Morelia 2020: visiones del país que habitamos

La más reciente edición del Festival Internacional de Cine de Morelia presentó una selección de cintas mexicanas documentales y de ficción, entre las que destaca una sorprendente ópera prima, que coinciden en ciertas temáticas actuales.
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El pasado 1 de noviembre se clausuró la emisión número 18 del Festival Internacional de Cine de Morelia que, pandemia obliga, se organizó en formato híbrido. Es decir, hubo funciones presenciales en las sedes de siempre –el pequeño, cálido y atestado Cinépolis del centro, además de las impersonales salas de una plaza comercial– siguiendo todos los protocolos sanitarios, al mismo tiempo que toda la programación oficial –y otros títulos– estuvo disponible en la plataforma de Cinépolis Klic. Como he escrito en crónicas anteriores, el resultado de estos esfuerzos es agridulce: es evidente que muchísima gente que nunca había tenido acceso al cine que se exhibe en Morelia pudo tenerlo ahora desde la comodidad de su casa, pero también es cierto que la selección de películas fuera de competencia –una de las razones primordiales para asistir cada año al festival– fue muy reducida. Y aun cuando se programaron algunos filmes imprescindibles, por ejemplo Nomadland (Zhao, 2020), ganadora del León de Oro en Venecia 2020, solo pudo verse en funciones presenciales, no en streaming. ¿Será por los costos de la exhibición en línea? Es de suponerse.

En cuanto al diagnóstico del cine nacional presentado en Morelia 2020, hay que señalar que no hubo grandes sorpresas. Como ha sido una constante en el cine mexicano de este siglo, la competencia documental –nueve películas, largos y mediometrajes– fue mucho más sólida que la selección de cine de ficción. Vaya, en ningún momento quien escribe esto se preguntó qué demonios estaba haciendo alguna cinta en competencia: todas ellas, sin excepción, con mayor o menor fortuna, nos presentaron sus respectivas versiones del país que vivimos, gozamos, sufrimos.

En este terreno destacan dos filmes notables. El primero fue La Mami (2019), de Laura Herrera Garvín, retrato de “la Mami” del título, una vieja exfichera del Barba Azul, ahora convertida en la encargada de los baños y vestidores del susodicho antro, quien disemina su escepticismo y sabiduría entre todas las muchachas del lugar: “Los hombres solo sirven para dos cosas: para nada y para dar dinero”. La cinta es un discreto acercamiento a un anacrónico ethos arrabalero realizado con respeto y empatía.

El segundo filme fue el híbrido conceptual 499 (2020), de Rodrigo Reyes, en el que un conquistador español aparece en costas mexicanas 499 años después de la llegada de Hernán Cortés. El español perdido en el tiempo (Eduardo San Juan) recorre la misma ruta de Cortés, descubriendo en el camino un país desconocido para él pero que, por supuesto, es el inevitable descendiente de aquella nación que empezó a formarse cuando españoles y tlaxcaltecas derrotaron al imperio mexica. En cada una de las siete etapas de este viaje veremos al conquistador toparse con la violencia, la muerte y el horror que se han enseñoreado en este país desde hace más de una década. En un momento clave de este documental híbrido, escuchamos el tranquilo testimonio de Lorena, la madre de Fátima, una niña “12 años y 8 meses”, “de 1.68 mts.”, que “calzaba del 6”, asesinada por unos tipos en algún lugar del Estado de México. La horrenda descripción de todo lo que le hicieron a la niña es imposible de escuchar y, al mismo tiempo, dijera Claude Lanzmann, es necesario hacerlo. De hecho, es nuestra obligación.

Sin embargo, el jurado de la sección documental premió a una película muy diferente, Tu’un saavi (2020), de Uriel López España (o, mejor dicho, Nute Kuijin), una meritoria crónica sobre el rescate del mixteco realizado por el hijo de un profesor oaxaqueño que dedicó su vida entera a defender su derecho de no solo hablar, sino aprender esa lengua. El jurado optó por reconocer una muy atendible temática indigenista en lugar de la acabada propuesta estética de 499 o la más compleja exploración social de La Mami, pero esto se entiende al tratarse de cine documental. La pertinencia del mensaje suele imponerse sobre cualquier otra consideración.

