El 7 de octubre el mundo fue testigo de la peor masacre de judíos desde el Holocausto. Cientos de asistentes a un festival de música fueron asesinados a sangre fría. Familias que se ocultaban en sus hogares fueron quemadas vivas. Madres y padres judíos, en un eco siniestro de la década de los cuarenta, le imploraban a sus hijos que guardaran silencio para que sus posibles asesinos no descubrieran su escondite. Casi doscientas personas siguen secuestradas por una organización terrorista que anunció sus intenciones genocidas desde que publicó sus estatutos de fundación.
Muchas personas, de todas las creencias y convicciones, han reconocido la enormidad de estos crímenes. Una gran cantidad de líderes de todo el mundo ha denunciado los ataques terroristas en términos claros. Ciudadanos comunes compartieron su dolor en redes sociales. Millones han estado de luto. No obstante el apoyo efusivo, hay un gran contingente de personas y organizaciones que, contra su costumbre, permanecieron en silencio –o incluso llegaron al extremo de celebrar la matanza.
Aun cuando el primer ministro Rishi Sunak expresó con claridad su postura sobre Hamás, la BBC se ha negado categóricamente a llamar a los combatientes de Hamás que mataron a más de 1.200 personas con el nombre que bien se merecen quienes con toda intención deciden atacar civiles inocentes con fines políticos: terroristas. Al mismo tiempo, muchas escuelas, universidades, organizaciones sin fines de lucro y corporaciones que en años pasados han participado del negocio de condenar y conmemorar todo tipo de tragedias, pequeñas y grandes, han guardado un silencio poco característico.
Algunas de las universidades más famosas del mundo –incluidas Princeton, Yale y Stanford– únicamente emitieron comunicados después de haber recibido una intensa presión en redes sociales. En la Universidad de Harvard fue el apremio de los exalumnos y un fúrico hilo de posteos en X publicado por Larry Summers, antiguo presidente de la institución, lo que logró que su sucesor decidiera tomar acción, aunque resultara tardía.
Peor aún ha sido el caso de las personas y organizaciones que celebraron activamente los pogromos. Varios de los capítulos de la organización Democratic Socialists of America, que aún cuenta a Alexandria Ocasio-Cortez entre sus miembros, animaron a sus seguidores a sumarse a los mítines dedicados a glorificar el terror de Hamás como una forma de resistencia justificada. El capítulo de San Francisco, por ejemplo, escribió en X, que los “eventos del fin de semana”, debían ser vistos como parte crucial del “derecho a resistir” de los palestinos. El capítulo de Chicago del movimiento Black Lives Matter incluso glorificó a los terroristas que asesinaron a grandes cantidades de personas en un rave en el sur de Israel, publicando en paralelo una imagen –ya borrada– de un parapente con la frase “Yo estoy con Palestina”.
Al mismo tiempo, académicos de universidades de primera línea defendieron estos ataques terroristas como una forma de lucha anticolonial. “Poscolonial, anticolonial y decolonial no son solo palabras que escuchaste en tu taller de Equidad, Diversidad e Inclusión”, escribió en X un profesor de la escuela de trabajo social en la universidad McMaster en Canada. “Los colonos no son civiles”, sostuvo un profesor de Yale que ha escrito para publicaciones importantes como The Washington Post y The New York Times.
Todos estos casos plantean una pregunta sencilla: ¿cómo puede una destacada proporción de la izquierda estar del lado de un grupo de terroristas que abiertamente han planteado sus intenciones genocidas? ¿Por qué instituciones importantes se han mostrado tan renuentes a denunciar uno de los peores ataques terroristas de los que se tenga memoria? ¿Qué es lo que hace que las víctimas de estos ataques sean menos merecedoras de solidaridad que aquellas que han padecido las múltiples atrocidades que aquellas personas e instituciones condenan a voz en cuello?
Las raíces ideológicas de la gran ofuscación
En días recientes, muchas personas han propuesto explicaciones posibles para este silencio selectivo. Algunos se enfocan en un claro antisemitismo. Otras subrayan que una comprensible preocupación por las acciones inmorales que los gobiernos israelíes han emprendido en el pasado quizá ciega a muchos activistas ante el sufrimiento de civiles israelíes inocentes. Algunas más señalan que los líderes de las instituciones quieren evitar las reacciones negativas de parte de activistas y prefieren mantenerse en silencio en un tema tan sensible por miedo a perder el trabajo.
