El 12 de junio de 2023, Italia lloraba de pena por la muerte de Silvio Berlusconi. El 12 de junio de 2023, Italia lloraba de alegría por la muerte de Silvio Berlusconi. Y era el mismo día en que Italia, sorprendida por una noticia que para muchos italianos parecía solo una posibilidad, sin duda inevitable pero teórica y alejada de la experiencia colectiva, también se sintió perdida, porque Silvio Berlusconi ya no está. Al leer y escuchar la profusión de comentarios e intervenciones de los muchos nombres y rostros famosos de periodistas, políticos, académicos que son sus simpatizantes, sus admiradores o sus implacables detractores (la suerte y la carrera de muchos de los cuales han estado ligadas, de un modo u otro, a la figura de Berlusconi), en las televisiones y en las radios (muchas de las cuales fueron inventadas por Berlusconi), o los comentarios de la gente corriente, por la calle y en los bares, en las redes sociales, se diría, en efecto, que Italia busca la manera de dejar vivir un poco más al Cavaliere, para bien o para mal, y alejar así el momento en que tendrá que asumir la realidad de su fallecimiento.
Italia, como personificación abstracta, obviamente no existe. Los que existen son los italianos, que, con sus instituciones débiles y con sus formas de debate público cargadas de rencillas y desorden, se interrogan, cada uno desde sus propias convicciones, sobre el impacto de Berlusconi en la vida política, social y cultural de la península. No obstante, el recurso retórico ayuda a centrarse en un aspecto que trasciende la figura del Cavaliere: al preguntarse sobre su legado, los italianos reflexionan claramente sobre sí mismos. Es difícil y quizá prematuro descifrar el significado del berlusconismo en la historia italiana. Sin embargo, el final de Berlusconi pone de relieve, a través de las reacciones contrastadas, desorientadas y polarizadas que está generando en el mundo político y en la opinión pública, algunos factores profundos de tensión, así como conflictos irresueltos, de la sociedad italiana que puede ser interesante destacar.
Son elementos que se remontan a mucho antes del asunto Berlusconi y entre los que este, al menos inicialmente, encaja como un intento de solución, según el politólogo Giovanni Orsina –autor de un importante ensayo de 2013 sobre el tema, Il berlusconismo nella storia d’Italia [El berlusconismo en la historia de Italia]–. Para entender dichos elementos, la reflexión de Orsina, aún de actualidad, recurre a las categorías popperianas de sociedad abierta y sociedad cerrada, y a enfoques afines de la teoría política. “En La sociedad abierta y sus enemigos”, escribe el académico, “Karl Popper acusó a Platón de haber generado ‘una confusión duradera’ en la filosofía política al plantear la pregunta equivocada en la raíz de su pensamiento: ‘¿Quién debe gobernar?’ Según el filósofo austriaco, la pregunta correcta debería ser más bien: ‘¿Cómo podemos organizar las instituciones políticas de tal manera que impidamos que los gobernantes malos o incompetentes hagan demasiado daño?’ Bien: aquí, en la historia de la Italia unida y hasta nuestros días, la ansiedad por la modernidad y la necesidad y urgencia de identificar una clase política modernizadora han hecho que la cuestión de fondo haya seguido siendo en muchos aspectos la platónica”.
El análisis de Orsina, con el que estoy de acuerdo, gira en torno al carácter sustancialmente “platónico” que, desde la unificación, ha caracterizado las ideologías dominantes y los acontecimientos políticos en Italia, algo que para quienes han crecido en la península es fácil de reconocer. Desde las décadas “liberales” de la monarquía, pasando por el fascismo, hasta las doctrinas antifascistas que animaron la redacción de la Constitución republicana –simplificando: principalmente de dos matrices, democristiana y comunista–, la mentalidad de los italianos se ha modelado en torno a la idea de que la finalidad de la política es crear una sociedad “justa”, tanto desde el punto de vista ético como en su organización y en su capacidad de desarrollo y distribución de la riqueza. Desde esta clave interpretativa también se comprende mejor la escasa cohesión cultural y la elevada fragmentación de la sociedad italiana, en la que las diversas y abigarradas ideologías del “bien colectivo” platónico –de la derecha fascista y posfascista, de la izquierda comunista y socialista, del pensamiento democrático de matriz católica–, casi siempre ligadas a intereses particulares, se han convertido en marcas doctrinarias de facciones y agrupaciones de poder, entregadas al conflicto y a la amarga deslegitimación mutua.
