Gabriel Zaid traductor

A pesar de no haber traducido un libro completo ni a un autor en específico, no es posible entender la figura de Gabriel Zaid sin adentrarse en su meticuloso trabajo para poner en español numerosos poemas de otras lenguas. Zaid no solo vierte, sino razona lo que traduce.
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Conocí a Gabriel Zaid mucho antes de conocer la leyenda sobre sus repliegues y retiros. Nada más alejado de la verdad de un poeta, intelectual y pensador que nos ha abierto las puertas a lo que Heidegger denominó interés genuino en contraposición a la curiosidad o el vaniloquio. Cuando Zaid pregunta es para ensanchar su saber sobre un tema en específico, porque busca asociar, porque desea confrontar su inteligencia con lo nuevo que se le impone llamarada. Zaid escucha, piensa, reflexiona. Después, puede que opine. Lector ávido, se nutre para posteriormente poner su alimento a disposición de quienes compartan su interés por abrevar en otras fuentes.

El 26 de septiembre de 1984 Gabriel Zaid ingresó a El Colegio Nacional. Hoy, la misma institución publica el sexto volumen de su obra reunida, en la que se incluye su ejercicio como traductor. Zaid es traductor nato. Traduce el amanecer, el despertar, el aroma del café, el volante de su camioneta, el asa de la taza. Digo traduce; no pretendo que se infiera que interpreta. Respeta demasiado bien la tarea del psicoanálisis. Pienso a Gabriel y viene a mi mente un bellísimo texto de John Berger, “Autorretrato”, publicado en La Jornada en 2014: “La actividad de escribir ha sido vital para mí; me ayuda a buscarle sentido a lo que vivimos y continuar. Escribir, sin embargo, es el brote de algo más profundo y vasto –nuestra relación con el lenguaje como tal. Y el sujeto de estas cuantas notas es el lenguaje.”

Gabriel Zaid no suele hablar de su pasado, pero infiero por su modo de acercarse a un texto –y a la lectura en general– que su ascendencia libanesa ha marcado su vida. Aquel martes de enero de 2011, al recibirme en su casa, descubrí a ese interlocutor necesario para las letras mexicanas. Recuerdo haber llegado en torno a las 12:30 p. m. Él mismo me abrió la puerta, nos sentamos en la sala a conversar, me mostró (generoso siempre con el quehacer ajeno) la obra reciente de su mujer, Basia Batorska. El mes siguiente la artista expondría en la Biblioteca Nacional Todos los mares, una serie de veinte grabados que la UANL vertería en un catálogo. Gabriel me pidió escribir un poema.

Zaid llegó tarde a la exposición. Pero recuerdo cómo de inmediato pasó al Foro Polivalente Antonieta Rivas Mercado y cómo se detuvo frente a cada estampa como si la mirase por vez primera. Se trataba de veinte grabados en placa de madera con relieves trazados sobre acrílico. Ese repasar cada capa entintada, ese mirar las porosidades del papel, ese entrar en el Fabriano húmedo es lo que hace de Zaid el traductor serio y pertinaz que es, el erudito que aplica la técnica según convenga al lenguaje. En ese momento y ese día entendí su labor como traductor. Miraba, contemplaba, pensaba, desmenuzaba, asumía, avanzaba, retrocedía, oteaba, comparaba, contrastaba hasta hacer de cada esbozo un signo, raíz o sonido otorgándoles un sentido. Cada obra desvelaba una mancha de sangre. Mar y sangre. Polonia y exilio; barca y vela; roca y acantilado; tormenta y herida, momentos de verdad que la memoria encierra.

Esa mañana en su casa, al invitarme a pasar a ver la obra de su mujer, no lo oí decir una palabra. Lo vi mirar la obra de arte: la mira como mira el poema antes de empezar a leer. En Zaid hay detenimiento sin desgarro. Hay una mecánica de la lógica, una administración de contenidos; él es reforzador de cabos, facilitador de conexiones entre una cultura y otras. Al verlo pude percibir una leve agitación por entrar al meollo de un tema que sin duda era de su interés: Harold Bloom. Nunca interrumpió la charla sobre poesía norteamericana contemporánea. Algo en su cerebro giraba a una mayor velocidad que mi capacidad de expresión. Estar con una persona brillante exige de ti un mayor enfoque, una abismada condensación, pero también una compacta densidad. No lo expresa, es demasiado elegante como para hacerlo, pero algo en sus ojos, algo en la prisa de su seguir tus palabras te incita como interlocutor a desplazar tus ideas con rumbo, a enunciar correctamente, a decir con altura lo que piensas. Personas como Gabriel Zaid te enseñan a masticar. Y a pensar asociativamente.

Todo lo anterior hace de Zaid el gran traductor que es. No traduce libros. Tampoco traduce autores. Él prepara sus traducciones con minuciosidad y lógica. No solo vierte, razona lo que traduce. Lo comprende desde su más intestina raíz y lo hace a partir de un profundo conocimiento del contexto histórico y cultural del escrito en cuestión. Como prueba de ello tomo un ensayo sobre un poema de Safo publicado en Letras Libres en marzo de 2008. Lo releí con atención hace dos años, previo a la publicación del libro de Anne Carson sobre la poeta de Lesbos. Tomo una parte de su ensayo para cimentar mi opinión sobre su faceta de traductor citándolo a él mismo:

Hay unos versos de Safo que (afortunadamente) se conservan por un manual de métrica que los puso como ejemplo, ocho siglos después de que fueron escritos. Pueden leerse como un poema completo, si es que no lo eran. En México, han sido traducidos al menos cuatro veces. Rafael Ramírez Torres (Bucólicos y líricos griegos, Jus, 1970) los tradujo en prosa:

Se ha ocultado la luna. También las Pléyadas. Es la media noche y las horas se van deslizando y yo duermo solitaria.

