Veo a Christopher Domínguez Michael como el penúltimo de los herederos de una familia casi extinta de hombres de letras. Esto no quiere decir que esté de acuerdo con él políticamente –las más de las veces no lo estoy, aunque ambos hayamos tenido padres que soñaban con una suerte de Cortina de Hierro épica y anacrónica, a la latinoamericana–. Sí pretendo que esto explique, en cambio, que su labor solitaria, impar y a contracorriente, como crítico literario e historiador, remonta cualquier desavenencia política e invita a rescatar ese bien que poco a poco nos ha sido mezquinado a cambio de plazas comerciales y, mal de males, tuitazos: el espacio público como metáfora de deliberación, desacuerdo e intercambio de pensamiento crítico. La densidad de ideas requiere de las alusiones perdidas de las que hablaba Monsiváis y aparece con un mínimo dominio del lenguaje, el mismo que, aprendo hoy después de años de leerlo, lo ha vuelto menos cáustico y muy dueño y señor de un sentido del humor felizmente judío, discreto, melancólico y que se activa las más de las veces con el autogol. Vean las páginas sobre El Aleph engordado. Son desternillantes.
Si algo nos enriqueció a quienes crecimos buscando los números de Letras Libres por las librerías y kioscos de América Latina, fue la excitación de esperar las últimas reseñas que allí aparecían, o los comentarios políticos de un señor que parecía intransigente con la más reciente moda editorial. Esa gravedad sobre los lectores, nobleza obliga, lo engrandeció a él mismo, que se volvió el crítico literario de cabecera de más de una generación que hacía sus pinitos pensando en cómo refutar o qué agregar a lo que acababa de leer, o guardando, como hice durante años, las impresiones que se podían descargar de la página web de Letras Libres. Célebre es, por ejemplo, la reseña de 2666, que apareció unos meses después de que muriera Bolaño.Por todo ello, me produce un poco de vergüenza ajena cuando a Domínguez Michael se lo tacha de escritor conservador. Esta afirmación es inexacta y temeraria. Domínguez Michael es un antimoderno, como lo pensaría su admirado Antoine Compagnon, en el sentido de que la modernidad llegó, pasó, permeó y dejó una estela de desencanto en quienes vivieron su promesa de ardor y revolución. Es posible que él no haya reparado en ello, pero de Domínguez Michael salen más especulaciones nostálgicas por el paraíso político perdido, que ideas reales de un proyecto de centro-derecha, por ponerle en un lugar más o menos arbitrario en el espectro político. Su antimarxismo no son las ideas candorosas pasadas por el fuego de la imposibilidad del final de los deseos humanos. Es la evidencia afligida, iracunda y tristísima de su inaplicabilidad, gulags incluidos.
El libro más reciente de Domínguez Michael es un compendio aumentado de Ateos, esnobs y otras ruinas, publicado en Chile hace ya más de dos años. Consta de crítica, reseñas y pequeñas semblanzas biográficas de autores que escribió en el periódico El Universal y en Letras Libres. En el libro, y como es costumbre en la obra del crítico, muy pocas veces asoma la indulgencia con los sentimientos, propios o ajenos. Sin embargo, el artículo que abre las más de seiscientas páginas que vendrán, “Las ruinas de Palmira”, cuenta como uno de esos pequeños grandes homenajes a la literatura y el conocimiento. Consumada ya la teletransmisión de lo que sea, acabada la tangibilidad de las cosas, conmueve la pequeña historia, casi artesanal, casi borgiana, de un crítico que, al enterarse de la destrucción de la ciudad donde reinó Zenobia a principios de la cristiandad, recuerda la pertinencia de un libro escrito en los años de la Revolución francesa, no únicamente por su título, Las ruinas de Palmira, sino porque su autor, el conde de Volney, se dio a la delicada empresa de convencer a cualquiera de sus lectores de la iniquidad de las religiones y los despotismos.
Escribe Domínguez Michael: “Las tiranías, concluyen Volney y su invocado guía, son hijas de la ignorancia y solo la sensibilidad inteligente, garantizada por las constituciones republicanas, desenmascarará a los curas y a los pastores, a los bonzos y a los brahmanes, a los rabinos y a los doctores islámicos, desterrando del mundo a la religión.” No creo que cristalice muy pronto esta desesperanza iluminada, el agnosticismo pesimista del crítico mexicano, pero sí alcanzo a intuir en esa decepción una muy humana derrota, la misma que aparece cuando el pensamiento trascendente se rinde ante la sinrazón.