Cada una de estas explicaciones contiene una pizca de verdad. A algunas personas en el mundo de verdad las consume uno de los odios más antiguos. Otras sin duda están hiperenfocadas en todo lo que Israel ha hecho mal, una postura que es más fácil de entender en el caso de palestinos cuyos ancestros fueron desplazados que de activistas de izquierda que durante muchas décadas han hallado los errores de un Estado –que resulta ser judío– mucho más condenables que errores similares, o más graves, perpetrados por cualquier otro. Por último, es cierto que muchos presidentes de universidades, líderes de organizaciones sin fines de lucro y directores de corporaciones han llegado a creer –dados los muchos desastres institucionales de los años recientes– que deben evitar la controversia a toda costa si es que quieren seguir recibiendo sus sueldos generosos.
Pero el doble estándar sostenido por partes de la izquierda y que ha quedado tan claro en días recientes tiene una fuente más profunda, una que es más ideológica que práctica o atávica. En décadas pasadas, una nueva serie de ideas acerca del rol que la identidad tiene –y debe tener– en el mundo ha transformado la naturaleza misma de lo que significa ser de izquierda; en el proceso ha desplazado las aspiraciones más universalistas.
Esta nueva ideología, que yo llamo la “síntesis de la identidad” insiste en que debemos de ver al mundo entero a través del prisma de categorías identitarias como la raza. Sostiene que la clave para entender cualquier conflicto político es concebirlo en términos de las relaciones de poder entre distintos grupos identitarios. Analiza la naturaleza de esas relaciones de poder por medio de un esquema simplista que, basado en la experiencia estadounidense, enfrenta a los llamados “blancos” contra las llamadas “gentes de color”. Por último impone ese esquema –de un modo que, para usar la jerga académica de turno, irónicamente podría llamarse “neocolonial”– a conflictos complejos en tierras lejanas.
El problema con el racismo estructural
Muchos de los partidarios de la síntesis de la identidad señalan que un recuento del racismo que se enfoca únicamente en creencias o motivaciones personales corre el riesgo de pasar por alto importantes formas de injusticia. Incluso si todos tienen las mejores intenciones, algunos de los efectos secundarios de las injusticias históricas pueden garantizar que muchos estudiantes inmigrantes acudan a escuelas públicas con poco presupuesto o que muchos miembros de las minorías étnicas sufran las desventajas del mercado inmobiliario. Así que tiene sentido entonces, dicen, añadir un nuevo concepto a nuestro vocabulario: el racismo estructural.
Como lo explica el diccionario Cambridge, el racismo estructural consiste en: “leyes, reglas o políticas oficiales en una sociedad que resultan en y mantienen una ventaja injusta para algunas personas y un trato injusto o dañino para otros basado en su raza”. Al señalar que algunas formas de racismo son “estructurales” podemos percibir –y con suerte remediar– las circunstancias en las que los integrantes de algunos grupos raciales padecen desventajas importantes por razones distintas a los sesgos individuales.
Esto es posible hasta cierto punto. Para entender Estados Unidos en la actualidad, sin duda es útil sumar la noción del racismo estructural a nuestra caja de herramientas conceptual. Pero en años recientes, muchas personas partidarias de la síntesis de la identidad han dado un paso más: han comenzado a argumentar que este concepto más reciente de racismo estructural debe suplantar por completo al concepto anterior, el del racismo individual.
En lugar de reconocer que hay dos concepciones distintas de racismo, cada una de las cuales ayuda a dilucidar las injusticias reales a su manera, algunas facciones de la izquierda han conceptualizado el racismo exclusivamente de manera estructural. “El racismo”, plantea una guía en línea que describe el consenso creciente, “es distinto del prejuicio racial, el odio o la discriminación”, porque debe implicar, “que un grupo tenga el poder para practicar la discriminación sistemática por medio de las políticas y prácticas institucionales de la sociedad y para dar forma a las creencias y valores culturales que apoyan esas políticas y prácticas racistas”.
