Silvio Berlusconi ha sido el hombre fuerte de la derecha italiana desde las elecciones de 1994, que marcaron el inicio de la Segunda República. Hasta el punto de que en el país transalpino, al menos durante veinte años, las categorías derecha e izquierda se han confundido con las de berlusconismo y antiberlusconismo. Sin embargo, su hegemonía sobre la derecha italiana declina desde hace una década. Si en las elecciones de 2013 aún era el líder más votado de la derecha, las últimas elecciones han confirmado su condición de actor subalterno frente a Meloni y Salvini.
La decadencia política de Berlusconi parece explicarse por un factor biológico: un político que acaba de cumplir los 86 años tiene más pasado que futuro. Sin embargo, desde un análisis histórico-político el ocaso del berlusconismo también está vinculado a cambios de fondo en la dimensión ideológica y cultural de la competición política en Italia. En particular, a la incapacidad del líder de Forza Italia para sobreponerse a la desaparición de la competición bipolar que caracterizó la política de la Segunda República italiana hasta 2013. Un bipolarismo que en su discurso reconducía toda la acción política a un ejercicio de contención del comunismo.
No son pocos los análisis que han localizado la base del éxito electoral de Berlusconi en su capacidad para moldear la opinión pública de los italianos apoyándose en su imperio mediático. Y no hay duda de que el poder de Mediaset ha jugado un papel clave en la construcción de la figura de Silvio Berlusconi como líder carismático de la derecha italiana hasta convertir en victoria su primera participación electoral. Cuando a finales de los años noventa Giovanni Sartori teorizó sobre la transformación del Homo sapiens de la cultura escrita en el Homo videns dependiente de la imagen televisiva, Berlusconi ya lo había puesto en la práctica.
No obstante, a la hora de entender de manera integral las bases del éxito de Berlusconi conviene no perder de vista el peso de la historia. Pues lo cierto es que la hegemonía de Berlusconi sobre el centroderecha italiano no se construyó sobre la nada. Al contrario, su éxito radicó, primero, en saber identificar que el consenso anticomunista que legitimó la conventio ad excludendum contra el pci en la Primera República seguía operativo y, segundo, en saber proyectarlo con eficacia sobre la vida política de la Segunda República. A pesar, efectivamente, de la desaparición de la Unión Soviética, el fin de la Guerra Fría y la extinción del partido de Gramsci, Togliatti y Berlinguer.
Berlusconi, como ha escrito el historiador Giovanni Orsina, explotó con habilidad el consenso anticomunista durante dos décadas apoyándose en un diagnóstico simple pero eficaz: el fin del comunismo en el mundo occidental no significó el fin de los comunistas en Italia. En la retórica de Berlusconi, por tanto, la continuidad del comunismo hacía de Italia un país anómalo en el que la caída del muro de Berlín no se había producido. Un país, según el líder de Forza Italia, que en cada cita electoral se jugaba la permanencia en el concierto de las democracias occidentales por la presencia de una izquierda que seguía siendo de matriz leninista y nostalgia soviética.
Lo cierto es que la sucesión de líderes de la izquierda italiana con origen orgánico en el pci –Occhetto, D’Alema, Veltroni, Bersani, etc.– hizo la acusación de Berlusconi creíble a los ojos de una buena parte del electorado italiano. La continuidad de la clase política del pci en la Segunda República constituía, siempre en la lógica discursiva de Berlusconi, la prueba empírica de la presencia en el seno de la democracia italiana de un grupo dirigente que había sido socializada en una concepción del poder totalitaria, ajena a cualquier lógica occidental de libertad y al pluralismo. Y Berlusconi golpeó elección tras elección en el mismo clavo, negando a cualquier político formado en las filas del pci la posibilidad de convertirse sinceramente a los principios de la democracia liberal.
En realidad, la izquierda poscomunista de la Segunda República se hallaba inmersa en una profunda crisis de identidad tras enterrar la hoz y el martillo. Una crisis que encuentra expresión cinematográfica en películas como Palombella rossa (1989) o Aprile (1998) de Nanni Moretti, en la que el protagonista, testigo de un debate televisivo entre Berlusconi y Massimo D’Alema, implora al último, al borde de la desesperación, “D’Alema, di qualcosa di sinistra”. Una izquierda poscomunista dividida, principalmente, entre quienes optaron por dar nueva vida a la cultura del antifascismo identificándolo con el antiberlusconismo y quienes, en busca de una ruta alternativa, iniciaron una travesía singular hacia la socialdemocracia de la mano del ala progresista de la desaparecida Democracia Cristiana, que en Italia recibe el nombre de “catolicismo democrático”.
