Dice Andrés Trapiello en su libro Madrid que la primera heroína que se vendió en los años ochenta en la ciudad fue en el Tito’s, el bar que estaba en los bajos de su casa de la calle Conde de Xiquena. La verdad, tiene que haber pasado el tiempo y algún que otro ramalazo de Eolo, porque lo que uno experimenta al invadir esa zona del barrio de Justicia que está custodiada por la parroquia de Santa Bárbara (de las pocas que no quemaron los desatados del 36) y la librería Antonio Machado, se ubica en las antípodas del vicio y el escándalo.
Uno de los riesgos de la escritura que huye de lo altisonante está justamente en conseguir deslindar la paz y el flujo suave de la rutina, de los peligrosos pantanos del sopor. Andrés Trapiello lleva años lejos de los focos, hilando a solas, o ante escasos testigos, una trama disociada del do de pecho, en la que no hay espacio para la épica y el ruido… pero con un pulso fino y acertado, y todo a manera de singulares diarios.
Más allá de ignorar el catecismo del género que relega la publicación de un diario para cuando su autor no está ya entre los vivos, en la colección que nombró Salón de pasos perdidos, compuesta por 24 tomos, el escritor ha querido también que exista una distancia entre el año de los apuntes y las confesiones, y el de su publicación. Eso, distancia, reposo, sosiego. En algunos casos distan tres años, pero en otros el vacío se ha alargado hasta ocho o, incluso, doce.
Sobre esta “novela en marcha” faraónica y otros asuntos dialogué con el autor del esencial Las armas y las letras en la paz de su reducto madrileño, poco después de la salida de Éramos otros, el tomo correspondiente a 2010 de la saga —especie de Episodios nacionales y Educación sentimental—, y a unos días de que el escritor cumpla 70 años.
Entonces no se lo dije, pero ahora, tras redondear lecturas, sigo viendo a Andrés Trapiello como un ejemplar de la generación del 98 que fue abducido por extrañas fuerzas mientras compartía con gitanos y almonedistas, capulinas y mirones, y recolocado en estos tiempos de trapicheo y pantalla; un relator sobre todo empecinado, comprometido con la escritura y con el testimonio, que no le teme a terminar sus días ante un único lector “en la biblioteca de una oscura universidad”.
Muy al inicio de Éramos otros fustiga usted a lo que llama “la policía montada de los diarios”, que le acusa de hacer trampas al corregir y publicar confesiones que hizo entre tres y doce años atrás. Luego, como para saldar cualquier rescoldo de duda, admite que los 24 tomos de la serie Salón de los pasos perdidos están compuestos por un 30 % de lo antiguo y un 70 % “de ahora mismo”, de retoque, de trabajo de mesa. ¿Espontaneidad o escritura?, se preguntaría uno de los agentes del cuerpo policial antes citado…
Esas cuestiones tienen una importancia relativa y pueden dar origen a controversias bizantinas. Antes tenía más ganas de bromear, y me reía un poco de los críticos y de los expertos. Los veía correr detrás de mí con un silbato como aquellos guardias cuando veían en un parque público besándose a una pareja de novios. Me decían, “eso que usted escribe atenta contra la moralidad autobiográfica, incumple varios pactos, empezando por el principal, que es el de la veracidad”.
Juzgamos aquí un libro que se escribe como diario y se publica como novela. No hay más misterio. Lo que mueve las novelas no es tanto la verdad (que los hechos hayan sucedido), como su verosimilitud: es decir, ficciones que aspiran a ser reales. ¿Cómo se logra esto? Tampoco lo sé. Hay que pensar también en que casi todo lo que es norma empezó siendo excepción. Lo que les llamó la atención a algunos críticos en el tomo primero de ese Salón, por heterodoxo, en el veinticuatro seguro que lo encuentran bastante académico. No hay que hacer mucho caso ni a las normas ni a las excepciones, tiene uno que hacer lo que le parezca en cada momento, seguir su instinto.
Y para responder a la última parte de su pregunta: la naturalidad lo es todo. Naturalidad en literatura no es espontaneidad. La naturalidad requiere atención y bastante trabajo. Para llegar a lo que decían Juan de Valdés y cinco siglos después Juan Ramón Jiménez («quien escribe como se habla será más leído que quien escribe como se escribe»), hay que escribir la misma página muchas veces. A base de esfuerzo y la piedrecita en la boca, Demóstenes se hizo orador. Elocuente no he sido nunca; ahora, con hablar de seguido y sin apresuramiento, me conformo.
