Ya en otras ocasiones he traído a colación la advertencia del santo patrono del análisis cinematográfico formalista, David Bordwell, quien advierte que acercarse a una película solo como el reflejo directo de un estado de cosas en la sociedad es, en el mejor de los casos, una forma muy limitada de apreciar el cine. Hay otros elementos –estéticos, estilísticos, industriales y hasta económicos– que están presentes en la realización de cualquier película. Con todo, el análisis social y/o reflexivo es inevitable: el zeitgeist se impone, por más que el crítico quiera alejarse de él.
Tómese el caso del cine de la violencia en México. Desde el inicio de la malhadada guerra contra el narco, en el sexenio del presidente Calderón, el cine nacional se ha dedicado, con desigual fortuna, a tratar el tema de la violencia, las desapariciones, los secuestros y las ejecuciones que ocurren todos los días en nuestro país. Es decir, una parte significativa del cine nacional –no el más exitoso comercialmente hablando, por cierto, pero sí el más reconocido internacionalmente– se ha abocado a hacer la crónica no tanto de la decadencia del Estado mexicano, sino de su transformación (¿o hibridación?) criminal.
Desde Miss Bala (Gerardo Naranjo, 2011), acaso la primera película importante que empezó a explorar y a describir el nuevo ethos en el que vivimos, hasta el provocador ensayo cinematográfico aun inédito Tótem (Unidad de Montaje Dialético, 2022), el cine sobre la violencia en México nos ha brindado, en el terreno de la ficción y en el documental, una decena de obras mayores que han hecho la crónica de nuestro infierno de todos tan temido. A saber, en el terreno del documental, la pesadilla interminable de las desapariciones desde una mirada poética (Tempestad, de Tatiana Huezo, 2016) o emotiva (Te nombré en el silencio, de José María Espinosa de los Monteros, 2021), el desgarrador testimonial de la vida y la muerte del sicariato y sus víctimas (La libertad del diablo, de Everardo González, 2017), el desnudamiento del actuar criminal del Estado en el sexenio calderonista (Hasta los dientes, de Alberto Arnaut, 2018) y el doloroso recuento del destino de los desplazados por la violencia en el norte del país (El guardián de la memoria, de Marcela Arteaga, 2019). En la ficción, hemos visto el infierno de la violencia cotidiana en el México profundo (de Heli, de Amat Escalante, 2013 a Noche de fuego, de Tatiana Huezo, 2021, pasando por Estación catorce, de Diana Cardozo, 2021), el thriller narco-policiaco procedimental (600 millas, de Gabriel Ripstein, 2015) y la pesadillesca búsqueda de una madre de su hijo desaparecido en acaso la mejor película entre todas las aquí listadas, la devastadora y humanista Sin señas particulares (Fernanda Valadez, 2020).
El Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) presentó este 2022 un par de largometrajes en esta misma veta temática: los dos, exhibidos originalmente en la Berlinale de este año; los dos, dirigidos por mujeres; los dos, ubicados en el ámbito rural de nuestro país; los dos, incluso, comparten un mismo actor secundario pero significativo, Juan Daniel García Treviño. Me refiero a Manto de gemas (México-Argentina, 2022), opera prima de Natalia López y El norte sobre el vacío (México, 2022), tercer largometraje de Alejandra Márquez Abella.
El norte sobre el vacío, disponible en Prime Video desde este fin de semana, está basado, muy libremente, en el caso de Alejo Garza, un viejo ranchero y cazador regiomontano que se negó a ser extorsionado por un grupo de narcotraficantes y que, por el contrario, decidió enfrentarlos, armamento en mano, en su rancho ubicado en Tamaulipas, llevándose a cuatro malandros por delante. El caso, que fue ampliamente reportado en su momento, fue rescatado por el periodista, guionista y cineasta Diego Enrique Osorno en el notable cortometraje documental El valiente ve la muerte solo una vez (2019).
Tomando como base esta historia, Márquez Abella y su coguionista, Gabriel Nuncio, intentaron algo muy diferente a lo que hizo Osorno: no estamos ante la glorificación de la admirable figura trágica y heroica del auténtico don Alejo, sino ante la deconstrucción de su arquetipo. El Alejo Garza de El norte sobre el vacío es un hosco ranchero llamado don Reynaldo (espléndido Gerardo Trejoluna), que no se ha dado cuenta de que el mundo del cual proviene ya no existe. El mito fundacional del rancho en el que vive –un puma cazado por el abuelo con una emblemática Winchester– ya no le interesa a nadie, sus hijos –un hombre al que ve como fracasado, una mujer soltera y liberada, la otra mujer casada con un advenedizo– solo llegan de visita al hogar paterno, y su máximo orgullo, ser el mejor cazador de la región, es una mentira. Don Reynaldo ha perdido incluso su puntería y es la huraña Rosita (Paloma Petra), su criada-asistente-hija adoptiva, quien mató al ciervo con el que se impuso en la última competencia regional. La amenaza de unos malandros, comandados por un caricaturesco Raúl Briones, es el último clavo en el ataúd en el que ha estado sobreviviendo don Reynaldo desde hace mucho tiempo.
