La mayoría de las personas sueña con “cambiar el sistema”. Para todos los demás existen las finanzas, una industria tan despiadada e implacable que al mismo tiempo solo podemos llamarla la más honesta de todas. El estereotipo de los finance bros, como ahora se les conoce, es que son engreídos y ostentosos, que están conectados perpetuamente a sus teléfonos, y que consumen cocaína por montones para poder soportar la tensión que les provoca manejar cantidades de dinero que la mayoría de los mortales nunca veremos. Quienes se dedican a las operaciones bursátiles son adictos a la estimulación de las apuestas que les salen bien, de las cuales sacan jugosas comisiones, pero deben también vivir con el hoyo en el estómago que les produce perder millones de dólares por un error de cálculo y a veces de suerte. Todo es un ciclo de victorias y derrotas.
Este submundo sirve de trasfondo para Industry, la mejor serie de la que nadie habla, que arranca cuando varios universitarios recién egresados entran a un programa donde competirán por un puesto en la filial londinense del banco financiero Pierpoint & Co. Que comiencen los juegos del hambre.
A simple vista, Industry repite temas recurrentes en la televisión de los últimos años: la lucha de poder, la pérdida de la inocencia, las áreas grises de la ética, la vida bajo el capitalismo. De ahí que se le haya llamado “el eslabón perdido entre Euphoria y Succession” y que incluso llegue a parecerse a Mad Men.
La serie fue creada por Mickey Down y Konrad Kay, dos exbanqueros de treinta y tantos años, que se inspiraron en sus propias experiencias para, seguramente, purificarse de ellas. El realismo con el que se representa tanto el acelerado ritmo del piso de transacciones como la presión a la cual están sujetos los jóvenes que deciden probarse en esta industria se logra con un estilo que imita los documentales cuando una cámara portátil nos lleva directamente al interior de la planta abierta. Ahí se perciben el frenesí y la claustrofobia con encuadres imprecisos, tomas en primer plano que se sienten demasiado invasivas, objetos y personas que nos tapan la vista, y cortes tan repentinos que pareciera como si también la cámara se perdiera en el ruido de los teléfonos y las pantallas, las conversaciones ajenas, y mánagers que gritan instrucciones, precios, cuentas regresivas, y una sobrecarga de jerga y tecnicismos del mundo de las finanzas que para nosotros son fascinantemente ininteligibles. Dentro de estos rascacielos de cristal, acrónimos como CPS, IPO, FX, MD, ED, DVO1 o CRMS marcan la diferencia entre dormir por las noches o colapsarse en los baños de la oficina.
Yasmin (Marisa Abela), Robert (Harry Lawtey) y Gus (David Jonsson) están plenamente acostumbrados a la sociedad estrictamente jerarquizada del Reino Unido. Ella es una pobre niña rica desesperada por obtener reconocimiento, mientras que Robert ha tenido que abrirse él mismo todas las puertas solo para verse tentado por los beneficios más inmediatos de la industria. Gus estudió Letras Clásicas y es hijo de un embajador ghanés con más talento para la política de lo que le gustaría admitir.
En cambio, Harper (Myha’la Herrold), quien se perfila como la protagonista, no proviene de Oxbridge ni de la llamada Ivy League estadounidense, sino de una universidad menor de nombre olvidable. Es una mujer joven, negra, sin título de ningún tipo, amigos ni conexiones en Londres. Encima es gringa (¿es esta una referencia a la última joven afroamericana que midió fuerzas en Inglaterra?), pero es justamente su origen lo que en principio atrae a Eric Tao (Ken Leung), el director que la contrata. Con esta combinación de historias, la serie plantea que las finanzas son “lo más cercano a la meritocracia”, puesto que no existe abolengo que valga: lo que vale es el talento de generar dinero para un banco de finanzas.
En este contexto, el dinero es el medio, no el fin. El fin es ganar. Eso significa ejecutar jugadas maestras a favor de un cliente, a costa de otros inversionistas o a costa de las amistades. Se calla por sabido que las compañías anteponen las ganancias a la dignidad humana, pero uno de los motivos centrales de la serie es la forma en la que los personajes internalizan esta cultura. El acoso sexual se ignora, la traición se aplaude, el hostigamiento se normaliza, todo acompañado con drogas al por mayor como guarnición.
