Si hubiese sido más culto, Eugène Cuzin habría comenzado su diario de la Revolución mexicana con un famoso parlamento de Molière: “Mais qu’alliez vous donc faire dans cette galère?” Pero el señor Cuzin no era literato y la prosa que más practicaba era la de los libros contables que escrupulosamente llevaba para el almacén La Ciudad de México en Guadalajara. Originario de Barcelonnette como muchos de los franceses inmigrados a México desde fines del siglo XIX, Eugène Cuzin había llegado a Guadalajara para administrar el almacén de telas de Louis Gas, del que pronto se volvió socio, además de cónsul de Francia en la capital tapatía y consejero propietario del Banco de Jalisco.
Pero, en 1914, mientras está de vacaciones en Francia, el gobierno galo lo manda de regreso a México para reclutar a los franceses de Guadalajara, susceptibles de combatir en la Primera Guerra Mundial que acaba de estallar. De pronto, se encuentra inmovilizado en la ciudad, incomunicado con el resto del país y su familia, y escribe, del 16 de noviembre de 1914 al 9 de junio de 1915, un Diario destinado a su esposa, a quien no volverá a ver hasta 1916. Este Diario, más que nunca privado o, mejor dicho, sin ambición de ser publicado, tiene la virtud de no ocultar los verdaderos pensamientos y escasos sentimientos de este francés sumergido en la más desquiciada etapa de la Revolución mexicana: la guerra civil en que se tornó la conquista del poder entre los distintos caudillos militares. Aunque carezca de estilo y peque de monotonía en sus minutas, el Diario es sin duda un testimonio excepcional de un extranjero implicado en el entierro de un régimen en el que no tiene más vela que la defensa pragmática de sus negocios. Huelga buscar en esta cabeza gabacha simpatías ideológicas por el movimiento social, por uno de los bandos en pugna luego del derrocamiento de Victoriano Huerta, ni siquiera esbozos de heroicidad, de emoción o de asombro.
Desde su casona de la avenida Vallarta, a un tiempo sede del Consulado de Francia en Guadalajara, Eugène Cuzin registra las sucesivas tomas de la ciudad por los carrancistas y los villistas, intenta salvar el negocio de telas a su cargo, procura no comprometerse con ningún bando y, sobre todo, se esmera en sortear las contribuciones “obligatorias” que cada ocupante pide a los comerciantes locales. No es un mal hombre, pero su conducta solo obedece a una carcasa de capitalista liberal, es decir, aquella que entiende que, si la clase trabajadora vive mal y carece de recursos, la economía en general y los negocios propios en particular no se benefician con el consumo que los hace prosperar aceitadamente.
Sin embargo, se observa que el corazón de Cuzin se inclina hacia el liderazgo de Francisco Villa, antes que nada porque este no permite los pillajes con los que los carrancistas suelen recompensar a las tropas después de cada reconquista de una ciudad. “Además –escribe Cuzin en 1915– se dice que Diéguez ofreció a sus tropas diez horas de saqueo.” Por otro lado, subraya los episodios de arbitrariedad que salpimientan la vida mundana de Guadalajara en 1914. Por ejemplo, una noche en el teatro:
Francisco Orozco estaba solo en un palco, la tanda estaba por terminar, un coronel entró al palco y Orozco hijo le comunicó que estaba esperando a unos amigos y que no podía cederle el lugar; el coronel le respondió: “Si es por dinero, se lo doy”. Entonces, Orozco hijo, quien había bebido un poco, le contestó: “No recibo dinero de bandidos”. Sin mayores preámbulos, el coronel sacó su revólver y, en pleno teatro, le disparó a quemarropa. La primera bala le dio en la sien y Orozco hijo cayó al suelo. El coronel le agarró de los cabellos y le disparó en la cabeza cuatro balas más. La obra se suspendió y algunos oficiales llevaron al coronel a la cárcel luego de que el gobernador, que también estaba allí, lo desarmó. Se promete un castigo ejemplar, vamos a ver.
Tiene razón Eugène Cuzin en dudar de la justicia revolucionaria: poco después, ve al coronel libre, pavoneándose por las calles de la ciudad.
Fuera de las anécdotas que se reiteran en el rosario revolucionario que conocemos de sobra, llama la atención el caos financiero en el que está hundido el país. Las monedas en circulación se suceden al mismo ritmo que las entradas y salidas de los gobernantes, y acaban –esto es lo peor– desembocando en el gran caudal de moneda falsificada que inunda el país, en detrimento no solamente de los empresarios y negociantes sino también del pueblo que ya no sabe a qué billete encomendarse. En diciembre de 1914, justo antes de la inminente salida del gobierno carrancista, en todas las sedes institucionales se queman los archivos que hubiesen podido servir a la administración villista. Los impuestos deben volver a pagarse con cada cambio de gobierno y las contribuciones “voluntariamente obligatorias” caen sobre la clase adinerada con más determinación que la ceniza que, tiempo atrás, aportó el volcán de Colima para redondear los agobios y temores de la población jalisciense. En corto, nada nuevo bajo el sol tapatío, pero es distinto conocer estos fenómenos registrados en un libro de historia y vivirlos junto con los que los padecen cotidianamente.
