Hace unos pocos meses, la Universidad Politécnica de Cataluña fue escenario de un hecho escalofriante. Un grupo de profesores que trabaja en el módulo C3 del campus del Baix Llobregat elevó a la dirección una propuesta formal en la que pedía, de modo argumentado, que se retiraran las persianas exteriores del edificio, inaugurado unas semanas antes. Dichas persianas o celosías se componen de una serie de listones fijos cuya geometría ha convertido los despachos del edificio en una especie de lóbregas celdas de estudio, aisladas de toda alegría natural. La respuesta, como decíamos, parece un chiste macabro: no existe tal posibilidad porque el arquitecto se reserva los derechos de autor y, además, se opone a esa intervención. Como lo oyen. Ese hombre, a quien resulta indiferente que los despachos parezcan toperas cree, o bien que las persianas son un elemento estético indispensable y que por tanto han de permanecer en su sitio hasta el fin de los tiempos (por mucho que ello pueda molestar a los insignificantes seres que trabajan ahí dentro), o bien que cumplen una función. Ignoro cuál puede ser dicha función, pero tampoco creo que tenga ninguna importancia ni que los profesores del C3 la tengan en muy alta estima. Para rematar el episodio, el arquitecto ha recordado a las autoridades del campus, remitiéndose a esos mismos derechos, su deber de poner plantas en una de las barandillas del módulo, propuesta que tendría su gracia si no fuera porque nadie quiere hacerse cargo de regarlas.
Este absurdo episodio plantea distintos interrogantes, empezando por una dudosa diferencia de clase. Puesto que si un arquitecto puede impedir legalmente que toquen su obra, ¿no está en el mismo derecho el autor de cualquier proyecto técnico? O dicho de otro modo: ¿qué tiene un arquitecto que no tengan otros profesionales técnicos? Quizá alguno de ustedes se diga: “Bueno, de algún modo, un arquitecto puede considerarse un artista, lo contrario de un ingeniero, que es poco más que un operario que calcula integrales”. Pero esto no es cierto. Les aseguro que la misma sensibilidad de la que se jactan tantos arquitectos puede encontrarse en un proyecto de ingeniería o un teorema matemático. Y aunque quizás no sea de dominio público, los científicos pueden sentir el mismo placer delante de una demostración que frente a un soneto o la Victoria de Samotracia (Borges mismo se refería a la prueba de Euclides de los números primos como si fuera un poema). Es decir, un ingeniero o un matemático pueden poseer una sensibilidad especial –por mucho que dicha cualidad no se exprese de forma tan ostentosa como en arquitectura– y no por eso tratan de imponer sus juicios al resto del mundo.
Esto tiene una explicación. Un amigo arquitecto, titulado en la escuela de Barcelona, recuerda siempre que Enric Miralles –hombre de indudable talento– le hizo repetir más de un trabajo por falta de complejidad. Miralles no consideraba que esos proyectos carecieran de mérito, ni que incumplieran tal o cual especificación. El problema era su sencillez, algo que disgustaba a Miralles, como si el fin de la arquitectura fuera demostrar al mundo el genio del arquitecto a través de la dificultad de sus diseños. En el extremo de esta práctica el arquitecto puede, incluso, olvidarse de que trabaja para un cliente. Hace unos años se celebró en Barcelona una muestra sobre la obra de Miralles, en uno de cuyos paneles se veía una especie de columna, situada detrás de la barra de un bar. Nada más ver la foto uno sentía un alfilerazo en la rótula: parecía evidente que la propietaria tenía que haberse dado un sinnúmero de rodillazos contra la citada columna, impresión que quedaba refrendada en la nota explicativa. Pues bien, el señor que había dirigido la exposición, en vez de aceptar sucintamente que esa pilastra estaba mal puesta, responsabilizaba de los porrazos a la pobre mujer, a la que conminaba a “aprender a convivir con la columna”. En serio. Más adelante, en la misma exposición, los sufridos habitantes de un pueblo se lamentaban de la arbitraria distribución de los elementos urbanísticos en el diseño de una rambla, obra también de Miralles. La foto, la verdad, daba un poco de risa. Parecía un juego de locos, y los vecinos se quejaban de que no podían pasear tranquilamente y debían sortear un sinfín de obstáculos repartidos a lo ancho de la calle. Estas protestas, en palabras del organizador de la muestra, eran comprensibles desde el punto de vista del sentido común, a pesar de lo cual no parecían ir en perjuicio del proyecto, de modo que según ese experto una cosa puede ser la calidad arquitectónica de un paseo y otra muy distinta el sentido común. Este extremo permitiría al arquitecto colocar un grifo en el techo del baño o el retrete en el recibidor, sin atender las quejas del cliente, que estarían justificadas desde el punto de vista del sentido común, pero no necesariamente por la autoridad del arquitecto.