Orsina de nuevo: “La reacción al fracaso de la clase gobernante ha consistido invariablemente, en todos los periodos de la historia italiana, en el intento de identificar una nueva clase política, por lo general también robustamente inclinada a la ortopedia y la pedagogía, cuya capacidad y moralidad garantizaran que estaba dispuesta y capacitada para por fin llevar a cabo la labor de reeducar y enderezar el país. De este modo, Italia ha seguido planteándose con insistencia la misma pregunta, la que Platón puso en la base de la filosofía política occidental –quién debe gobernar–, y ha probado y descartado una respuesta tras otra. Sin embargo, nunca ha llegado al momento que, según Karl Popper, marca el inicio de la modernidad democrática liberal: ‘cambiar no la respuesta, sino la pregunta, es decir, no preguntarse quién debe gobernar, sino cómo es posible construir un mecanismo institucional que permita la sustitución pacífica de los gobernantes cuando se les considere incapaces”.
La aventura de Berlusconi tuvo lugar, a partir de 1994, precisamente en el vacío de representación y poder generado por uno de los pasajes más dramáticos del intento “platónico” de descartar y sustituir a toda una clase política, ya avanzado en aquellos años por la vía de la moralización y la depuración judicial. Las investigaciones Tangentopoli de 1992 involucraron y barrieron a gran parte de la clase política y del mundo económico italiano, trastocando las estructuras y formas de gestión de la vida y los asuntos públicos de la llamada Primera República. La propuesta de Berlusconi que tomó el relevo en aquellas circunstancias contenía, sin duda, un elemento disruptivo de novedad, al menos en sus principios: hacer la transición hacia una democracia liberal moderna, abandonando todas las concepciones idealistas y precisamente platónicas, “ortopédicas y pedagógicas” de la acción política. Berlusconi, comenta Orsina, “ha introducido una profunda cesura histórica: antes de él, desde el Risorgimento hasta nuestros días, ningún líder político capaz de ganar elecciones y ascender a la jefatura del Gobierno se había atrevido a decir tan abierta y explícitamente, con descaro e impudicia, que los italianos están bien tal como son”.
Sin embargo, el problema de ese proyecto político fue su aplicación concreta. Los años de gobierno de Berlusconi tuvieron muy poco de reforma, en el sentido de reorganizar las instituciones y reforzar los sistemas de rendición de cuentas de los poderes políticos y administrativos, de desmantelar el corporativismo, de abrir los mercados a la competencia en detrimento del capitalismo relacional, de liberar al poder judicial de los ilusorios objetivos “éticos” de moralización social. Uno de los eslóganes utilizados para describir la llegada de Berlusconi fue el advenimiento de la “revolución liberal”. Esa fórmula un tanto oximorónica debería haber despertado sospechas en quienes esperaban una transición política y cultural efectiva hacia la democracia liberal. De hecho, anticipaba lo que estaba por venir: nada más que el nacimiento de una de las facciones de poder a las que los italianos siempre han tendido a afiliarse, la cual, tras las bromas circunstanciales bajo la bandera del marketing liberal, era sin duda funcional sobre todo a los intereses particulares del Cavaliere. En las décadas de 1990 y 2000, la sociedad italiana se polarizó en otro enfrentamiento “platónico” feroz, el existente entre berlusconismo y antiberlusconismo y entre quienes pertenecían, por fe o conveniencia, a uno u otro de los dos bandos. La transición hacia una sociedad verdaderamente abierta, en la que las instituciones que defienden la libertad de las personas frente a la arbitrariedad del poder hagan posible una sociedad cohesionada y fundada en la libre confianza entre los individuos, sigue huérfana e inacabada en Italia.
Traducción del italiano de Zita Arenillas.
Leopoldo Papi (@leopoldopapi) es periodista y director de Public Policy.