José Emilio Pacheco (Tarde o temprano, Fondo de Cultura Económica, 1980) publicó una versión escueta y eficaz, donde cada verso va añadiendo una circunstancia, hasta desembocar en el yo:

Se fue la Luna.
Se pusieron las Pléyades.
Es medianoche.
Pasa el tiempo.
Estoy sola.

Carlos Montemayor (Safo. Poemas, Trillas, 1986) los transcribe en griego y los traduce así:

Se han puesto la luna y las Pléyades; ya es media
noche; las horas avanzan, pero yo duermo sola.

Rubén Bonifaz Nuño (Antología de la lírica griega, UNAM, Nuestros Clásicos, 1988) también presenta el original griego y la traducción en dos versos:

Se pusieron, pues, la luna y las Pléyades. Y medias
noches. Y resbala tiempo. Y yo estoy sola acostada.

La versión rimada que aparece en Píndaro y otros líricos griegos (Porrúa, Sepan Cuantos) es de Joseph y Bernabé Canga-Argüelles (Obras de Sapho…, 1797):

La luna luminosa
huyó con las Pleyadas;
la noche silenciosa
ya llega a la mitad.
La hora pasó, y, en vela,
sola en mi lecho, en tanto,
suelto la rienda al llanto
sin esperar piedad.

Hay transcripciones del poema griego y traducciones a diversos idiomas disponibles en línea. Pueden buscarse en Wikipedia, Google y Amazon (Safo se escribe Saffo, Sapho o Sappho en otros idiomas). Así se encuentra en Google Print Odes d’Anacréon, una compilación políglota de Jean-Baptiste Monfalcon que recoge esta versión italiana (tomada de Le odi di Anacreonte e di Saffo recate in versi italiani de Francesco Saverio de’Rogati, 1782-1783), evidentemente leída por los hermanos Canga-Argüelles:

Già in grembo al mar s’ascosero
le Pleiadi, la luna,
e della notte bruna
già scorza è la metà.
L’ora già passa, e vigile
io sulle piume intanto
sola mi struggo in pianto
senza sperar pietà.

[…]

El manual de Hefestión (siglo II) lo presenta en dos versos, para ejemplificar el tetrámetro. Todavía en el siglo XX, Massimo Lenchantin de Gubernatis (Manual de prosodia y métrica griega, traducido por Pedro C. Tapia Zúñiga, UNAM) insiste en el ejemplo, aclarando que algunos editores prefieren la presentación en cuatro dímetros, en vez de dos tetrámetros. Hay, además, variantes ortográficas en las distintas ediciones. La pronunciación aproximada sería:

Dédyke men a selána
kai pleíades. Mésai de
nýktes. Pará d’érjet óra.
Égo de móna katéudo.

Lo que más me llama la atención del ensayo de Zaid, cuya lectura recomiendo ampliamente, es el fragmento siguiente: “No hace falta saber griego para observar las aliteraciones en de (Dédy, des, de, dér, de, do), ka (ke, kai, nýk, ka), eme y ene (men, na, Mé, nýk, móna).” Y tiene razón. Cuando se es traductor no es necesario conocer la lengua original para saber de buena tinta si hay o no rima, si en la traducción se ha respetado toda una serie de reglas gramaticales o sintácticas que guarda el original. Anne Carson, por ejemplo, dice que ella no destruye la sintaxis de Safo. Eso es lo que Carson cuida. Hay en la disciplina de la traducción diferentes modos de entenderla: ser literal, ser poético, utilizar el lenguaje de México, utilizar un lenguaje más universal… Lo que puedo afirmar es que en traducción nunca hay traición. Sería inútil pasarse tal cantidad de horas del día buscando el vocablo adecuado para trasladarlo del original. La tarea principal de la traducción consiste en prestar la voz de esa alma que cambió de alguna manera nuestra vida. Zaid lo sabe y su seriedad lo demuestra. Una traducción no es mejor que otra de acuerdo al modo en que se ha trabajado: si es atinada, si se conoce bien la tradición, la etimología, si se han leído los más libros posibles del autor o la autora, los múltiples usos y acepciones de cada palabra. Lo que a mí me atrae de Zaid es esa particularidad muy suya de propugnar por la investigación sobre el contexto en el cual se ha de situar el poema a traducir. En Safo, nuestro homenajeado ha salido de sí para situarse en la música, las cuerdas, los instrumentos. Traducir es para Gabriel Zaid un acto de desovillamiento del tiempo para dejar el carrete desnudo, listo para volverse a embobinar paso a paso, pie a pie, raíz a raíz, hasta dar con el poema total en su más alta forma de sinceridad humana.

Yo, como Berger, creo en la traducción que deja de manifiesto la experiencia individual, esa que sitúa al traductor, en este caso a Gabriel Zaid ante Safo, en una isla, mirando las estrellas como un navegante, y a la luna, sobre la marea purpúrea, hundiéndose, luego alzándose, hasta salir del agua al lado de Afrodita dejando caer su triste humedad en la arena. ~

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