de los cubanos ganan en un año. Pocos en Cuba tienen tanta suerte como para tener su negocio propio. Existe, sin embargo, un elemento de riesgo, ya que todos los que comercializan sus departamentos deben pagar una cuota mensual de 132 pesos convertibles al gobierno, tengan clientes o no (por lo que durante los tiempos más difíciles Mohamed les renta el espacio por hora a parejas locales).
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Dado que el departamento o la casa es su propiedad más valiosa, los cubanos transforman estos espacios habitacionales en un negocio. Además de rentar cuartos, muchas personas montan salones de belleza, salones de arreglo de uñas y peluquerías. También muchos cubanos venden comida para llevar, o transforman sus comedores en pequeños restaurantes (la mayor parte de las veces separados de la familia solo por una cortina) o en paladares, más formales y establecidos. La mayoría de los cubanos, sin embargo, no tienen dinero suficiente para comer fuera, ya que una comida en cualquier restaurante, incluso en pesos nacionales, representa un porcentaje demasiado grande del salario mensual promedio. Por ello, la mayor parte de las personas comen en sus casas.
Este es el caso de Manuel y Noelia, ambos diabéticos. Manuel ha perdido peso a un ritmo peligroso mientras que Noelia no puede evitar que la grasa se le siga acumulando en el cuerpo. Por su situación, la calidad y la cantidad de la comida que consumen es especialmente importante. Durante las crisis económicas de principios de los noventa, la dieta local se vio muy afectada y muchos de los ancianos, si no murieron de hambre propiamente, sí murieron a causa de enfermedades relacionadas con la pésima alimentación. A partir del año 2000, sin embargo, las cosas han ido mejorando, y hoy los cubanos reciben más calorías y proteínas en la dieta diaria que les otorga la libreta que en los últimos 25 años.
Mientras Noelia cocina, Manuel me muestra su libreta. Esta enlista las raciones mensuales de comida, cuánto de ellas han comprado y cuánto cuesta cada una. El mes pasado, Manuel compró cuatro libras de arroz, una de chícharos, cinco de azúcar blanca y una de azúcar morena, una taza de aceite y una taza de café molido. También una libra de pollo y dos libras de viandas (plátanos machos, camotes o papas). Aunque es un raro lujo, ellos pueden comprar malanga a precios muy bajos debido a su enfermedad.
Los productos y servicios en Cuba pueden ser baratos o muy caros, dependiendo de dónde se compren. Los precios de los productos que se adquieren a través de la libreta, en pesos nacionales y en los mercados locales, se fijan artificialmente bajos como una especie de subsidio gubernamental, parte del sistema de seguridad social del país diseñado para evitar que sus ciudadanos mueran de hambre. Hay mercados locales en los que los campesinos pueden vender sus productos a precios más altos que los subsidiados por el gobierno, aunque esto los hace estar por encima del alcance de muchos cubanos.
Antes del Periodo Especial existían las diplotiendas: tiendas abiertas solo a extranjeros o diplomáticos viviendo en Cuba donde podían comprar comida y productos importados que no estaban disponibles para los locales. Después del Periodo Especial, cuando el turismo comenzó a traer cantidades masivas de dólares a la economía de la isla, las 5,000 sucursales de estas tiendas sirvieron para dirigir ese dinero directamente al Banco Central de Cuba. Ahora que los dólares ya no circulan, estas tiendas funcionan con pesos convertibles, y los precios en estas tiendas –fijados por el gobierno– pueden llegar a ser el doble o el triple que en los mercados locales. Para los cubanos que viven de su salario en pesos nacionales, estas tiendas están fuera de su presupuesto.
La cantidad de alimentos que el gobierno puede ofrecer a sus ciudadanos a través de la libreta solo alcanza para las primeras tres semanas de cada mes. Es a través de algún tipo de iniciativa personal (un segundo empleo en la economía informal, remesas, jineteando a turistas) que logran cubrir el resto de los días. Si es que alguna vez llega la transición a una economía de mercado, el hecho de que los cubanos tengan que esforzarse de ese modo para completar el gasto mensual los dejará mucho mejor preparados para lidiar con el mundo implacable y competitivo del capitalismo. Sea como sea, la gente tiene que resolver su vida diaria de cualquier manera posible, legal o no.