Eugène Cuzin está adornado con todos los prejuicios que pueden esperarse de los de su calaña y su clase. Así, luego de pillajes en casas particulares abandonadas por sus dueños, Cuzin apunta para su esposa: “¡Imagínese a las indias vestidas con los vestidos de las principales damas de aquí!” Porque murió en 1930, a Cuzin no le alcanzó la vida para ver, un poco más tarde, a las principales damas de México vestidas de indígenas, ofreciendo un equiparable espectáculo de impostura. En una entrada de abril de 1915, el francés apunta: “Ayer el gobernador, acompañado de algunos amigos, se disfrazó de indígena e hizo un recorrido por las tiendas solicitando comprar mercancías. En los abarrotes se les negó el servicio y no se les recibió bien.”
Como su fortuna y sus bienes no pueden esconderse bajo un colchón, Cuzin los pone a salvo en subterráneos que luego tapia con cemento; pero la actitud sigue siendo digna de una novela de Balzac o de Zola. Si bien, como ya dije, no es un hombre malo sino simplemente corto de luces, difícilmente entiende que esta revolución pretende acabar con un orden de explotación. “Cada vez es más difícil manejar a los obreros. La revolución les da alas, y algunas veces no son del todo razonables”, dice en este tono paternalista que hoy irrita y que nadie escribiría “en voz alta”. Cuando la ciudad está abandonada a su suerte, sin gobierno que la regule, los “pudientes” toman las riendas un poco más enérgicamente y en junio de 1915 Cuzin atestigua: “Se piensa crear una sociedad que se encargue de comprar maíz para venderlo a los pobres, el Banco de Jalisco va a tomar la iniciativa.
Nosotros prestamos todos los fondos al comité que va a crearse a fin de permitirle realizar la compra de cereales. El Banco de Jalisco prestará veinticinco mil pesos, y mañana haremos una lista durante una reunión. Desde hace dos días, los pobres ya no encuentran tortillas, el maíz hace falta de manera imperiosa. Es conveniente actuar de inmediato. El hambre es mala consejera.” ¿Puro business o psicología piadosa? Por otro lado, opina acerca de Francisco Villa: “Parece tener buenas ideas y buena voluntad, es bastante enérgico y puede dominar el país, pero todavía no es un Porfirio Díaz.”
Quizá el telón de fondo más dramático del Diario sea la incomunicación en que se vive. Una incomunicación concebida como estrategia militar para tener al país sumido en el miedo alimentado por la plaga de los rumores. Hoy padecemos otras variantes, tal vez más perversas, de la misma penuria informativa. Cuzin está hasta tal punto privado de noticias que sigue hablando de una “guerra europea” cada vez que se refiere a la conflagración mundial.
Podría seguir dando muestras de los agobios y las incongruencias de este extranjero, quizá no muy distinto a la mayoría de los inmigrantes que no acudieron al país para presenciar la primera revolución social del siglo xx. Eugène Cuzin forma parte de esta masa no heroica, ideológicamente equivocada con el futuro, que solamente intenta sortear las tempestades sociales sin mermar sus intereses y sin perder del todo la dignidad. Muchas veces apela a su condición de extranjero para justificar una neutralidad que, sobre todo, le sirve para salvaguardar su bien. No lo juzguemos tan rápidamente: de seguro hubo, y siempre habrá, muchos como él que, sin ser cruentos explotadores, invierten su astucia para no comprometerse con el país que los acogió y les permitió “hacer las Américas”. Eugène Cuzin es un testigo triplemente marginal: por ser extranjero, empresario y provinciano. Sin embargo, el recuento de su vida cotidiana deja resonar las campanas morales, los bemoles de la ética, que repican intermitentemente en los llanos en llamas. ¿Hasta dónde un extranjero puede o debe mantenerse al margen de los procesos sociales que vive el país huésped? La ley mexicana actual es clara al respecto: ningún extranjero puede inmiscuirse en la política nacional, so pena de ser castigado con el relampagueante artículo 33. Pero la otra ley, la de la Historia, agradece y enaltece a aquellos fuereños que, infringiendo la ley, tienen el buen tino de jugársela del lado de los vencedores. Recordemos a los otros extranjeros que llegaron a México a luchar por la Revolución y se involucraron con otras armas que la pluma. ¡Como si existiesen nacionalidades en el ideal de “cambiar el mundo” o “cambiar la vida”!
En el delicado debate acerca de la conducta de los extranjeros durante la Revolución mexicana, se antoja que el único concepto que lo envenena todo es el de nacionalidad. No cabe duda de que Eugène Cuzin –este prototipo de extranjero medio y medio anónimo– no actuó en función de su extranjería sino de su clase social. Quizá, en el fondo, las clases sociales sean las verdaderas banderas de los ciudadanos del mundo. ~