Dice que “a la distancia adecuada, toda vida es novela”. Ahora, si el diario íntimo es el reflejo más directo y menos torcido de una vida, ¿no será esta colección de más de veinte tomos la más afanosa de sus novelas? ¿Una novela de novelas? ¿Una Comedia humana con menos épica? ¿La comedia comedida de un observador que lleva décadas gulusmeando aquí y allá (el verbo es vuestro, lo juro) y huyendo de las algarabías?
Lo bueno de hacer preguntas que contienen preguntas que contienen preguntas, como las matrioscas rusas, es que puede uno contestar lo que quiera. No lo sé. De veras que no sabe uno cómo funciona eso ni de dónde ha sacado fuerzas para llevarlo a cabo. Sé que en esos libros hay intimidad, porque la intimidad es la manera que tenemos de acercarnos a las cosas y a las personas sin destruirlas y sin destruirnos, claro. Y que hemos de hablar de todo con intimidad, si nos dejan. Y no decir en público lo contrario de lo que decimos en privado. Ha tenido uno una fe grande en la realidad. No hay otra cosa que esa fe. La vida es tan valiosa y completa, con lo bueno y lo malo, que me ha parecido que lo único que podemos hacer por ella es tratar de continuarla con fidelidad, sin estropearla, si es posible.
Desde hace más de 40 años, cada domingo, usted visita el Rastro de Madrid. Unas veces compra algo, otras no, pero siempre husmea. Ha dicho que valora las historias que cada objeto trae, algunas simplemente imaginadas, por ejemplo, a partir de las intriguillas que casi todos los libros viejos albergan (una nota, un billete de tren, ¡una pestaña!) para llegar al final al misterio de la vida de los otros. Todo esto está ligado a una frase de Galdós en Fortunata y Jacinta que suele citar: “por doquiera que el hombre vaya lleva consigo su novela”…
En el Rastro, los despojos suelen ser más elocuentes que la mayoría de las cosas que están en uso. Su atractivo es que llegan sin tontería, sin literatura, un tanto descarnadas. Normal: sus dueños han muerto por lo general unas semanas antes. Eso les añade cierta verdad. ¿Y cómo van a mentirnos, si son cosas que tienen un pie en el basurero? Y se da esta paradoja también: en el Rastro es donde hay más verdad, acaso por ser el único sitio en el que todo el mundo se miente, pero no se engaña, que decía Machado de dos gitanos.
El escritor cubano Lorenzo García Vega cuenta en Rostros del reverso su visita a ese mismo Rastro, el 9 de febrero de 1969, y su sensación de que los vendedores conservaban “los mismos resortes mágicos que emplearía un mercader de hace mil años”. ¿Le ocurre a usted lo mismo?
A medias. La impresión que sacamos de una visita al Rastro es muy diferente a la idea que tenemos de él después de ir cada domingo durante 50 años. A veces alguien con mucho talento puede en dos o tres visitas captar muy bien la poesía que hay allí. Le sucedió a Carlos Saura; le bastaron una o dos sesiones de fotos para descubrir la poesía del Rastro. En la primera visita te deslumbra, te parece algo sin explicación. Luego se relativiza mucho.
Decía Juan Ramón Jiménez que lo difícil de morirse es la primera noche. Luego todo va rodado. Las cosas que llegan al Rastro, por suerte, han pasado el trago difícil de la primera noche. Y por eso allí todo el mundo está contento, porque ven que lo que estaba a punto de desaparecer, resucita. Y las cosas que resucitan, te parecen eternas. El Rastro es el paraíso de las paradojas, que allí son un grado indiscutible de inocencia.
En varias ocasiones en Éramos otros me he tropezado con expresiones que remiten a lo que pasará cuando no estemos. “Cuando dentro de ochenta años los venideros nos llamen estúpidos, sepan que hizo uno lo que pudo”, dice. O esta otra, páginas adelante: “Dentro de ochenta años es muy probable que nadie se acuerde de ese artista…” ¿Visita usted el Rastro para constatar la perdurabilidad de los objetos y la fragilidad de la vida humana?