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Jorge, un negro de piel clara con el pelo muy corto, se encarga de la seguridad en el Cabaret Nacional, un centro nocturno a orillas de Centro Habana que atiende a una clientela casi exclusivamente cubana. Jorge gana el salario mínimo (250 pesos nacionales al mes) trabajando en el Cabaret Nacional, pero es obvio por la manera en la que se viste que esa no es su única ni su principal fuente de ingresos. Sin que yo le pregunte, Jorge comienza a decirme cuánto cuesta cada prenda que tiene puesta: camisa naranja con el logo de un pingüino, 25 CUC; jeans, 30; tenis, 40; ropa interior, 10. Los cubanos pagan mucho por la ropa importada, y, como me dice Jorge, llevar ropa a Cuba, especialmente ropa de mujer (entre más pequeña y más llamativa y sexy, mejor), sería una gran manera de hacernos de un dinero extra.
Jorge también me dice que puede obtener puros gracias a un amigo que trabaja en una fábrica cerca de ahí por 20 CUC la caja. Y me cuenta que conoce a un francés que paga 50 por ellos (hizo tratos con él hace tres años), así que lo único que necesita es el dinero para financiar media docena de cajas. Parece entristecerse cuando no acepto su oferta, pero me ofrece otra oportunidad de un negocio seguro. Jorge me dice que me puede conseguir carnets de identidad cubanos por cien dólares y me asegura que yo podría venderlos por mil dólares cada uno en México. Cualquiera que llegue a la frontera de México y Estados Unidos con un carnet de identidad cubano es considerado un refugiado político y recibido con los brazos abiertos en el país. La diferencia entre el estatus migratorio de un cubano y el de un mexicano en los Estados Unidos es precisamente lo que hace que esta sea una excelente oportunidad de negocios y que no sea nada difícil que yo venda docenas de estas identificaciones en México y saque más de diez veces mi inversión, según me dice Jorge.
A lo largo de los últimos años, la mafia cubanoamericana ha estado traficando personas, ayudándolas a salir de la isla en lanchas y, para evitar ser capturadas por la Guardia Costera (los cubanos tienen que tocar suelo estadounidense para ser considerados refugiados, parte de la “política de pies secos”), lo hacen a través de México y su frontera con Estados Unidos. Es el negocio perfecto: los recién llegados le pagan a la mafia que los introdujo a Estados Unidos con el dinero que reciben como refugiados.
En Cuba, los jineteros como Jorge son considerados contrarrevolucionarios. Y sin embargo, los jineteros no se consideran a sí mismos como criminales ni indeseables sociales, sino como oprimidos, como capitalistas en potencia que ofrecen servicios esenciales a los extranjeros en Cuba.
Aquellos que trabajan en el sector turístico, ya sea formal o informalmente (como Jorge), tienen acceso a cantidades de dinero a las que no pueden acceder la mayoría de los cubanos. La única fuente de ingresos disponible para los cubanos que se acerca a lo que deja el turismo son las remesas.
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Mercedes, quien se parece al personaje del Oráculo en la película Matrix, da clases de comunicación social en la Universidad de La Habana y está estudiando su segunda maestría, en historia, con una especialización en graffiti y movimientos sociales.
Su hija, que vive desde hace 15 años en Nueva York, trabaja en la Universidad de Columbia haciendo investigación genética y dando clases. Su hijo, que acaba de emigrar, estudia música digital en Columbia y hace todo tipo de trabajos, entre ellos ser dj en eventos cubanos. Para ayudar a su madre, ambos hijos le envían un total de cien dólares al mes. Aun cuando el gobierno cubano cobra una comisión del 10 por ciento por cada transferencia de dinero realizada en dólares, sus hijos prefieren enviarlos así y evitarse la molestia de tener que comprar euros (los cubanos con familia en Europa y Canadá pueden depositar dinero en sus bancos y disponer de ese dinero en la isla sin comisiones tan altas y a tipos de cambio más ventajosos). Mercedes recibe el dinero de sus hijos a través de Cimex, una corporación gubernamental que actúa como banco y sistema de transferencias monetarias independiente. Con su tarjeta electrónica puede disponer del dinero en cualquier oficina de cambio de divisa o banco cubano. Incluso podría pedir que se lo enviaran a su casa.