Desconozco en qué momento hace su aparición esta costumbre –quizá haya que remontarse al período romántico, en que el mundo entero se convierte en expresión y materia del ego del artista– pero en cualquier caso no es un fenómeno reciente. En la primavera de 1928, el matrimonio formado por Pierre y Emilie Savoye encargó el diseño de su casa de campo de Poissy, en las afueras de París, a un arquitecto conocido internacionalmente por sus tratados teóricos, en los que propugnaba la abolición de toda ornamentación en arquitectura. Inspirándose en tales principios, y en contra de los usos de la región, el arquitecto sustituyó la tradicional techumbre de dos aguas por una cubierta plana, audacia que le valió el aplauso unánime de sus compañeros de profesión. Entretanto, una semana más tarde de que los Savoye ocuparan la villa, apareció una gotera en la habitación del hijo, con tan mala fortuna que el pobre contrajo una neumonía y tuvo que pasar un año recuperándose en un sanatorio de Chamonix. Seis años más tarde, en setiembre de 1936, la situación era tan insostenible que Emilie Savoye remitió al arquitecto una carta desesperada que incluía el siguiente párrafo: “Llueve en el recibidor; llueve en la rampa, y la pared del garaje está empapada. Más aún, sigue lloviendo en mi baño, que se inunda cuando hace mal tiempo porque el agua se filtra a través de la claraboya”. Y así sucesivamente. El arquitecto, que en un gesto de realismo práctico se comprometió a subsanar las filtraciones, no se resistió sin embargo a recordar a la señora Savoye las alabanzas que su cubierta había recibido en todo el mundo. A ese señor, en suma, le interesaba más la aprobación de sus colegas arquitectos que la neumonía del hijo de los Savoye, enorme despropósito que, no obstante, no hizo mella en su popularidad; todo lo contrario, puesto que con el tiempo se convirtió en uno de los apóstoles de la modernidad bajo el seudónimo de Le Corbusier.
En fin, existe una enorme cantidad documentada de ejemplos similares. Sin ir más lejos, puede citarse el reciente contencioso que han mantenido Isozaki y Calatrava por el puente Zubizuri en la ría de Bilbao. Pero creo que no merece la pena aburrirles con nuevos detalles. No pretendo, además, insinuar que la práctica aquí descrita sea mayoritaria entre los arquitectos –esto es algo que nadie ha determinado estadísticamente– a pesar de lo cual parece más presente en la arquitectura que en otros campos. Las causas, como se ha visto, pueden resumirse en lo que se ha llamado conciencia de clase. Espero, con todo, no haber ofendido a nadie ni molestar al lector si termino el artículo con la siguiente petición. Señores arquitectos del mundo (entiéndase, señores arquitectos del mundo que padecen la manía aquí descrita): bájense de sus pedestales. El mundo se lo agradecerá. Y los resignados profesores del edificio C3 del campus del Baix Llobregat, a lo mejor, consiguen no morir de tristeza en la penumbra de sus despachos. ~
Barcelona, 1970) es profesor de la Universidad Politécnica de Cataluña. Ha colaborado con la revista Lateral y con Cultura/s, suplemento de La Vanguardia.