La premisa es interesante y, por lo menos en los primeros minutos, Márquez Abella promete una visión provocadora sobre el heroísmo, la virilidad y el patriarcado tóxico. La violencia, de hecho, no es más que un pretexto argumental, el telón de fondo para estos otros temas que intenta explorar la cineasta. La descripción precisa de este entorno tan particular –la carne asada para festejar el “triunfo” en la cacería, los desplantes alcohólicos a flor de piel, los reproches abiertos al hijo fracasado, la interpretación coral del clásico de Los cadetes de Linares “No hay novedad”– sirve para que después Márquez Arbella proceda a deconstruir y hasta dinamitar todas las certezas con las que ha vivido Reynaldo. Es aquí cuando las claves genéricas del western crepuscular –el viejo vaquero solitario defendiendo la civilización: su civilización– se empiezan a imponer.
Por desgracia, en la segunda parte la película se derrumba por completo, entre la dispersión y la indecisión: las tensiones de clase entre don Reynaldo y todos sus empleados –especialmente con la bragada Rosita– son más que obvias pero son manejadas de forma confusa, hay vueltas de tuerca telegrafiadas que no llegan a ningún lado y, al final, un sacrificio por partida doble que termina resultando auténticamente heroico. Entonces, ¿siempre sí que viva el heroísmo? ¿O mejor no? ¿O quién sabe?
En todo caso, es evidente que el jurado del FICM no se hizo estas preguntas, porque El norte sobre el vacío arrasó la noche del viernes pasado en la ceremonia de clausura. No solo ganó el premio al mejor actor para Trejoluna –totalmente merecido– sino también el de mejor guion (¡!) y el principal, El Ojo a mejor largometraje mexicano de ficción. Este último reconocimiento no estaría del todo mal si no hubiera estado también en competencia Manto de gemas, el debut como cineasta de la editora Natalia López (montajista de su esposo Carlos Reygadas en Luz silenciosa, de 2007, y Post Tenebras Lux, de 2012, y de Amat Escalante en la antes mencionada Heli).
La película de López –quien ganó el premio a mejor directora– es más satisfactoria porque resulta mucho más consistente en su discurso argumental. Ganadora del Premio del Jurado en Berlín 2022, Manto de gemas parte de una historia que podría haber sido escrita por Reygadas mismo. De hecho, desde el inicio, cuando el encuadre de la cámara de Adrián Durazo empieza a abrirse lentamente para mostrar el escenario del filme, la sombra de Reygadas se impone de manera inevitable. Más todavía cuando la historia, firmada por la directora López, parece haber salido de alguna subtrama de Post Tenebras Lux.
Estamos en algún lugar en el interior de Morelos, en la vieja casa modernista donde Isabel (Nailea Norvind), recién separada de su marido, vive con sus dos hijos pequeños. La criada de confianza, Mari (Antonia Olivares), tiene problemas mucho más serios que los maritales de su patrona: su hermana es una estadística más entre los innumerables desaparecidos, acaso asesinada por un taxista al que nadie quiere molestar. Isabel empieza a investigar por su cuenta, mientras descubrimos que Mari no es tan inocente que digamos: ayuda a un grupo de secuestradores, dirigidos por una malhablada doñita (Edith Salazar), entre los que se encuentra también Adán (García Treviño), el hijo rebelde de una comandante de la policía local (Aída Roa).
A diferencia de Márquez Abella en El norte sobre el vacío, que dizque esconde vueltas de tuerca que son más que evidentes, la narración cinematográfica de López es transparente, por más que su puesta en imágenes reygadesca tienda a ser mucho más distanciada e indirecta. Desde el inicio, sabemos que la rubia y privilegiada Isabel no entiende el lugar en el que ha elegido vivir con sus hijos, aunque sea la casa de su infancia. Turista en su propia tierra, Isabel es incapaz de comprender el laberinto en el que ha entrado por voluntad propia. La lógica criminal que se ha enseñoreado en ese pueblo (“No entiendes cómo es aquí, nosotros lo vemos diferente”, le dice Mari en un algún momento) se le escapa por completo.
López nos presenta un México devastado por la violencia, es cierto, pero también un México adaptándose y sobreviviendo a ese mismo infierno. En una conversación clave que tiene el Gallito (José Medina), el jefecillo narco del lugar, con alguno de sus lugartenientes, el tipo indica que no estará libre al día siguiente porque tiene que ayudarle a sus papás a recoger limones. Los limones, el negocio original de la familia, ahora se complementa con el narcotráfico, la extorsión o el secuestro. Es otra forma de vivir, una manera de ganarse el sustento, una actividad cotidiana más que podrá tener sus asegunes (“Si entras ya no puedes salir”, dice doña Auroria), pero que, en el escenario mostrado en el filme, no es extraño para nadie… a menos que no conozcas el país en el que naciste.
López ha realizado, pues, una película más coherente y consistente que la dirigida por Márquez Abella. La claridad de su pesimismo no deja lugar a dudas: el heroísmo no solo es inútil, sino un motivo más para la humillación, como le sucederá en su momento a Isabel. No es algo que no hayamos sabido antes y, sin duda, lo hemos visto en filmes estéticamente mejor acabados (en Post Tenebras Lux, por ejemplo), pero López tiene una gran virtud como cineasta: no nos confunde y, sobre todo, no se confunde.
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.