Un día soleado de 1950, un pequeño grupo de hombres avanzó por el bosque de Milly, al sur de París, cerca de la casa que allí tenía Jean Cocteau, llevando una cámara cinematográfica. Era el reducido equipo de filmación de Un canto de amor, la película corta (dura 25 minutos) que Jean Genet escribió y pudo dirigir gracias a la producción de su amigo de la “mala vida”, y más tarde cineasta, Nico Papatakis. Rodada en 16 mm con actores en su mayoría naturales pero muy bien arropada por un equipo técnico de profesionales que incluía, como director de fotografía, a Jacques Natteau, colaborador en numerosas películas de Renoir, Carné y Autant-Lara, Un canto de amor es quizá el film más descarnado y sublime de algo que ha constituido en el cine un género peculiar y amplio, aunque sin duda Genet era ajeno a él, y sólo trataba de extender a la pantalla sus propias obsesiones y vivencias carcelarias, tan frecuentes en su obra literaria.
Especialmente cultivado por Hollywood, el género carcelario acaba de ofrecer fuera del contexto norteamericano dos ejemplos de gran calidad, Un profeta, de Jacques Audiard, y Celda 211, de Daniel Monzón. Ambas son muy distintas entre sí y radicalmente alejadas del mediometraje de Genet, que cuenta de modo muy escueto (es cine mudo) una historia de pasión (homo)sexual y ensueño erótico, a la vez que, sin subrayarlo, el autor de Las criadas ofrece la evidencia más elocuente del implacable sistema de poder imperante en las cárceles (los planos de los muros exteriores de la prisión que se ven al principio y al fin de Un canto de amor fueron rodados, de modo clandestino, frente a La Santé, el centro penitenciario que Genet tan bien conocía por dentro).
La película de Audiard, que ha sido saludada como una obra maestra desde que concursó el año pasado en el festival de Cannes y empezó allí a ganar los numerosos premios que viene recibiendo, tiene también una subtrama homosexual, que para mi gusto la enreda y la empeora. La homosexualidad gay y lesbiana es un topos casi inevitable, e incluso en la puritana producción hollywoodiense del período clásico afloraba, más o menos veladamente. Dentro del cine español, era esencial en un título reciente, parcialmente fallido, El patio de mi cárcel, de Belén Macías, situado en una cárcel de mujeres, si bien no aparece más de que refilón en Celda 211.
Jacques Audiard, hijo de Michel Audiard, famoso guionista de calidad (una qualité que los jóvenes de la nouvelle vague francesa execraban), es autor de una excelente película sobre la Resistencia, Un héroe muy discreto (1996), y de otra posterior, De latir, mi corazón ha parado (2005), cuyo mero título ya indica, a mi juicio, el riesgo de dudoso lirismo que amenaza a este director, por lo demás muy vigoroso en la narración. Partiendo de un guión nítido y bien ordenado de Thomas Bidegain y el propio cineasta, Un profeta cuenta la historia de una corrupción moral, la del joven Malik, un magrebí analfabeto condenado a los 19 a una pena de seis años. Malik (un muy convincente, y debutante Tahar Rahim) no es un asesino, ni siquiera una mala persona, pero la cárcel se encargará de cambiar su manera de ser y sus principios, hasta convertirlo en un capo tan sanguinario como aquellos encallecidos presos que le reciben con desconfianza y luego le buscan, unos por atracción física y otros por su determinación y su coraje. El relato fluye con precisión y energía, pero la trascendencia digamos profética de la historia, ligada a las visiones y sueños que tiene Malik, emborrona lo que sin ellos no habría dejado de ser una aterradora fábula sobre la imposible inocencia en un medio de violenta lucha por el dominio mafioso, un medio, por cierto, que existe con similar virulencia tanto dentro como fuera de las cárceles.
Más atractiva me resulta la película de Monzón, antiguo crítico en la revista Fotogramas y a mi juicio uno de los directores más estimulantes dentro del cine que ha elegido, el de los géneros tradicionales: la fantasía con toques de ciencia ficción en su opera prima El corazón del guerrero (2000), el thriller (La caja Novak, 2006), y la comedia bête et méchante en El robo más grande jamás contado (2002), que ya contenía brillantísimas escenas de prisión. Ahora Monzón, en su cuarta película de enorme éxito popular y amplio reconocimiento, adapta una novela (que desconozco) y, a excepción de unos desarrollos sentimentales que no acaban de funcionar en la parte final, iguala aquello que hizo grande, en su época dorada, al género penal: acción, tensión, angustia y brotes trepidantes emanados del propio universo concentracionario de la cárcel. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).