Otra cartografía

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Arno Peters, cartógrafo berlinés, fue cuando menos un tipo vigoroso: diseñó un sistema de escritura musical que aprovechaba los colores para diferenciar las notas; propuso una línea de tiempo donde cada siglo, desde el XXX a.C. hasta nuestros días, abarca idéntico espacio independientemente de lo que en este ocurriera; también cofundó el Instituto para la Historia Universal de Bremen; y cultivó fama mundial al publicar, en 1974, el polémico mapa que lleva su nombre.

Durante su vida, Peters señaló las implicaciones políticas del mapeo, una actividad impregnada, según él, de la dinámica de poder. De acuerdo con Peters, el mapamundi al que estamos acostumbrados –común en atlas escolares y adoptado por Google Earth–, llamado Mapa Mercator, representa de modo injusto el tamaño de ciertos países, sobre todo de los subdesarrollados. Gerardus Mercator, su creador, lo publicó en 1569, y desde entonces es la guía utilizada por los navegantes dada su representación acertada de las formas continentales y, por ello, de las líneas de travesía. Sin embargo, dicho mapa aumenta la escala de los objetos hacia los polos (por regla general, naciones desarrolladas) y achica los que están en torno al Ecuador (casi siempre países pobres).

Esta deficiencia del Mapa Mercator es notoria en el “problema de Groen-landia”, consistente en que dicha isla aparenta ser del mismo tamaño que África, pero este continente es catorce veces más grande.

Peters aboga por un espejo realista que sea imparcial y justo al tiempo de reflejarnos. Por eso su proyección –una de las imágenes más debatidas de la cartografía, e incluso del mundo– surge en contraposición al Mapa Mercator, y se precia de representar acertadamente el área de cada país sin reparar en su PIB, su poder militar o su influencia cultural –ni tampoco, ay, en las necesidades de navegación–, por lo que se ha convertido en bandera del pensamiento de izquierda: este mapa condensa una lucha social que exige equidad en el retrato del mundo, y resulta tan cautivante que ha vendido, a la fecha, más de ochenta millones de copias.

No obstante esto, el mundo de la cartografía –celoso de su antiguo y maravilloso oficio, que es mitad lírico y mitad técnico, como la literatura– se opuso tajantemente al éxito de Peters, y surgieron en torno a su proyección diversas polémicas. Miembros del establishment cartográfico argumentaron que la Proyección Peters respetaba el tamaño, mas no la forma; que no era ninguna novedad, pues ya existían, de entre los más de mil cien mapamundis sobrevivientes de la historia, otros precisos en materia de área; también acusaron a Peters de plagio, ya que no existían diferencias sustantivas entre su proyección y otra precedente, publicada sin éxito en 1855 por James Gall, un clérigo escocés. Esta última denuncia fue fortalecida, según algunos, por el hecho de que Peters cedió el proyecto a cierto cartógrafo con credenciales suficientes para lidiar con los tecnicismos, que afligían al autor. Cierto o falso, la Proyección Peters provocó un rico afluente de ideas acerca del hecho de cómo nos miramos.

Para neutralizar la polémica, siete agrupaciones geográficas de Estados Unidos publicaron un texto en 1989 y 1990. En este argüían que no existen mapas perfectos; que ninguno puede librar el dilema de representar de modo correcto tamaño y forma; que la distorsión es un requisito natural cuando se trata de reproducir el orbe –esférico, tridimensional– en un papel plano; que la imitación más fidedigna de la Tierra es un globo terráqueo; y, por último, aseveraban que ninguna proyección cilíndrica, incluidas tanto la de Mercator como la de Peters, evita los problemas intrínsecos del mapeo.

Los sabios que firmaron el documento intuían algo: que a veces la distorsión es el modo correcto de representar las cosas. Si pensamos en los mapas como mensajes, entenderemos que interpretan la realidad y la reproducen de acuerdo con ciertas necesidades y limitaciones: qué incluir, qué dejar fuera, qué mostrar en un lugar ligeramente alterado, ese es el oficio del cartógrafo, símil directo del escritor. El mapa del Metro de la ciudad de México, por ejemplo, no respeta con precisión la escala, ni los giros, ni las distancias, pero sí el orden de las estaciones, con lo que cumple su propósito. Por ello los mapas no son correctos ni incorrectos: sólo tienen ventajas o desventajas, son adecuados para algo o significativos para cierta audiencia.

La Proyección Robinson, adoptada en 1988 por la National Geographic Society, no preserva las proporciones (como el Mapa Mercator) ni el área (como la Proyección Peters), y abandona ambas trincheras en favor de un compromiso, lo que resulta en una mejor visión de conjunto. Aunque no es válida para navegar o para medir áreas, funge –y muy bien– como espejo: sirve para mirarnos de modo fiel. Y eso, hay que decirlo, resulta tremendamente estimulante. ~

 

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