Lo de los «ochenta años» es un guiño a Stendhal. Es normal que quien no tiene un presente claro aspire a un futuro, aunque sea incierto. Voy al Rastro, sobre todo, a socializarme. Por lo general llevo una vida solitaria. Hay meses en que no salgo de casa más que para las gestiones en el barrio. La soledad te acaba desestructurando y volviéndote un maniaco. Las manías no son más que el orden sin armonía. Y en el Rastro parezco normal. Allí es todo tan anómalo que es muy difícil llamar la atención.
En el Rastro hay dos clases de buscadores: cazadores y pescadores. El cazador sale decidido a levantar la pieza allá donde esté escondida. Va atentísimo, lo mismo se trate de caza mayor que de la codorniz o del conejo. El pescador, por el contrario, se sienta junto al agua o va por la orilla tranquilamente esperando que el pez pique. Es mi caso. Lo normal es que no piquen. Pero no importa. El pescador está sobre todo atento a otras cosas, a los fresnos, al somormujo, a la ninfa, por si sale, que no sale nunca. Voy al Rastro, sobre todo, a distraerme.
“¿Sirve de algo que sucedan las cosas que no pueden contarse?”, se pregunta en Los caballeros del punto fijo, el tomo correspondiente a 1996. ¿Cómo ha manejado en la serie el asunto de la confesión y el pudor? ¿Hablamos solamente del diarista y de su diario íntimo o será que la importancia de no dejarse nada en el tintero de lo personal debería extenderse a toda escritura?
Lo cierto es que el tono confesional, la confesión o exposición de algunos hechos íntimos es muy clara en el momento de escribir, luego todo eso, con el reposo, acaba pareciendo de otro, de otros. No acabo de reconocerme en muchas de las cosas que cuento de mí, por lo mismo que los lectores, o algunos de ellos al menos, según me dicen, se ven a sí mismos en lo que cuento de mí que no parece mío. Un día, después de haber paseado por la ciudad, vuelves a casa y te dices: ¡Cuánta gente tan distinta he visto, con cuánta gente me he cruzado! ¡Cuántas cosas me han contado! Contamos mucho más de lo que creemos.
Por ejemplo, las confidencias que nos han hecho a todos en un tren personas a las que no hemos vuelto a ver nunca. ¿Cómo presumir de eso? No es mérito de nadie. Esta vida está hecha por todos. Eso sí, hay que estar atentos. El argumento de la obra no es otro que la atención. El amor, la muerte o el tiempo son asuntos banales, sin atención. En el diario hay muchos estados de tristeza y melancolía, pero de no haber sido uno una persona alegre, optimista y animosa creo que no habría podido vivir ni escribir. Sin atención y curiosidad seguramente no habría literatura.
Ha dicho que La fuente de Duchamp “liquidó hace cien años el arte”. ¿Tanto así? Fíjese que después vinieron Bacon, Lucian Freud, Basquiat y algunos otros…
Sí, esto ha ido a peor… y a mejor. Ahora es el cincuentenario de la muerte de Picasso. Si le digo la verdad, uno está un poco cansado de ver caras que tienen la boca donde deberían estar los ojos, y los ojos donde están las orejas. Me digo, si por fuera tienen todo tan descolocado por dentro será igual.
Me parece bien que guste Picasso, pero no lo echo de menos. Aunque también hemos mejorado algo: hasta hace unos años Picasso era una parada obligatoria, ahora no. Parecía que si no te gustaba él, no te gustaba la vida moderna o que tú no eras ni siquiera contemporáneo. Hay docenas de pintores con los que me entiendo mejor: de Velázquez a Van Gogh, pasando por Corot, Chardin o Cézanne. ¿Para qué perder el tiempo con Duchamp? ¡Mira que hay cosas bonitas y decorativas en la vanguardia, el cubismo, Schwitters, Cornell, Paul Klee y muchas más! Seguramente no son más que alta decoración y especulación monetaria, pero resultonas son. Y «visten un hogar».
