The Greek passion 2023. Foto: SF/Monika Rittershaus

Lecciones salzburguesas II: la ópera y nosotros

El director de escena Simon Stone defiende que las puestas de ópera estén ambientadas en la actualidad. Los resultados no siempre son sobresalientes.
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En ocasión del estreno de su versión de Lucia di Lammermoor de Donizetti en el Met en 2022, el director de escena Simon Stone postuló la necesidad de que las puestas de ópera estuvieran ambientadas en la actualidad: “Siempre intenté situar todas mis óperas en el entorno de la gente que las está viendo. El regalo de Donizetti fue crear algo verdaderamente intemporal. El escapismo de ver una obra ambientada en otra época puede resultar un alivio pero no es una experiencia tan transformadora como la que se produce cuando decimos: ‘Esto trata sobre mí. Sobre mi familia, mis amigos. Sobre nosotros’”. Para Stone, ambientar una ópera en el momento en que fue compuesta –o en el momento en el que transcurre tal como el libreto está escrito– no es ser fiel al compositor, sino que constituye, por el contrario, una traición. “Esa música fue creada para ser totalmente contemporánea. Creo que es una estafa hacer que sea menos contemporánea de lo que es”, dice.

Stone presentó su versión de The Greek passion, con música y libreto de Bohuslav Martinů, en la última edición del festival de Salzburgo. La premisa de la ópera es atrapante: el sacerdote de un pueblo griego reparte roles entre sus feligreses para una representación de la Pasión de Cristo en la Pascua del año siguiente. La idea es que todos tengan el tiempo suficiente para consustanciarse con sus respectivos papeles. Y así sucede: para dar una idea, la novela de Nikos Kazantzakis en la que se basa la ópera se llama Cristo recrucificado. La acción se ve motorizada porque ni bien el padre Grigoris ha designado al elenco (el campesino Manolios será Jesucristo, una viuda será María Magdalena, el mercader Yannakos será Pedro, etcétera) llega al pueblo un grupo de refugiados en estado de total indigencia. Grigoris los rechaza y los acusa de traer el virus del cólera. El pueblo sigue los pasos del sacerdote, excepto por aquellos pocos que ya habían recibido sus roles para la Pasión, que estaban empezando a vivir sus nuevas vidas y que como buenos cristianos toman partido por los pobres refugiados.

En la novela de Kazantzakis (y en la adaptación cinematográfica de Jules Dassin), queda claro que el infortunio de estos refugiados se debe a cuestiones políticas, pues el lugar donde vivían había sido arrasado por los turcos. En la ópera, todo está presentado de un modo más abstracto, pero Stone le devuelve la carga política a la historia: los refugiados están tratando de llegar, con sus andrajos y sus bidones de agua vacíos, a algún pueblo europeo más o menos próspero.

The Greek passion 2023. Foto: SF/Monika Rittershaus

En la misma entrevista en que argumenta en favor de las puestas “actualizadas”, Stone hace un paralelismo entre la ópera y la pintura: “La ópera tiene la extraordinaria capacidad de hablar acerca de algo que se ha convertido en mítico a través de la sublimidad de la música y al mismo tiempo permite reflexionar sobre la experiencia contemporánea de una manera que nos hace, como seres humanos contemporáneos, sentir que es posible que nuestras propias vidas sean sublimes. Es también lo que sucede cuando Caravaggio toma a un campesino italiano real, o a alguien de la calle o a una prostituta, los introduce en una historia bíblica y nosotros decimos: ‘La Biblia significa algo para mí, y para nosotros’. Eso es lo que la ópera ha estado haciendo desde sus comienzos, que digamos: ‘Trata acerca de nosotros’”. Parece como si al momento de elaborar estas reflexiones, con estos campesinos que se ven tan intensamente involucrados con la Biblia, Stone ya estuviera pensando en la ópera de Martinů que iba a presentar al año siguiente.

Cabe preguntarse si al darle a la ópera una carga política que el compositor había omitido deliberadamente Stone lo está traicionando o no. Hay de todas maneras un problema mayor, del que ni Stone ni el público pudieron escapar pese a la magistral dirección orquestal de Maxime Pascal: la música de esta ópera no es nada sublime. La partitura de Martinů, totalmente incidental (el compositor estaba obsesionado con la televisión), conspira contra que veamos nuestras propias vidas transformadas en mito. Si hay una interpelación al espectador, se consigue exclusivamente a través del libreto y quizá sea sobre todo mérito de Kazantzakis. ¿Quién puede no sentirse conmovido por la figura de un sacerdote que expulsa y degrada en lugar de unir? ¿Quién no se habrá sentido tocado cuando se empleó una enfermedad como pretexto para sojuzgar a los demás, como sucedió tantas veces en la historia? Ni siquiera hace falta trasladar la ópera al drama de los refugiados en Europa para hacerla hablar acerca de la actualidad.

Sí es sublime en cambio la música que Verdi compuso para Macbeth, también presentada este año en Salzburgo. Como suele suceder con Verdi, música y libreto se impulsan mutuamente y hace avanzar el drama de modo arrollador. La dirección orquestal de Philippe Jordan, a cargo de la Filarmónica de Viena, fue drástica y vivaz. La escuela historicista de interpretación musical ya saltó las fronteras del barroco y el clasicismo y su feliz influencia se hace sentir aun en otros repertorios y en orquestas tradicionales. Asmik Grigorian y Vladimir Sulimsky como el matrimonio Macbeth se destacaron no solo por su musicalidad sino por sus actuaciones. ¿Y de qué actuaron, precisamente? La puesta de Krzysztof Warlikowski presenta una serie de elementos o situaciones más bien difíciles de descifrar (Lady Macbeth parece ser infanticida y estéril al mismo tiempo, por ejemplo, y Macbeth mismo se castra sobre el final de la ópera), pero algo está bastante claro: se trata de una pareja de líderes fascistas de la primera mitad del siglo XX, y parte de la escenografía y del vestuario nos permite ser más específicos todavía: Lady Macbeth es Eva Perón.