En los primeros días de las remesas, los cubanos que emigraron solían introducir dinero de contrabando a la isla en su equipaje al visitar a sus familias. Además de ser la manera más sencilla y la más personal de llevar dinero a la familia, servía también para evitar enterar a los servicios de vigilancia estatales y vecinales acerca de quién recibía dinero del exterior. Al principio, las remesas traían consigo un estigma social, ya que era dinero que enviaban los anticastristas desde Estados Unidos. Hoy, muchos cubanos reciben dinero a través de Western Union y pueden recogerlo en las sucursales de la empresa. Las comisiones por estas transferencias siempre han sido mucho más altas en Cuba que en otros países latinoamericanos porque el gobierno quita un porcentaje significativo directamente de las sumas enviadas. Western Union y las demás empresas también se aseguran una comisión importante por cada transacción. Además del contrabando y las transferencias, existen los bancos de dólares locales, que cobran un 19 por ciento sobre el dinero enviado a Cuba. Estos bancos clandestinos tienen cómplices en los Estados Unidos que recogen el dinero de los familiares, y otros en Cuba con el suficiente dinero para financiar la transferencia.
Pero aun con todas las comisiones y las barreras políticas (desde 2004, el embargo económico de Estados Unidos restringe las transferencias a solo 100 dólares al mes y estas nada más pueden realizarlas los parientes cercanos), las remesas son una de las fuentes de ingreso más importantes para los cubanos y para la economía cubana en general: suman cerca de mil millones de dólares al año. Contrario al resto de América Latina, el dinero enviado a los cubanos en la isla no se invierte en empresas privadas y generalmente ni siquiera se deposita en un banco cubano (no obstante las tasas preferenciales que ahora ofrecen). En cambio, esos mil millones de dólares que entran a la isla cada año se convierten en CUC, se usan para la compra y el consumo de comida y productos en la isla, y, por ende, terminan en las tiendas creadas por el Estado para encauzar el dinero hacia sus arcas.
Las remesas ayudan a que una gran parte de la población sobreviva las penurias económicas, pero no son en modo alguno una fuente de ingresos democrática. Ya que casi el 80 por ciento de las familias que reciben remesas en Cuba son blancas, el dinero que procede de fuera de la isla apenas si alcanza a tocar a los barrios pobres como Centro Habana.
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En los años ochenta, Centro Habana tenía apenas pocos más negros y mulatos que blancos, pero en estos días, dada la migración constante desde Santiago y dado también el hecho de que las familias blancas tienden a tener menos hijos, el barrio se ha convertido en predominantemente negro. Ya que la mayor parte de la población blanca está compuesta por ancianos que no salen de sus departamentos por las noches, la vida nocturna en Centro Habana es mayoritariamente negra.
Los Amantes es un bar de barrio en Centro Habana y cada noche se llena de parroquianos locales. Abelardo, o Papito como todos le llaman, tiene 47 años, va vestido con una camisa polo verde y usa varios collares de santería. Nació y creció en Centro Habana y deja ver dos dientes de oro brillante cuando sonríe. Papito no tiene empleo fijo, saca dinero de hacer carpintería, albañilería o cualquier trabajo que pueda conseguir, siempre a la izquierda (debajo del agua). Vive en el piso superior de una farmacia con la mujer que conoció en la secundaria y con quien se casó hace veinte años; tienen dos hijos. Aunque viven juntos en su departamento, él y su mujer se separaron hace un año y desde entonces no duerme con ella.
