Cuando Graham Greene llegó, en la primavera de 1938, a México, el mundo se adentraba cada vez más en las cavernas donde se darían los horrores de la Segunda Guerra Mundial. El decenio de los años treinta había visto fogatas de libros, sinagogas quemadas, iglesias dinamitadas. En Tabasco no quedaba una iglesia en pie, ni había sacerdotes: en Chiapas el culto estaba prohibido, lo mismo que en Veracruz.
Para 1938 Greene era ya un autor medianamente famoso, en parte por su conversión en 1926 (tomó el nombre de Tomás, el que duda, dice Joseph Pearce, y esta duda lo acompañó siempre), en parte por Stamboul train, de 1932, y novelas posteriores, como Brighton rock. Según la versión oficial, Greene venía de alguna manera comisionado para ver con sus propios ojos la labor destructora de la clase política mexicana en contra de la religión católica. Hay otra versión (The Independent, 2007): Greene abandonó Inglaterra luego de la aguda crítica que hizo a una película de Shirley Temple en la revista Night and Day (misma que codirigía), que ocasionó una feroz demanda por parte de 20th Century Fox. De modo que Greene vino huyendo de la ley: su reseña, en la que cuestionaba el uso ambiguo de la candidez de una niña, lo podría haber llevado a la cárcel. Pero hoy se cree que es una de las primeras reacciones en contra del uso de niños como imaginería sexual, según me informa, ¿quién más?, la Wikipedia.
Su viaje lo llevó de Laredo a Monterrey; de allí a San Luis Potosí, de allí a México. Después fue a Veracruz para tomar un barco hasta Frontera y bajar hasta Villahermosa. De allí, de la antigua San Juan Bautista, tomó un avión a Salto del Agua, visitó Palenque, regresó a Salto, tomó otro avión, llegó hasta San Cristóbal y, ya de regreso, por Tuxtla llegó a Oaxaca. Usó trenes, camiones, automóviles, aviones, barcos, burros y caballos durante su travesía. Se documentó todo lo que pudo (de hecho yo solo noté dos o tres errores flagrantes en su libro sobre México; uno de ellos equivocarse con el nombre del aviador Sarabia), quiso ser testigo de la destrucción y dejar su testimonio, fue a misa cuando pudo, entrevistó sacerdotes en México, e incluso oyó la historia de aquel whisky priest que le daría inmensa fama. Regresó a Inglaterra y publicó The lawless roads, la narración de este periplo mexicano, en 1939. En 1940 publicaría The power and the glory, su obra maestra tal vez, novela que ha contado con admiradores tan fervientes como distintos: Evelyn Waugh, William Golding, Paulo VI, Barack Obama. La versión fílmica de 1947 (The fugitive, dirigida por John Ford, con Henry Fonda como el sacerdote perseguido) es, a su vez, un clásico.
Hasta aquí los hechos. Ahora las sensaciones. The lawless roads es uno de los libros más despiadados (y certeros) que se han escrito sobre México. A los extranjeros que vienen a México podemos dividirlos en dos grupos: los que lo aman y los que lo odian. El odio es en sí inexplicable. Y no siempre surge de la ignorancia; es, de hecho, más complicado y remiso cuando brota del conocimiento, o de un pretendido conocimiento.
Al llegar Greene a la frontera de México, venía prevenido, pero aún sin odiarnos. Tal vez fuera la espera en Laredo, tal vez los prejuicios de los anglos que fue encontrándose en el camino, o el hecho de detestar la comida desde el primer bocado (“Lunch was awful…”), tal vez haya sido el hecho de haber comprendido un oscuro secreto mexicano. Nos odió. Esta epifanía del odio le ocurre en San Luis Potosí, viendo una pelea de gallos: “That, I think, was the day I began to hate the Mexicans” (“Ese fue el día en que empecé a odiar a los mexicanos”). A partir de esta fiesta de la muerte, nada le gusta de México, y más de una vez, con razón: los políticos y los pistoleros en sus balcones mirando la plaza, “all day long with nothing to do but stare, with the expression of men keeping an eye on a good thing” (“no hacen nada más que mirar, con la expresión de hombres que contemplan algo de provecho”). Nos odió por nuestro infantilismo, nuestro gusto (real o fingido) por el machismo y la celebración de la muerte, por nuestras dobles intenciones, por nuestro aztequismo, por los condotieros, los pistoleros, los agentes, la superstición y los ritos que a él le parecieron adolescentes. Pero también sus continuas quejas y remilgos son adolescentes: es cierto que Greene creció en México, pero no se dio cuenta sino hasta que lo abandonó; tal vez aquí fue donde de veras se convirtió.