Por fortuna, no sucedió lo mismo en cuanto al cine de ficción. La inexplicable selección de un trío de cintas –Amalgama (Cuarón, 2020), pero también Fuego adentro (Lozano, 2020) y, en menor medida, Todo lo invisible (Chenillo, 2020)– se compensó con creces con el resto de la competencia: la dinámica ¡Ánimo juventud! (2020) de Carlos Armella; Fauna (2020), el más reciente juego narrativo de Nicolás Pereda; La diosa del asfalto (2020), el encendido homenaje al cine hiperviolento ochentero nacional de Julián Hernández; Blanco de verano (2020), una sensible apropiación del inalcanzable clásico Los 400 golpes (Truffaut, 1959) por parte del debutante Rodrigo Ruiz Patterson, y la seca crónica de una explosión de violencia anunciada que resultó ser Ricochet (2020), de Rodrigo Fiallega.

La sólida competencia documental y estos últimos títulos de ficción podrían ser argumentos suficientes para señalar que Morelia 2020 fue, con todo y la pandemia, un buen festival. En realidad, fue mucho más que eso, pues todavía no he mencionado a la mejor película mexicana exhibida en Morelia: Sin señas particulares (2020), ópera prima de Fernanda Valadez. El jurado y la audiencia estuvieron de acuerdo con este juicio: la cinta ganó el Ojo a Mejor Película y el premio a la Mejor Actriz (Mercedes Hernández), además del Premio del Público. Creo que Valadez merecía también el reconocimiento a la Mejor Dirección pero, acaso, por un prurito típico de los jurados festivaleros (“No está bien darle todo a una sola película”; he estado ahí), este premio pasó a manos de Nicolás Pereda.

Sin señas particulares es una devastadora road movie por este camposanto en el que se ha convertido nuestro país. Magdalena (la impresionante Mercedes Hernández), una modesta mujer que vive en alguna zona rural del Bajío, pierde contacto con su único hijo, Jesús (Juan Jesús Varela), quien se fue al gabacho con un amigo del pueblo. Al mismo tiempo, una cirujana oftalmóloga, Olivia (Ana Laura Rodríguez), recibe una llamada de las autoridades fronterizas: acaban de encontrar el cadáver de su hijo desaparecido cuatro años atrás.

Lo que en un inicio pareciera ser el relato convencional del encuentro de dos mujeres de distinta extracción social y cultural en la búsqueda de sus respectivos hijos, se transforma, lentamente, en algo muy distinto: Olivia sale del escenario narrativo mientras, al otro lado de la frontera, un muchacho, Miguel (David Illescas), es deportado a México e inicia el camino de regreso a su pueblo. Ahí, en campo abierto, Miguel se encuentra con Magdalena, quien está buscando alguna pista de la desaparición de Jesús. Cerca de ese lugar, se supone, vive un anciano indígena sobreviviente del violento asalto del camión en el que probablemente viajaba Jesús.

La cámara de Claudia Becerril Bulos permanece muy cerca de Mercedes Hernández todo el tiempo. Cuando su Magdalena entra a una estación de autobuses o cuando pregunta por Jesús en algún albergue para inmigrantes, lo que siempre vemos es el rostro de una mujer de aire tímido y voz baja que, de todas formas, no está dispuesta a que la hagan a un lado. Tal vez sea peligroso preguntar por su hijo, pero eso no va a evitar que lo siga haciendo. Nunca vemos quién habla con ella: solo atestiguamos el dolor de su rostro, su estoica terquedad.

La construcción argumental del filme –escrito por Valadez y la también talentosa cineasta Astrid Rondero– puede desconcertar al principio: ¿para qué presentarnos con tanto cuidado a Olivia si luego va a desaparecer de la historia? Hacia el desenlace, esta inexplicable decisión se revela brillante: aunque no vuelva a aparecer dentro del cuadro, ni en la historia, cierto consejo de Olivia (“Si deja de buscar a su hijo, aceptará que ha muerto”) resultará tener un devastador significado en esos dolorosos minutos finales, en los que veremos cómo Magdalena ha perdido un hijo para siempre, pero ha adoptado a otro como suyo… aunque tampoco esté con ella. No importa: parafraseando el final de un irrepetible clásico del cine mexicano, Magdalena ya tiene una tumba en donde llorar. Y nosotros con ella.

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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