Para complicar aún más las cosas, la solicitud de migración que Papito envió antes de separarse acaba de ser aprobada por el consulado de Estados Unidos y ahora tiene la oportunidad de mudarse allá con su esposa e hijos. Aunque ganarse el bombo –la lotería– generalmente es motivo de celebración, Papito parece deprimido, angustiado. No habla una palabra de inglés, por lo que dependería demasiado de los familiares de su esposa, quienes ya están en Miami. Esto es un problema potencial, ya que él es negro y ellos blancos, y no hay demasiado amor entre él y su suegra. Le preocupa que sus suegros, a quienes él apoyó mientras estaban en La Habana, no le darían una bienvenida en Miami.
Por otro lado, el gobierno norteamericano sí está dispuesto a facilitar el traslado de Papito. Para los cubanos, la migración hacia los Estados Unidos no solo significa la promesa de vivir el sueño americano, sino también la inmediata recompensa del dinero contante y sonante. Dado su estatus especial como refugiados políticos, los cubanos que llegan a Estados Unidos reciben un green card y así pueden recibir seguridad social. Aun antes de obtener los beneficios de la seguridad social, los inmigrantes cubanos reciben de inmediato varios tipos de ayuda que el gobierno federal solo ofrece a ciertos refugiados políticos. Esto incluye un ingreso suplementario, asistencia temporal para familias necesitadas, así como dinero para reubicación y asistencia para renta, medicamentos y hasta dinero en efectivo. Sin tener que conseguir empleo, los cubanos que migran a Estados Unidos pueden ganar miles de dólares al mes. Irónicamente, así como la gente en Cuba recibe subsidios para la renta, los servicios, la educación y la atención médica por parte del gobierno socialista, los inmigrantes terminan siendo subvencionados por el gobierno de Estados Unidos, por lo menos durante su primer año de estancia. Sin embargo, y sin importar todo el dinero que se le está ofreciendo, Papito está decidido: no emigrará a los Estados Unidos a menos de que su mujer lo vuelva a aceptar como marido.
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Julio, un negro corpulento de cuarenta y tantos, también nació en Centro Habana. Su abuela y su padre eran ambos santeros y, cuando su madre murió, su padre decidió que necesitaba acercarse más a la religión. Julio fue iniciado en la santería a los 19 años, y más tarde en la ceremonia de la mano de orula, ambas ceremonias costosas. Poco tiempo después, sin embargo, Julio dejó la vida religiosa y se enlistó en el ejército. Se unió a la fuerza aérea en 1985 y llegó a conseguir el grado de sargento, con un salario de 164 pesos nacionales, que en aquel entonces era suficiente (los cigarrillos costaban solo 1.50 pesos y una cerveza 80 centavos). Dejó la fuerza aérea en 1990 y entró a trabajar en una fábrica de cosméticos, cremas, shampoos, acondicionadores y perfumes. Una vez que aprendió a hacerlos, Julio comenzó a producir y a vender copias pirata de los mismos productos a las farmacias; ganaba casi cuarenta veces su salario. Después de eso, empezó a vender bienes raíces, a ayudar a gente (incluidos extranjeros) con el papeleo necesario para comprar y vender departamentos o casas: un negocio de esos le podía hacer ganar hasta 5,000 dólares.
Después de que sus negocios turbios lo metieran en problemas graves, se reencontró con la religión y se convirtió en un babalao. La espiritualidad, sin embargo, no puede separarse de las preocupaciones cotidianas acerca del dinero, y en Cuba la santería y el capitalismo van bien juntos porque ambos están basados en el dinero. Las conchas, que sirvieron como moneda en África, ayudan a los santeros a consultar el presente y descifrar el futuro e incluso a decidir cuánto deben cobrar por sus servicios. Julio varía el costo de sus trabajos dependiendo de la gravedad del problema, aunque, en general, entre más paga el cliente mayores son las recompensas prometidas. En la santería, la miel y la sal están asociadas con el dinero y se usan comúnmente para alimentar a los Orishas, aunque se requiere hacer un sacrificio mayor que solo miel y sal para obtener mejores resultados. Los pollos cuestan 10 pesos nacionales cada uno, mientras que una gallina cuesta 80 y un gallo 200. Un animal de cuatro patas implica un sacrificio todavía mayor: los puercos llegan a costar 500 pesos y una cabra cerca de 1,000.