Los únicos mexicanos que le cayeron bien fueron los sacerdotes y los pilotos de avión (y los extranjeros que aquí vivían). El único lenguaje que admiró fue el latín de la misa. La única arquitectura, por supuesto, la de las bellísimas catedrales y la obra religiosa del Virreinato. Detestó Teotihuacán (“Tláloc lleva una máscara antigás”, dice Greene), pero amó Acolman.
Algo curioso es que Greene es el último testigo de la barbarie garridista. De hecho para 1938 tanto Garrido como su patrón Elías Calles estaban ya en el exilio. Y en su prólogo, Greene reconoce que en Tabasco, “a month after the author left Villahermosa, peasants tried to put up an altar in a ruined church. Bloodshed and an appeal to the Federal Government followed with the result that the Bishop of Tabasco was allowed to return to his diocese…” (“un mes después que el autor dejara Villahermosa un grupo de campesinos trató de levantar un altar en una iglesia en ruinas. Una efusión de sangre y un llamado al Gobierno federal siguieron a este hecho con el resultado de que el obispo de Tabasco pudo volver a su diócesis”).
Tiene razón Salvador Abascal, en su libro sobre Tomás Garrido Canabal,* al reprender, algo amoscado, a Greene, puesto que fue Abascal mismo quien ideó lo que él llama “la reconquista espiritual de Tabasco” y, con sus seguidores y trayendo de México un sacerdote, se instaló, con sus campesinos, en el lugar del destruido templo de La Concepción, en la madrugada del 12 de mayo (del mismo 1938): una hora después se decía la primera misa pública, “celebrada por el padre Pilar Hidalgo, con sermón”. Pero el día 30 de mayo hubo una fusilada y cuatro campesinos cayeron asesinados. Aun así Abascal continuó con sus esfuerzos: el 10 de diciembre el obispo Vicente Camacho llegaba a Villahermosa.
A mí el catolicismo imperial de Abascal no me nutre: es “la desviación española” de la que habló Maritain, pero sí lo tengo por un hombre muy devoto y muy valiente, aunque sus opiniones políticas me parezcan aberrantes. Y si alguien debe tener el mérito de haber traído de vuelta el clero a Tabasco, ese mérito le corresponde a Abascal en primer lugar, y, en segundo, a Cárdenas, quien declaraba en Oaxaca (lo cita Graham Greene, sin poner fecha): “Estoy cansado de cerrar iglesias y encontrarlas llenas. Ahora voy a abrirlas y a educar al pueblo y dentro de diez años las encontraré vacías.”
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No quisiera terminar sin citar algunas frases de Greene que, cuando leí The lawless roads por primera vez, hace veinticinco años, me sonaron exageradas, pero que hoy me parecen terriblemente actuales.
“In the paper there were two assassinations of senators. One was shot in Juárez on the American border, and the other last night… in the Opera bar.” (“En el periódico apareció la noticia del asesinato de dos senadores. Uno en Juárez, en la frontera con Estados Unidos, el otro, anoche… en el bar La Ópera.”)
“After a few days not many people can escape the depression of Mexico City.” (“Después de unos cuantos días pocos escapan a la depresión de la ciudad de México.”)
“What a country, he kept on exclaiming. God, what a country… Every time you made money there was a revolution.” (“¡Qué país!, exclamaba de continuo, ¡qué país, por Dios! Cada vez que haces dinero, estalla una revolución.”)
“Juárez… a bad town. Nothing but murder all the time.” (“Juárez… un mal lugar. Allí no hay más que asesinatos todo el tiempo.”)
“Violence came nearer –México is a state of mind.” (“La violencia se acercaba: México es un estado de ánimo.”)
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Tal vez el terrible secreto que Greene descubrió en México sea el mismo que descubrió Carlota, emperatriz. ~
* Tomás Garrido Canabal / Sin Dios, sin curas, sin iglesias, 1919-1935, México, Editorial Tradición, 1987.
(México, 1965) es editor, escritor y guionista de cine. Entre sus libros recientes se encuentran La soldadesca ebria del emperador (Jus, 2010) y El reloj de Moctezuma (Aldus, 2010).