Si hay algún título que no le hace favor a un libro, es el de Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI. Me parece que ni Maiakovski da para ser muy Sex Pistol ni todas las cabezas que analiza son figuras paradigmáticas de este nuevo siglo. Le hubiera venido mejor para su vasta compilación el muy discreto “Qué hacer con César Aira”, donde busca saldar cuentas con ese escritor que publica libros como se hornean pizzas. Domínguez Michael es más optimista que yo respecto del valor de Aira en la República Mundial de las Letras –“es uno de los ingenios mayores de nuestra prosa”, escribe–, pero confieso no haber leído un texto más convincente que el suyo, y esto, aunque no lo cuenta, tiene una razón clarísima: el crítico se lanzó a leer al menos una docena de novelitas aireanas antes de escribir sus reseñas, y quedó en poder del conocimiento para hablar sobre el autor. Lo destilado, esa mezcla de check –“ok, no está mal”– con “todavía no cantan las sirenas en estos mares”, produjo un compendio de pequeños ensayos persuasivo y clarividente sobre el novelista de Coronel Pringles. Domínguez Michael recuerda las deudas del argentino con Roussel y la necesidad de acoplar el discurso de las vanguardias con su obra predecible de tan impredecible. Afrancesado como es –¿como debería serlo, al menos en parte, todo crítico literario?–, su baúl de referencias procede de la capital misma de la ya mencionada República, de donde obtiene su caja de herramientas, y a la que le sigue otra caja, más pequeña, ajada y barnizada, de gustos y lecturas inglesas, de donde saca el resto de sus credenciales.
Especial atención presta el crítico a lo que hoy llama “guerras culturales” o al vocabulario inocuo que se inventó la academia gringa para no ofender a nadie e incluir a todos, algo que, a la larga, da como resultado que todo siga igual salvo el lavado de conciencia de la blanquitud frente a lo que le pesa cuando va a lloriquear a sus divanes. Sus revisiones de textos universitarios o de autores que proceden del mundo anglosajón, y discuten la cancelación, las políticas del deseo, las microrresistencias, decolonialidades o cualquier deslactosado procedente de la French Theory postestructuralista son iluminaciones inesperadas, viniendo de alguien no precisamente afecto ni interesado en las últimas tendencias del salón de clase o a los barrotes de la corrección política. Tengo para mí que Domínguez Michael sería un excelente profesor de La Universidad Desconocida, donde el ensueño del humanismo –lo idealiza demasiado hacia la derecha, debo decirlo– no tenga que ver necesariamente con las defensas reaccionarias de Allan Bloom o Saul Bellow, sino con la valoración del mejor y más fino pensamiento crítico, venga de donde venga. No lo será, bien sé que esta universidad originaria de la fantasía de Bolaño no existirá o existirá solamente en obras como las de Domínguez Michael, porque lo que ha ganado la academia con una pátina de falsa democracia lo ha perdido con la muerte de las discusiones sobre el canon –costoso precio que se paga en nombre de una representatividad cosmética y deslavazada– y el encumbramiento del relativismo cultural.
Lo que se desperdicia en la sequía mental de tachar autores, quemar libros, prohibir opiniones, cancelar carreras académicas enteras o desprestigiar y mandar al cadalso tradiciones literarias enteras es bastante mayor que lo que se obtiene como premio: una policía especializada en detectar cualquier indicio de las maldiciones históricas que persiguen al primer mundo, todavía incapaz de subsanarlas. El nuevo colonialismo –palabra que jamás usaría Domínguez Michael– viene con lo que nos enseñan que está permitido decir y lo que es deber callar o, incluso, apoyar y leer. Allá ellos, como dice el crítico, que para mí quedan George Steiner y Harold Bloom, Martha Nussbaum y Edward Said, descansando con los mismos maestros latinoamericanos que más al norte son leídos como anécdotas perspicaces o aventurados cerebros tropicales.
Es un alivio: Maiakovski punk y otras figuras del siglo XXI no sufre de estos males. Aquí se encuentran los ya citados más los escritores contemporáneos que, según el crítico, deben o merecen ser diseccionados. La universidad a la que asistimos sus lectores podría, bien visto, ser el recinto imaginario del pensamiento crítico, del espacio público y de la tozudez para que las ideas complejas, la erudición y la política no desaparezcan. ~
es crítico literario en Letras Libres e investigador posdoctoral.