Muchos cubanos no tienen un ingreso del que puedan disponer para pagar por estos servicios religiosos y por eso Julio se ve obligado a aceptar bienes en lugar de dinero (una continuación del antiguo sistema de trueque). Para mantener el equilibrio (espiritual y económico), Julio les cobra a los extranjeros mucho más.
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Con la apertura de empleos en el libre mercado, ya no son únicamente los extranjeros quienes están desestabilizando el balance de la isla. Conocí a Bibi en el lobby de un lujoso hotel en el límite entre La Habana Vieja y Centro Habana. Yo entré al hotel para orientarme, mientras que Bibi, una mujer blanca de unos treinta que usa una playera café con las palabras “Baby Girl” escritas en letras doradas, aretes y anillos igualmente dorados, jeans deslavados y el pelo teñido de café rojizo, está aquí para comprar joyería.
Bibi vive con su padre (un beisbolista retirado), su esposo y sus hijos gemelos. Su madre dejó el país en el año 2000 y ahora vive con su hermano en Miami –él salió de la isla en 1994 y ahora trabaja como agente de migración estadounidense. La casa en la que viven Bibi y su familia está en un barrio nice fuera del centro de la ciudad. Manejan un Peugeot. Sus hijos reciben clases de tutores privados y tienen una nana que está con ellos a diario. Bibi contrata a una mujer para que limpie la casa y lave la ropa los domingos.
Bibi ha trabajado como periodista, editora, promotora cultural, conductora de un programa de televisión, vendedora de publicidad para una revista y consultora de una agencia de publicidad. Además de su salario de 300 pesos nacionales, en sus últimos dos empleos recibía el 10 por ciento de comisión por las cuentas que manejaba (entre ellas, instituciones culturales cubanas, galerías, museos, hoteles y agencias de viajes), que superaban a veces 400 CUC al mes. Su esposo, un diseñador gráfico freelance, gana aún más que ella: hasta unos 2,000 CUC al mes.
Bibi compra su ropa y sus joyas fuera del país, o en boutiques dentro de los hoteles más lujosos de La Habana. Ahí también se arregla el pelo. Compra la comida, tanto la producida en Cuba como la importada, en un supermercado cerca de su casa y la paga en CUC, y comen fuera en restaurantes de comida internacional. Bibi acepta que vive con mayor lujo que la mayoría de los cubanos, pero al mismo tiempo juzga que su vida es una vida normal, con un nivel económico normal.
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Como se nota con estos ejemplos, es cada vez más difícil hacer generalizaciones acerca del estatus económico de los cubanos. Como Bibi, dentro de Cuba crece una clase privilegiada de trabajadores del sector privado. Sin embargo, la mayoría de los cubanos no tienen acceso a esos artículos de lujo que sirven como medidores de éxito en el mundo de los consumidores globales y pocos tienen ahorros significativos en el banco. Sin embargo, el cubano promedio no vive peor (y en muchos casos vive mejor) que la mayoría de las personas en el llamado Tercer Mundo o que los millones de habitantes de los cinturones de pobreza y los barrios marginados del Primer Mundo. A diferencia de una mayoría creciente de la población mundial, los cubanos no están acumulando deudas con sus bancos, no están pagando cuotas para gastar su dinero mediante tarjetas de crédito y muchos de ellos ni siquiera pagan impuestos. Los cubanos no necesitan el dinero tanto como los demás, porque la mayoría no tiene que pagar por su educación, ni su renta, ni sus servicios de salud, mientras el costo del transporte, gas, luz y comida, todo subsidiado por el gobierno, es mínimo. Irónicamente, aunque los cubanos han tenido que sobrevivir entre varios tipos de monedas, incluso dos pesos cubanos distintos, es justo la ausencia de dinero lo que revela la esencia tan particular de la economía de Cuba. ~
Traducción de Pablo Duarte
es escritor y fotógrafo. Originario de Nueva York, vivió más de 20 años en la Ciudad de México. Es autor de Desde las entrañas (Turner, 2023) y Maneras de morir en México (Trilce, 2015), entre otros libros. Es guionista y director del largometraje Carambola (México, 2005).