El anticomunismo permitió a Berlusconi simplificar la realidad hasta dividirla en dos campos antagónicos, netamente diferenciados, que operaban como símbolos del bien y del mal. Fue la mirilla por la que observaba el mundo. En ocasión de la final de la Copa de Europa de 1989 entre el Steaua de Bucarest y el Milán, equipo que presidía, confesó haber “rezado para que pierdan los comunistas”. Y dada la abultada victoria del equipo rossonero, Berlusconi podía entender que con el 4-0 Dios se había apuntado a la tesis del “fin de la Historia”. El anticomunismo de Berlusconi también encontró un canal de expresión en el humor. En el biopic de Paolo Sorrentino, traducido como Silvio (y los otros), se recoge esta experiencia cuando Berlusconi cuenta a una audiencia repleta de mujeres atractivas: “¿Sabéis cuál es la diferencia entre el cristianismo y el comunismo? El primero predica la pobreza, el segundo la hace realidad.”
Sin embargo, no conviene banalizar el contenido del anticomunismo de Berlusconi, pues no fue un gesto vacío. Al contrario, se trató de un discurso con verdadera tracción electoral y potencia simbólica que permitió al líder de Forza Italia presentarse ante el electorado italiano como el heredero ideal del “pueblo del 18 de abril”. A saber, del pueblo que en las elecciones cruciales de 1948 venció a la coalición PCI-PSI. La prueba del éxito del anticomunismo de Berlusconi, como hizo notar el politólogo Ilvo Diamanti, radica en que las coaliciones lideradas por el magnate milanés entre 1994 y 2008 fueron capaces de reproducir la misma fractura, incluso en términos geográficos, del voto anticomunista que condicionó la política italiana de la Primera República, desde 1948 a 1989.
Sin embargo, las elecciones de 2013, testigo de la irrupción del m5s como expresión de un voto de protesta en clave populista contra “la casta”, hicieron saltar por los aires la divisoria izquierda-derecha como principal eje orientador de la política italiana. Y con la desaparición del bipolarismo también se vio superado el modelo de competición en el que Berlusconi se apoyó durante dos décadas para recrear el antagonismo ideológico de la Guerra Fría. Berlusconi trató de reconducir el nuevo escenario tripolar –que enfrentaba derecha, izquierda y populismo– hacia su viejo esquema bipolar, pero sus maniobras no dieron fruto. Su colaboración con el pd de Enrico Letta y Matteo Renzi para frenar al m5s, líderes a los que resultaba imposible ubicar en la historia del pci –“¿Y qué hace un tipo como tú, que viene del mundo del marketing, entre comunistas?”, llegó a preguntar al último– canceló la posibilidad de seguir hablando en el futuro del pd como un partido intratable por su origen soviético en la columna central. Al mismo tiempo, el intento de Berlusconi de identificar al m5s como una nueva manifestación histórica del comunismo resultó ser un fracaso. El movimiento fundado por el cómico Beppe Grillo era demasiado particular, extraordinario por la transversalidad de su populismo, como para ubicarlo en la órbita ideológica del comunismo.
Por supuesto, el agotamiento del discurso anticomunista de Berlusconi no es la única clave que permite explicar su decadencia electoral. Pero se trata de un elemento importante, dado que el anticomunismo ha formado parte del núcleo duro de la identidad del berlusconismo, a partir del cual el líder de Forza Italia ha explicado su biografía y ha legitimado su ingreso en la historia política de la Segunda República. Aún en la última campaña electoral recordó varias veces una de sus anécdotas favoritas: que en la campaña de las elecciones de 1948, cuando solo tenía once años, fue golpeado por un grupo de simpatizantes comunistas cuando pegaba carteles electorales de la Democracia Cristiana. Sin embargo, el anecdotario anticomunista de Berlusconi, que en el pasado servía para apuntalar la imagen del “hombre de la providencia” llamado a salvar Italia de los herederos del pci, parece no encontrar su lugar en la política italiana actual.
Sin la posibilidad de denunciar la continuidad histórico-política PCI-PD, sin la épica de la resistencia contra el comunismo y sin la oportunidad de denunciar a la izquierda como enemiga de Occidente, la política de Berlusconi ha sido errática, confusa y contradictoria en sus objetivos y alianzas desde 2013. Y no solo por la imposibilidad de atribuir al pd la condición de encarnación del mal. La mayoría de los valores positivos que Berlusconi atribuía a la modernidad de tipo occidental –liberalismo, pluralismo, capitalismo, globalismo– hoy no son puestos en cuestión solamente por una parte de la izquierda, sino por corrientes culturales de la derecha que sostienen a los partidos a los que Forza Italia acompaña en coalición. ~
Jorge del Palacio Martín es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos. Es coeditor de Geografía del populismo. Un viaje desde los orígenes del populismo hasta Trump. (Tecnos, 2017)