En su forma más radical, este postulado supone que es imposible que un miembro de un grupo históricamente marginado sea racista hacia un miembro de un grupo históricamente dominante. Como el racismo no tiene nada que ver con las creencias o atributos individuales, y como los miembros de grupos que tienen menos poder en comparación con otros son incapaces de practicar la “discriminación sistemática” en contra de miembros de grupos que son comparativamente más poderosos, incluso las formas más viles de odio no cuentan como racismo. Como lo decía un artículo publicado en Vice: “Es literalmente imposible ser racista con una persona blanca”.
El resultado, una y otra vez, ha sido una forma de ceguera selectiva cuando los miembros de grupos minoritarios expresan actitudes prejuiciosas hacia grupos supuestamente más privilegiados, incluyendo aquellos que son minorías. Esta incapacidad para reconocer la importancia del concepto tradicional de racismo hace imposible nombrar lo que sucede cuando miembros de un grupo minoritario son víctimas de crímenes de odio cometidos por otros miembros de otra minoría de la que se considera que sufre desventajas mayores. En diciembre de 2019, por ejemplo, dos terroristas mataron a un detective de policía y luego asesinaron a tres personas en una tienda kosher en Jersey City, cerca de Nueva York. Tenían una historia larga de publicar contenido antisemita en redes sociales; uno de los atacantes era seguidor de la organización Black Hebrew Israelies, un movimiento que exhibe creencias antisemitas explícitas. Sin embargo, dado que los atacantes eran negros, y las víctimas percibidas como blancas, muchos medios noticiosos durante mucho tiempo no calificaron el tiroteo como un acto racista, ni lo trataron como un crimen de odio.
El problema con el privilegio blanco
La idea de que todo racismo es estructural es muy dañina porque provoca que las instituciones no puedan abrir los ojos ante formas de discriminación dirigidas contra los miembros de grupos supuestamente dominantes. En la práctica, lo que lo hace peor es el hecho de que muchas personas de izquierda ahora han hecho suya la noción simplista de quién es dominante y quién es marginado –una que impone conceptos estadounidenses de raza a situaciones que distorsionan en lugar de iluminar las realidades subyacentes.
En Estados Unidos, la división racial más significativa –aunque para nada es la única–, la que se ha mantenido durante siglos, es la que existe entre blancos y negros. Al valorar qué grupo es supuestamente el privilegiado en un conflicto extranjero, muchos estadounidenses entonces piensan que basta con descifrar quiénes son los “blancos” y quienes son las “personas de color”. Esta dinámica hace imposible que entiendan los conflictos en los que la división política relevante no es una que enfrente a blancos contra negros (o, dicho de otra manera, a “blancos” contra “personas de color”).
Whoopi Goldberg, por ejemplo, ha insistido en que el Holocausto no fue “algo racial”. Ya que desde una perspectiva estadounidense tanto los judíos como los alemanes no judíos son blancos, ella no podía concebir una ideología centrada en las diferencias entre ellos. “No podías distinguir a un judío en la calle”, dijo ella equivocadamente. “A mí me podrías identificar. A ellos no”.
En el caso de Israel, esto ha llevado a muchos observadores a asumir que hay una división clara en los roles raciales entre israelíes y palestinos: en su mente, los israelíes son blancos y los palestinos “personas de color”. Y dado que las personas blancas históricamente han detentado el poder sobre las personas no blancas, esto refuerza la impresión de que es imposible que los israelíes sean víctimas de odio racial.
Pero esta perspectiva resulta ser tan simplista que casi parece delirante. Goldberg se equivoca al creer que los nazis no podían distinguir a los judíos; aunque algunos judíos logaron sobrevivir al hacerse pasar por “arios”, muchos nazis –y sus colaboradores en Europa Central– eran altamente efectivos para distinguir a las personas sospechosas de ser judíos.
Más importante para el caso, el supuesto de que la mayoría de las víctimas de los ataques terroristas del 7 de octubre eran judíos “blancos” con raíces en Europa está equivocado. No solo es el caso que hay judíos israelíes negros cuyos ancestros migraron de Etiopía, o que las víctimas de Hamás incluyeron a muchos migrantes de Tailandia y Nepal; también es el caso que Israel en su totalidad ahora es hogar para más judíos mizrajíes que vienen de Medio Oriente, que de judíos asquenazi, cuyos ancestros vivieron durante mucho tiempo en Europa.