Ahora, si hemos metido en casa una lavadora y una olla exprés, ¿por qué no poner a Picasso como un florero o en una pared? Sospecho que la mayor parte de esos pintores del siglo XX no hablan de lo mismo que hablan Van Gogh, Rembrandt o Velázquez o Solana o Gaya, que también son del XX. Tan trastos son la Gioconda de Duchamp como Las Meninas de Picasso. También Joyce y Homero tienen los dos un Ulises, pero estos no son parientes ni por rumores. Ahora, cancelar a Picasso por machista, como estamos viendo, también es una estupidez del monjerío feminista, otra de tantas.
En varios lugares ha sostenido que, al menos en lo que respecta a la arquitectura y las construcciones, lo que hoy nos parece feo será visto de otra manera dentro de 200 años.
Es algo que aprendí escribiendo el libro Madrid. Aquí hay más casas feas que bonitas; sin embargo, es una ciudad tan o más bonita que otras. ¿Por qué sucede eso? Creo que tiene que ver con nosotros, con cómo vivimos la ciudad. ¿Qué palacio se va a comparar con la habitación de la pensión de mala muerte en la que una noche vivimos el amor de nuestra vida? ¿Qué banquete iguala el trozo de pan comido con hambre y salud en buena compañía?
Desde luego que con el tiempo todo se pone, si no bonito, interesante. Basta darse una vuelta por cualquier museo. La mayor parte de lo que hay en ellos es tremendo, pero lo conservamos como un tesoro solo porque ha logrado sobrevivir. Si nos regalaran el contenido del museo arqueológico no sabríamos dónde poner tanto pedrusco. Los rescatamos para la Historia, pero difícilmente podríamos incorporarlos a nuestra vida, más allá de un sentido lato (la Historia también forma parte de nuestra historia, etcétera).
Con las ciudades es diferente, las casas se ponen bonitas porque tienen vida propia. Y cada una de ellas es, como decía Galdós de la de Fortunata, una novela. No hay otra explicación, la ciudad como la biblioteca de Alejandría, con libros para todos los gustos y necesidades.
También dijo en La Vanguardia en 1998 que “Dentro de cien años quizá lean libros que rechazaron este mismo año los editores o que los críticos reputaron mediocres”. ¿Cree de verdad que el tiempo tenga ese efecto sobre los libros?
Cuando no es cruel, el tiempo tiende a hermosear las cosas. Es ley de vida. Pensar que somos la medida de todo es ridículo. Muchas cosas que pensábamos definitivas se olvidan a los pocos años y otras que ni siquiera llegamos a ver, pasados unos años, cobran importancia. Chaves Nogales o Clara Campoamor han necesitado medio siglo para hacerse visibles. El Quijote, dos siglos para que se tomara en serio. El Quijote es la vida de Alonso Quijano, pero es también la nuestra, cuatrocientos años después. Conseguir eso no está en manos de autor alguno.
Es el tiempo el que decide qué libros están llamados a representar el pasado. No sirve querer, dicen en Extremadura. El tiempo no sé si es justiciero, pero sí bastante generoso regalándonos lo que era bueno y quitándonos de delante lo que se había vuelto un espantajo. Por suerte el trabajo de quitar y poner lo harán otros, cuando ninguno de nosotros sigamos aquí. Muchos se llevarían grandes berrinches.
Sabemos que, al morir, los escritores pasan por un limbo del que pocos levantan cabeza. ¿Cómo maneja usted el asunto de la trascendencia?
A poca gratitud que le tengas a algunos libros, esos que te cambiaron la vida, que te ayudaron a comprender el misterio del amor y de la muerte, que arrojaron alguna luz sobre la oscuridad que te rodea a lo largo de tu existencia, a poca gratitud que les tengas, decía, querrías hacer algo parecido. Darles a otros lo que otros te dieron a ti.
La verdad la sabemos entre todos, decía aquel pastor soriano a Giner de los Ríos. Y sí, algo diremos cuando estemos muertos. No hace falta ser artista ni escritor. Basta con ser un hombre común, cabal. Alguien lo oirá, alguien estará atento, alguien nos leerá un día. Aunque sea uno solo. Escribir y leer es una tarea que se hace en singular, de uno en uno. De silencio en silencio. La belleza y la verdad, según la formulación clásica de Keats, es una tarea común.
Dice en Las armas y las letras que es gran virtud “ser comprensivo con los malos pasos”, y que lo mejor es “aceptarlos con naturalidad, sin hipocresía y sin cinismo”. ¿Qué malos pasos puede exhibir a estas alturas, cuando llega a los 70 años?
