No se han dejado de contar las funciones y tareas que el gobierno de López Obrador, inconstitucionalmente, ha otorgado a las fuerzas armadas. Paradójicamente, la ramificación más destructiva de esta tendencia se ha ocultado de esas largas listas. Hay un punto de inflexión en el cual los números se convierten en algo más: suficientes cambios en cantidad conducen a un cambio cualitativo. Si no podemos dejar de contar, lo esencial ya no son los números.
La militarización, una política anteriormente enfocada sobre todo a la seguridad pública, ha desbordado y mutado en un fenómeno distinto y más peligroso que ha dañado profundamente el sistema político mexicano: el militarismo. La inauguración de esta tendencia fue un episodio que solo no fue triste por ser aún más bochornoso, al venir envuelto con los aplausos de quienes más fervientemente habían condenado el uso de las fuerzas armadas en tareas de la seguridad pública en México.
Al inicio de su administración, por medio de una reforma constitucional, Andrés Manuel López Obrador propuso entregar la seguridad pública a la Secretaría de la Defensa Nacional, creando una guardia nacional militarizada. Esta primera demanda fue rechazada, pero logró, por su desproporción, distorsionar los criterios de lo admisible. En un segundo acto, ya con cualquier parámetro de normalidad derrumbado, y con la victoria pírrica de la sociedad civil, quedó instalada una guardia nacional en la constitución con el disfraz de un control civil, que previsiblemente se convertiría solo en eso, un disfraz.
A pesar de la ya muy evidente corrupción política e institucional de este proceso, persisten dos errores e ingenuidades al hablar del militarismo que hoy carcome a las instituciones mexicanas. El primero consiste en repetir que se trata de una estrategia de seguridad pública. El militarismo es, en realidad, parte de un proyecto político más amplio de concentración de poder y destrucción institucional que pervierte al ejército, sustrayéndolo de sus funciones constitucionales para convertirlo en un actor fiel y central de una ambición política. Incluso es un error sostener que el militarismo es una estrategia de seguridad fallida. El discurso de la seguridad fue el endulzante y eufemismo con el que se ocultó la intención política. Construir cuarteles, hacer rondines, cambiar el color de los uniformes y, sobre todo, bajo la orden de no enfrentar al crimen organizado, es lo opuesto a una estrategia de seguridad.
El segundo error consiste en sostener que en esta involución se está fortaleciendo a las fuerzas armadas. Inundar al ejército de recursos y otorgarle responsabilidades que no puede cumplir lo corrompe, no lo fortalece. El principal activo de las fuerzas armadas no es el dinero que ya hoy obtienen de negocios, contrataciones públicas opacas y presupuestos inflados, sino su institucionalidad y la estima social de que gozan. Desde luego que los recursos, prerrogativas y las nuevas posibilidades de corrupción implican poder, pero a costa de la acreditación social que les tomó décadas obtener. La corrupción y abusos que genera el militarismo atraerán reflectores mediáticos, nacionales e internacionales que las fuerzas armadas no están políticamente preparadas para enfrentar. Con el militarismo, las primeras damnificadas han sido las fuerzas armadas.
Mientras la antigua militarización de la seguridad publica implicaba cierta cautela, sigilo e incluso renuencia (no se alardeaba del uso de las fuerzas armadas), en el militarismo dicha discreción degrada en un alarde vulgar; en propaganda y amenaza. El protagonismo militar de hoy tiene que estar bien claro para todos.
Con todos sus defectos, el sistema político mexicano posrevolucionario había logrado crear un acuerdo pragmático e inteligente con las fuerzas armadas; una sana distancia. La cantidad de golpes militares en la historia de América Latina da cuenta de que no eran equilibrios fáciles de lograr. El acuerdo en México implicaba un intercambio de autonomía e independencia (desde luego también opacidad) en sus procesos internos, a cambio de distancia de la política y las esferas civiles. El militarismo ha pervertido este balance, que ya ha quedado claro con amenazas recientes como la inclusión de la presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en una “lista negra” por parte del general a cargo de la Guardia Nacional, o con el general secretario apoyando y llamando a votar por el proyecto político de Morena. Ambos eventos hubiesen sido impensables para las élites de un ejército que, hasta hace poco, conocía y respetaba su lugar dentro del Estado mexicano.