Dejaré que otros especulen sobre si las diferencias visuales entre alemanes judíos y no judíos son más o menos marcadas que las diferencias entre árabes y judíos mizrajíes. Pero la prominencia de judíos mizrajíes también deja en evidencia otra de las maneras en las que los intentos por enmarcar el conflicto palestino-israelí en un esquema conceptual simplista fallan por completo.
El problema con el decolonialismo
La composición demográfica actual en el país hace que plantear que los civiles israelíes deberían ser vistos como colonos y blancos legítimos de ataques terroristas sea doblemente cínico. Es cínico porque ninguna causa política, por muy justificada, excusa el ataque deliberado en contra de bebés y abuelas –ni del lado israelí ni del lado palestino. Y es cínico también porque la gran mayoría de los judíos mizrajíes, desde la Segunda Guerra Mundial, han sido desplazados de manera violenta de otros países del Medio Oriente en el que sus ancestros habían vivido cientos de años atrás, sin que ningún otro país más que el único Estado judío en el mundo les ofreciera protección legal.
Los apologistas poscoloniales de las organizaciones terroristas como Hamás y Hezbolá se regocijan invocando la glorificación de la violencia que planteó Frantz Fanon. El problema no solo está en que su lectura tendenciosa de su obra pasa por alto las maneras en las que la violencia resulta moralmente corrosiva y políticamente destructiva. Sucede también que la analogía implicada entre los llamados pied noirs (colonos blancos en Argelia que podían regresar sanos y salvos a la metrópolis francesa si lo deseaban) y los judíos mizrajíes (que no serían bienvenidos ni estarían seguros si regresan a Irán o a Irak, a Marruecos o a Argelia) es tan engañosa que hasta resulta perversa.
Y sin embargo, esta analogía rige el modo en el que la izquierda asigna los roles de víctima y victimario, explica por qué decenas de grupos de estudiantes en Harvard pueden plantear que Israel es “completamente responsable” de la decisión de Hamás de matar a más de mil civiles. A un nivel más profundo, puede incluso explicar cómo es que los activistas y académicos de izquierda llegan a percibir que un régimen profundamente autoritario y abiertamente teocrático y hostil a las minorías sexuales es un movimiento progresista.
De acuerdo con muchos progresistas, lo que determina si un movimiento cuenta como de izquierda o de derecha se basa en si este dice pelear por las personas que se cree que son marginalizadas. Ya que Hamás es una organización de “personas de color” desfavorecidas que combate a los judíos “blancos” “privilegiados”, debe ser vista como parte de una lucha global contra la opresión. Sin importar que su programa –el cual incluye la supresión violenta de las minorías sexuales dentro de la franja de Gaza– sea similar al de algunos de los regímenes de extrema derecha más brutales, quienes marchan en su apoyo consideran que Hamás es parte de la lucha global en favor de los valores progresistas. Como mencionó en 2006 Judith Butler, una de las figuras centrales de esta tradición intelectual, es “muy importante” clasificar a Hamás y a Hezbolá como “movimientos sociales progresistas, de izquierda, parte de la izquierda global”.
Es la hora de un ajuste de cuentas con las malas ideas de la izquierda
En días recientes algunos observadores han reconocido lo perdidas que están algunas partes de la izquierda. Muchos activistas afines se sintieron genuinamente horrorizados al ver que sus amigos y colegas celebraron el asesinato de bebés. Ha habido una condena generalizada ante la decisión de movimientos influyentes como Black Lives Matter de idolatrar a terroristas. Shri Thanedar, un congresista estadounidense, renunció públicamente a su afiliación a la Democratic Socialists of America.
Ese es un buen comienzo. En un país libre, cualquiera debe ser libre para expresar su apoyo a las organizaciones extremistas, por viles que sean; que muchos gobiernos europeos hayan prohibido las protestas en favor de Hamás o hayan encarcelado a quienes glorifican los ataques terroristas es una traición de los principios liberales sobre los que se debe basar nuestra oposición a esa execrable organización. Pero las instituciones más importantes pueden y absolutamente deben de dejar de apoyar acríticamente a organizaciones que, como BLM, glorifican abiertamente a terroristas. Y los ciudadanos deben exigir que los partidos políticos moderados, como el Demócrata, dejen de tolerar a miembros de organizaciones como la DSA, que son ambiguos ante la permisibilidad moral del asesinato masivo.