No hay que olvidar: esta es la misma industria que nos llevó al colapso económico del 2008. Harper y demás hicieron la transición hacia la adultez en plena crisis económica y aun así decidieron esforzarse con miras a trabajar en Pierpoint. Han llegado a donde están no por su idealismo, sino por su ambición. Donde otras series retratan a personajes que se venden o que abandonan sus principios, Industry establece, desde su primera temporada, la toxicidad de la industria financiera a la que los protagonistas voluntariamente se someten. La segunda temporada es más voraz, y quienes permanecen en el banco ya no solo aprenden a navegar el sistema: son el sistema. Y pasan de convivir con las verdades incómodas de los negocios a convencer a los demás de dejarse engullir por las reglas del juego.
La cultura en Industry es un instrumento de poder. Yasmin maneja un impresionante repertorio de idiomas con los clientes y colegas que busca engatusar. Mientras tanto, las referencias literarias vuelan de un lado a otro como diferenciador entre los que tienen pedigree y los que no, entre quien quisiera tenerlo y entre quienes no. “I knew her, Horatio”, dice Robert al recordar a una colaboradora de quien se deshizo la compañía; minutos después, en una escena inconexa, uno de los jefes se refiere a su equipo con los célebres versos: “We few, we happy few, we band of brothers“; un combo shakesperiano pronunciado con la misma despreocupación de quien cita refranes domingueros.
Comparemos esto con algunos de los gringos: para Danny (Alex Alomar Akpobome), quizás el único personaje que brilla por su humanidad, la milenaria Universidad de Oxford es apenas un dato curioso de las películas de Harry Potter; mientras que Jesse Bloom (Jay Duplass), el poderoso inversionista americano, es un excéntrico genio y a la vez un completo filisteo. Gus señala la paradoja de que su hijo se llame Leopold (Bloom), siendo que Jesse “no lee mucho”. “Para mi padre”, dice Leo (Sonny Poon Tip), “el Ulises es un yate”.
Harper parece ser la excepción. Maneja el Leviatán de Thomas Hobbes a la perfección y presume haber escrito un ensayo sobre los argumentos morales a favor (!) del capitalismo. Si la serie no problematiza las tensiones raciales, ni el machismo, ni la homofobia, sí exhibe una inversión del excepcionalismo y el sueño americano: Estados Unidos representa para los expatriados un territorio estéril, un viejo Nuevo Mundo del que escapan y harán lo necesario por no regresar.
Una de las frases que se repite a manera de lema es que en Pierpoint (y en Industry) nadie le debe a nadie un mañana. Es decir que, sin importar el dinero que pudieron haber generado en el pasado, deben demostrar su valor para la empresa, so pena de ser uno más del montón de despedidos. Es cruel, pero es honesto.
Esta misma brutal sinceridad ya la habíamos hallado en Game of Thrones,condensada cuando Meñique nos dice que “el caos es una escalera”. El eco de sus palabras llega hasta la City de Londres, donde los momentos de confusión se deben aprovechar con astucia, manipulación y una sonrisa cordial. Pero… ¿hacia dónde lleva la escalera de Pierpoint? En Industry no hay un trono ni real ni metafórico el cual ganar; el triunfo es poder seguir jugando. Todo es un ciclo de victorias y derrotas, diría Jesse Bloom.
La comparación con la serie de fantasía medieval podría parecer disparatada si no fuera porque, a diferencia de los demás programas que he mencionado –donde hasta los más cínicos tienen momentos de genuina vulnerabilidad y los protagonistas logran completar sus arcos de redención– tanto los personajes de GoT como de Industry se ven constantemente amenazados por las maquinaciones de los demás, y las emboscadas rutinarias nos hacen temer especialmente por los protagonistas. Pero, al igual que la serie de fantasía, a menos de que veamos morir a los personajes en pantalla, en Industry nadie nunca puede darse por muerto. No realmente.
Industry puede verse en HBO Max.
Ciudad de México, 1991) es editor, traductor y periodista cultural.