El militarismo, dentro de la destrucción institucional de la que forma parte, genera un círculo vicioso: desplaza y exacerba el deterioro de lo civil. Con el argumento de que las instituciones civiles son ineficaces y corruptas se justifica la captura militar, lo que a su vez profundiza aún más, o vuelve realidad, el discurso inicial. En instituciones de por sí ya endebles, la lógica militar convierte en superfluas y prescindibles las consideraciones civiles y vuelve creíble la manipulación de que un remplazo o captura es necesario. Esta estampida ya ha creado un desequilibrio político frente al ejército. En un país de instituciones frágiles, ¿qué ministerio público, juez o presidente municipal se le pondrá enfrente al ejército?
Sin embargo, el fruto envenenado del militarismo, disfrazado de eficiencia, opera en un doble sentido porque, al debilitar instituciones, el tablero de control institucional cada vez es más corto, convirtiendo al gobierno en rehén de sus propios instrumentos. El problema no se revierte fácilmente porque el militarismo también es resultado de un talante psicológico. Es una forma de entender el poder: vertical, con menos intermediarios, sin cuestionamientos. Es una forma de imposición. Una forma de no tener que explicar casi nada.
La lógica y los procesos de toma de decisiones de la esfera militar son antitéticos a los que deben prevalecer en las instituciones de una democracia, en donde debe predominar la deliberación, los contrapesos, y no únicamente un sentido de obediencia, eficiencia y órdenes rígidas: la otra cara de la disciplina es la falta de flexibilidad y la incapacidad para corregir errores. Pero el daño es doble. Las fuerzas armadas no solo corrompen las dinámicas de las instituciones civiles, sino que ellas mismas, para intentar cumplir con la creciente colección de funciones que les son entregadas, necesitan transgredir las cualidades que les son propias.
Por estas razones, el militarismo es inconstitucional. El articulo 129 constitucional es claro en los límites que deben respetar las fuerzas armadas: “En tiempos de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar”. Los controles civiles y jurídicos tradicionales no están diseñados o preparados para operar en contextos donde las fuerzas armadas ocupan un papel preponderante, ni para lidiar con las excepciones, opacidad, privilegios y fueros propios de las estructuras y actuaciones militares de manera recurrente y exponencial. Debido a esta incompatibilidad con la lógica democrática, el derecho nacional e interamericano ha insistido tanto en el principio de excepcionalidad que debe regir en el uso de las fuerzas armadas en una democracia. Sin embargo, para un movimiento donde casi todo es botín, lo inconstitucional ha degradado ya, si acaso, en inconveniente.
Las instituciones son antípodas y dique de las ocurrencias. Pero cuando ya todo opera bajo la lógica de una ambición personal, los horizontes y plazos que deberían regir en las políticas de Estado y para las instituciones, se colapsan. Estamos en el agandalle del día a día, en la victoria del corto plazo que necesita servirse del prestigio y capacidades de las fuerzas armadas para cumplir el capricho diario.
Pero nada de esto es un privilegio. Corromper la lealtad de las fuerzas armadas al Estado mexicano y a la constitución, a cambio de fidelidad a un movimiento político, o peor aún, a una ambición personal, convierte al ejército en factor de inestabilidad política, contrario a su responsabilidad histórica de brindar gobernabilidad por encima de coyunturas políticas. Una vez más, la irresponsabilidad y el delirio se traducen en incertidumbre y riesgo para el país. El militarismo es una degradación política y moral. Un ataque y ofensa para una institución fundamental del Estado mexicano, además de una traición a los miles de soldados y marinos que decidieron formar parte de las fuerzas armadas por las razones correctas. En parte, dependerá de ellos que esta humillación, cada vez menos oculta, lleve a un desentendimiento. ~
es abogado y estudiante de política y seguridad internacional.