Muchos habrán salido algo torcidos y en otros habré cojeado. Seguro. Qué se le va a hacer. Ahora, farsante no creo que haya sido: no he simulado nunca una cojera ni he presumido correr más que un gamo cuando podía hacerlo. He ido a mi paso y seguiré así, hasta donde me lleven las fuerzas.
Hace unos meses Vargas Llosa confesaba que no se arrepiente de nada. Esa confesión, como muchos saben, tiene varias lecturas. Usted mismo se despidió en 2020 de los lectores de La Vanguardia con el aviso de que en estos tiempos “hay que leer entre líneas”. ¿De qué se arrepiente Trapiello?
De haber perdido el tiempo. Sobre todo con asuntos de actualidad y gentes de nuestro oficio. Es un oficio triste el nuestro, en el que se malvive. Todos a salto de mata, pobreteando. ¿Que viene alguien a echarnos un sermoncico sobre la infamia de la ignominia y la ignominia de las infamias, y a denunciarnos en el tribunal progresista o reaccionario? Pues que lo eche. Perder el tiempo, en cambio, no tiene perdón. Y perderlo por asuntos o gentes por las que no sentimos la menor estima es uno de los misterios más grandes de la naturaleza humana. Lo malo es que no sé tampoco si los setenta años curan ese mal.
Veo que no le preguntan nunca por su familia en las entrevistas, pero este mes estamos celebrando número redondo, por lo que creo que podemos permitírnoslo. En Éramos otros habla de doña Julia, la mujer de Azorín, quien jamás se leyó libro o columna de su marido. Felizmente con Miriam Moreno ha ocurrido todo lo contrario…
Pues no será porque no haya uno escrito de la familia. Todo el Salón de pasos perdidos está dedicado a ella en cierto modo. Es, para nosotros, como una crónica familiar. Miriam es lo más importante de mi vida, y nuestros hijos también, y supongo que a la inversa es parecido. Cuando Miriam me corrige un texto o corrijo uno de los suyos o me brinda alguno de sus altos estudios filosóficos o ponemos en común lo que acabo de descubrir leyendo, sabemos que es igual de importante que freír un huevo o arrancar la motosierra y hacer que la casa funcione.
Ahora tenemos una empresa familiar, las Ediciones del arrabal, y parece que estuviéramos jugando con un mecano, como cuando mis hijos eran chicos. Ese trabajo común es una fuente de juventud. Miriam y yo nos quedamos mirándonos a menudo y nos preguntamos: «¡Cuarentaicinco años juntos! ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?». En realidad suena a un «¿Qué te parece si nos fugamos?». Y en eso andamos.
Ha dicho que hubo una época en España en que unos escritores escribían como Hemingway y otros como Faulkner. Usted, lo sabemos, no estaba en ninguno de esos grupos. ¿De quién se ha sentido más cercano?
Es imposible sentirse lejos de Cervantes o de Galdós. Pero hay otros. Baroja, Azorín, Machado, Juan Ramón Jiménez, Unamuno. Bastantes, por suerte. Y Leopardi y Keats y Emily Dickinson y Tolstoi y Stendhal… Y por supuesto, los contemporáneos. No puede uno concebir su vida tampoco sin amigos, diez o doce. Hasta veinte. Unos son escritores y otros no. Quizás quien haya llegado al final de esta entrevista se dice: «Pues vaya un solitario está hecho ese, con veinte amigos y demás seres queridos». Verá, la mayoría de mis amigos son solitarios como yo, los conozco bien. Cada uno lo es a su manera. No hay dos soledades parecidas. Nos vemos de vez en cuando, nos reímos, descorchamos unas botellas de vino, brindamos por la vida. Nos parecemos a los dos ermitaños del desierto que se veían al caer la tarde. También ellos contaban con un cuervo que les traía un pan en el pico. Y quien dice pan, dice vino. Al cuervo podemos llamarle, si usted quiere, literatura, y al pan, la providencia, la suerte, nuestra cara bonita, la que nos mantiene todavía jóvenes y pobres. Eso sí, pobres de lujo. Sacando fuerzas unos de otros para seguir solos. De silencio en silencio y de abrazo en abrazo. ~
(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.