Macbeth 2023. Foto: SF/Bernd Uhlig.

Una puesta de ópera contemporánea que funciona bien permite iluminar aspectos tanto del material original como de la situación presente a la que se reconduce ese material. Dicho de otro modo, a veces las puestas de ópera nos permiten aprender cosas acerca del mundo que nos rodea. Hay mucho de Lady Macbeth en Eva Perón. De todos modos, aunque en este caso decididamente la ópera “se trata de mí”, conviene no ser dogmático: una ópera puede hablar acerca de nosotros aun cuando no lo haga explícitamente como en este caso. En particular, Shakespeare siempre hablará de todos nosotros, porque logró captar rasgos universales y ponerlos sobre el papel. Se alimentó de la humanidad tanto como la humanidad luego se alimentó de él, y somos quienes somos en parte gracias a sus obras.

La puesta de Martin Kušej para Las bodas de Fígaro también permitió una mutua iluminación entre la historia original y su ambientación. La ópera de Mozart y Da Ponte cuenta “un día de locura” (tal el subtítulo de la obra original de Beaumarchais) durante el cual Fígaro y su prometida Susanna intentan que el Conde de Almaviva, a cuyo servicio se encuentran, no ejerza como pretende el derecho de pernada sobre Susanna. La puesta de Kušej permite darles un nuevo significado a ciertos elementos que en una puesta más tradicional y recostada sobre el aspecto cómico de la historia pueden perderse de vista. El Conde de Almaviva es un capo mafia y en los primeros cinco minutos de esta puesta matan a alguien a tiros, por lo que algunos de sus parlamentos, como “¡Ah, estoy desarmado!” y “¡A las armas, a las armas!”, adquieren una gravedad mayor. Su presunto “derecho de pernada” se vuelve algo terriblemente violento en lugar de un mero enredo de la trama. Basilio, en lugar de ser un inocente maestro de música, es un oscuro sacerdote y sus intrigas se vuelven mucho mas amenazadoras.

La gran dificultad de la puesta llega al final, cuando el Conde canta “Contessa, perdono” (“Perdón, condesa”). Se trata de una de las melodías más bellas del compositor, como si Mozart estuviera dándole al Conde la posibilidad de su redención. La nobleza recupera su dignidad y el orden social queda restituido, no solo porque Fígaro y Susanna han triunfado, sino, sobre todo, porque el conde pide perdón con esa música celestial. Pero ¿qué valor puede tener el perdón que pide un narcotraficante y asesino a sangre fría? ¿Qué es lo que se está restituyendo en este punto, además de la simple convivencia conyugal? En la ópera de Mozart y Da Ponte, el “perdón” excede a la esfera del matrimonio. Es un pedido de perdón al conjunto social y también a los espectadores. Y lo es –volviendo a Stone– por la sublimidad de la música. Un narcotraficante no puede cantar “Contessa, perdono”.

La lección más grande de Salzburgo no me la dieron, de todas maneras, ni puestistas, ni compositores, ni directores de orquesta, sino los propios programadores. Cuando vi que en el festival había una versión de concierto de Les Troyens de Berlioz me aterroricé. Cinco actos, que con los correspondientes intervalos alcanzan las cinco horas de duración, presentados sin escenografía, sin iluminación, sin puesta en escena… ¿Cómo haríamos para transitar esta experiencia? ¿Cómo había el festival tomado una determinación tan insólita?

Afortunadamente, esta versión de concierto tuvo un ingrediente que otras versiones de concierto no tienen: las actuaciones. Sin decorado alguno, solistas y coro se tiraban al suelo, entraban y salían corriendo de la escena, se dirigían al público o unos a otros según lo requiriera la trama. El primer acto de la ópera, por ejemplo, está dominado por Cassandra, que se lamenta de que todos ignoren alegremente la desgracia que encierra el caballo griego. La voz de Alice Coote, sus expresiones y su modo de desplazarse entre los músicos, de mirar al director –Dinis Sousa, quien debió hacerse cargo de la Orchestre Révolutionnaire et Romantique cuando John Eliot Gardiner se apartó del podio tras un altercado bastante violento con un cantante luego de una función en Francia– y al público, bastaron para transmitir la inminencia del horror y la intensidad de la desesperación de esta mujer perfectamente cuerda a quien todos toman por loca.

Al terminar el último acto, muchos miembros del público lloraban. No habían sido necesarios ningún artificio escénico ni casi ningún vestuario para que sintiéramos que la ópera había sido “sobre nosotros”, ni mucho menos una puesta actual. Todo lo contrario: la ópera había sido devuelta a sus orígenes, a las tragedias en las que la fuerza del texto y el poder de la música y el coro eran todo lo que hacía falta para que el público alcanzara la catarsis en cuya búsqueda había ido a ver el espectáculo en primer lugar. Una versión de concierto de The Greek passion de Martinů sería impensable y ese error los programadores de Salzburgo nunca lo habrían cometido. ~

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(Buenos Aires, 1985) es licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires y tiene un máster en educación por la Universidad de Harvard. Escribió, junto a Helena Rovner, el libro La mala educación (Sudamericana, 2017). Da cursos de historia de la música y apreciación musical y escribe a menudo sobre música, política y educación en medios argentinos y extranjeros. Vive en Estados Unidos.


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