Cuando entré a la unam en 1974, me inscribí en el curso que daba Monsiváis. El salón estaba abarrotado, a reventar, había algunos que no habían alcanzado asiento (¿o que no querían usarlo?). Llegó tarde, habló muy quedo, desde mi lugar y oídos la mitad inaudible, mascullaba frases ininteligibles. Sus fieles lo idolatraban sin que abriese la boca, el silencio se podía cortar con cuchillo. Se fue antes de que se terminara su tiempo, como asustado, tímido. No volvió a la segunda ni a la tercera clase. Yo dejé de asistir sin saber si volvió o si había quedado espantado para siempre de sus muchos seguidores; en realidad, en esos días sólo me interesaba oír hablar de poetas y a poetas.
Muchos meses antes de inscribirme fui a visitar la unam viajando en el tranvía de Revolución, pero no fue ahí sino en un camión, yendo a la glorieta de Insurgentes, donde encontré a alguien leyendo un libro. La escena era de por sí inusitada –en este país, quién lee–, pero mi sorpresa fue mayor cuando vi que el lector, un poco menos joven que yo y bastante lumpen, leía a Monsiváis, Días de guardar (“la erosión melancólica que hemos dado en llamar la vida nacional”). No comprendí la escena. Devoré con los ojos al lector milagroso, intentando explicármelo. Monsiváis me parecía barroco y complicado, yo creía que escribía en clave, lleno de alusiones para los entendidos –sí, de Días de guardar había leído con mis amigas su crónica del estreno de Hair (la abuela de Alicia había estado involucrada en ella). Yo venía huyendo de los happy few, quería ser escritora, marginal, y ver ese libro en manos de un lector callejero me hizo un efecto rarísimo.
Tardé años en comprender la grandeza de la prosa monsivaíta. Aun apreciándolo –cuando dejé de ser la radical “noquierosabernadaquenoseaexclusivamenteliterarioypuro”–, Monsiváis siempre fue para mí un enigma. Era un exquisito popular. Un elitista para todos. Un marginal que viajaba en el centro. Era muy leal a sus bromas, especialmente si sacrificaban a sus más queridos amigos. Recuerdo algún viaje en automóvil con él y Pitol, en que se ensañaban contra un poeta cercano a ellos, contando anécdotas de su vida que con crueldad convertían en pasajes desternillantes. Su máximo respeto era hacia la risa. Recuerdo muchas otras conversaciones –porque Monsiváis era un conversador excelso–, alrededor de una mesa, en casa con Alejandro Aura, caminando en la calle de esta u otras ciudades, en un aeropuerto. El humor de Monsiváis, su ojo con filo, su lengua envenenada, su escrupulosa malicia.
Lo recuerdo una vez que llegamos a Berlín, y él estaba desprovisto de ropa de invierno. Corrí con él por guantes, una gorra, una chamarra; por unas horas fue otro más de mis hijos. Regresó a México como volvía siempre, con su maleta llena de tesoros que había encontrado en no sé qué tiendas de objetos viejos.
Recuerdo otro viaje al que arribó contrito (¿a Madrid?, ¿a Frankfurt?): su equipaje se había extraviado en el nuevo aeropuerto de Milán, y contenía un grabado que había encontrado en alguna tienda de pulgas, un tesoro. Llegaba sin suéter, pero no se iba de ningún lugar sin haber escarbado aquí y allá hasta dar con joyas.
En Irvine, California, chez Jacobo Sefamí, la noche en que moría Paz, Monsi sacaba de su manga poemas completos y acotaba la plática con anécdotas de la Garro, del joven Paz, de otros.
Su brillantez y astucia, su memoria fotográfica, que él me explicó con pelos y señales, su desenfrenado apetito (intelectual y no), su voracidad como espectador y lector, su pasión por el poder (y por criticarlo), su apego morboso a los políticos, su amor por el arte popular y el exquisito, su acumulación de chismes y anécdotas, tan incomprobables como sustanciosas, su Amado Nervo, su Salvador Novo, su López Velarde, su irreverencia, su visita a Brooklyn –conversando en casa con neoyorquinos sobre detalles de la vida de esa ciudad con lengua de muy entendedor y muchas palabras–, su devorarlo todo (excepto el alcohol, los deleites gastronómicos y otras aficiones del confort burgués), sus chascarrillos y la profundidad de su filo; sus epigramas; su ojo para pescar perlas entre los puercos, no terminan por explicar el fenómeno que él ha sido, y que sólo tendría cabida en México.
En un viaje trasatlántico en avión, Monsiváis cruzó la noche con la luz encendida, la pluma en mano y leyendo. Así lo imagino aún hoy, en el otro mundo, si existe, y, si no, en este, frente a sus lectores. ~