No siempre el sueño tiene color ni movimiento:
es un estado, a veces. Y mi sueño de anoche
como el agua era verde y silencioso
y como el agua oscuro, quizá sólo el latir
de alguna cosa viva fluyendo bajo el cielo.
Pero un cielo mental, como cuando unos ojos
ven con una visión de ojos adentro:
no la vista sensible, ni el recuerdo
de la vista sensible; no el color
trémulo de una nube al desangrarse,
sino lo que, rojizo, como un eco de luz,
respira aún cuando el poniente calla.
Era un estado el sueño de anoche. No era el centro
sino la orilla, vecindad del mundo.
Antes de haber objetos, sustentando el objeto;
antes de existir yo, antes de aquel instante
en que diré “Yo soy”, y será aún un sueño,
pero sintiendo en sueños que, cuando abra los ojos,
al recodar aquello sabré que ya existía.
Nada podría aún arrebatarme
porque yo no era aún un ser: era tan sólo
un estado, una espera. A veces, viene al sesgo
una lluvia delgada, en las primeras noches
de un demorado invierno. El aire es casi frío
y el cielo es un fanal de oscurecida púrpura
y estas calles vacías parecen de otro tiempo.
Llovía así, fluyendo con dulzura,
aquel algo de muerte que en cada escaparate
se borra con la lluvia de ciudades de ayer.
Quería decir esto: esa clase de estado,
sin saber si se vive o se recuerda
aquel momento mismo que vivimos,
sin impulso hacia nada, sin sentir
que hay que abandonar algo o que algo es nuestro.
Ni desatarse ni tener. Yo era
lo que aún no podía decir que tiene nombre.
Al acecho, en espera de alguna identidad:
como el agua que fluye, como agua detenida,
idéntica al metal que ha de tañerla.
Luz de agua confundida con luces de metal:
para mis ojos, doble metal, metal de agua,
el metal de la mente y los sentidos,
una luz desprendida de ser luz,
una idea de luz. Porque el tema del sueño
es la idea del yo. Sentí, confusamente,
que en aquel resplandor inmóvil y verdoso
proyectaba unos actos, la sombra del que soy. ~
© Vuelta, 34, septiembre de 1979