La frase “Todo el mundo es especial” puede ser la expresión más radical de la actual convulsión cultural de la anglosfera. En realidad era el título (y el estribillo) de una canción cantada por primera vez en 2005 en el episodio final de “Barney”, un programa de televisión enormemente popular cuyo público objetivo eran los niños pequeños, es decir, niños que, como se decía en la época en que los adultos no querían ser poco más que niños mayorcitos con vida sexual y dinero (es decir, todas las épocas anteriores), todo el mundo entendía que no habían alcanzado aún la edad de la razón. Una afirmación hecha a niños pequeños cuyo mayor éxito es infantilizar a quienes la pronuncian. Por supuesto, como afirmación lingüística no tiene sentido. Porque si todo el mundo es “especial”, entonces nadie es “normal”, en cuyo caso ¿para qué mantener la palabra “especial”? Y ya que estamos, seguramente en un mundo en el que todo el mundo es bello –el otro lugar común para sentirnos bien– ya no hace falta la palabra “belleza”.
Esta cultura se está suicidando intelectualmente, siguiendo la letra de esa canción enfermizamente dulce de “Barney”. Pero ¿qué otra opción tiene? Porque una vez que la creencia de que todos somos especiales y de que todos somos bellos ya no puede ser cuestionada, entonces el corolario ineludible debe ser que todos somos también brillantes –a nuestra manera, por supuesto: diversidad, siempre diversidad. Esta convicción ya domina el sistema educativo, sobre todo en la enseñanza primaria y secundaria. Nadie debe suspender; de hecho, los alumnos deben obtener una calificación superlativa o simplemente se supone que no necesitan recibir ninguna calificación. Porque, dado que todos los estudiantes son especiales, bellos e inteligentes, proceder de otro modo sería el colmo de la injusticia.
La cosa no acabará ahí: el lugar de trabajo será el siguiente, y esta generación y las siguientes, que crecieron oyendo que todo lo que hacían era maravilloso, tendrán grandes problemas para reconciliarse con que en el lugar de trabajo se les diga que deben ser juzgados en función de su rendimiento real. Dicho esto, es probable que la crisis dure poco. En la era de la inteligencia artificial, cada vez habrá menos lugares de trabajo en los que trabajen seres humanos, muchos de los cuales, por su parte, es probable que se encuentren guapos y especiales… y sin trabajo. Los guionistas de Hollywood y el personal de los medios de comunicación ya lo están descubriendo. Y al ritmo que van las cosas, en comparación, al menos, la economía gig va a parecer humana. Pero donde todo esto empieza es con el envilecimiento del lenguaje, o, más exactamente, el aplastamiento del realismo lingüístico en nombre de un utopismo que depende del eufemismo. Porque sin lenguaje no puede haber razón, y sin razón no puede haber futuro, al menos no uno decente.
Publicado originalmente en el Substack del autor.
Traducción del inglés de Daniel Gascón.
David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.