Las vidas de las personas negras importan, muchísimo. El colonialismo sigue siendo una de las injusticias históricas más importantes. Incluso antes del 7 de octubre, sin embargo, debería ser evidente que el reconocimiento de estos hechos importantes es enteramente compatible con las preocupaciones serias acerca de las organizaciones que ahora hablan por el movimiento BLM, y acerca de un discurso poscolonial que con mucha frecuencia glorifica la resistencia violenta a cualquiera que se le considere un “opresor”.
A muchos partidarios de la síntesis de la identidad los motivan buenas intenciones genuinas. Pero las partes clave de esta ideología ahora proveen cobertura para formas de racismo y deshumanización de grupos vulnerables que debería ser anatema para cualquier persona a la que preocupa genuinamente los valores históricos de la izquierda. Es hora de que muchas personas razonables que han mantenido la boca cerrada mientras estas ideas adquirieron enorme poder en las instituciones dominantes alcen la voz en contra de ellas.
El sufrimiento por venir
Cualquier perspectiva humanitaria ante el mundo debe reconocer que los civiles nunca merecen sufrir por haber nacido dentro de tal o cual grupo ni por las acciones que cometen quienes dicen hablar en su nombre. Siento tanta empatía por los niños palestinos que mueren en los bombardeos en Gaza como por los niños judíos asesinados en el ataque de Hamás contra Israel. Las insinuaciones de una responsabilidad colectiva son viles, incluso cuando se enuncian como respuesta a un ataque terrorista horrible. Toda muerte de civiles está en el mismo orden moral.
Aunque cada víctima civil en igual medida no era merecedora de ese destino trágico, los filósofos morales desde hace siglos han planteado una distinción clave que gobierna la conducta en tiempos de guerra. La acción militar que se dirige contra objetivos militares puede ser legítima; y aunque es posible anticipar algunas muertes de civiles como consecuencia de esos ataques, los soldados deben tomar todas las precauciones para minimizarlas tanto como sea posible. En contraste, la acción militar siempre es ilegítima cuando el asesinato de inocentes es el objetivo y no un daño colateral no buscado.
Estos estándares ayudan a explicar lo mucho que Hamás –la organización que comenzó la guerra actual con un ataque sorpresa planeado con mucha antelación que asesinó a más de mil hombres y mujeres, infantes y abuelas, asquenazis y mizrajíes, judíos y no judíos, israelíes y tailandeses y estadounidenses y canadienses y alemanes y chinos– contravino las reglas morales más elementales. Ahora, esos estándares también deben guiar nuestra evaluación de las acciones de Israel en Gaza.
Esta es una guerra que Israel no eligió, y tiene todo el derecho de defenderse. Ninguna democracia habría tolerado en sus fronteras la presencia de una organización terrorista que demostró su voluntad de masacrar indiscriminadamente a la población civil; sería el colmo de la hipocresía que las personas viviendo en la seguridad de Berlín o París o Londres o Nueva York esperen que los israelíes sí lo hagan.
Pero la ofensiva militar contra Hamás es extremadamente difícil porque la organización terrorista ha basado de manera deliberada mucha de su infraestructura militar en medio de asentamientos civiles; porque ahora está haciendo todo lo posible para impedir que su gente se aleje de estos objetivos militares; y porque Egipto, preocupado porque posibles combatientes de Hamás desestabilicen su gobierno o perpetren ataques terroristas dentro de sus fronteras, se ha negado a darle entrada a la mayoría de los habitantes de Gaza. Todo esto explica por qué es tan difícil para Israel cumplir con su legítimo objetivo sin provocar enormes cantidades de muertes civiles. Pero eso no constituye un permiso para que Israel adopte la lógica del castigo colectivo al cortar el acceso a comida y agua potable previo a una invasión a gran escala; tampoco absuelve a las fuerzas armadas de hacer todo lo que puedan para minimizar el número de muertes civiles. Así que cuando Israel no lo haga, se justificará una crítica frontal y clara a su gobierno.
La izquierda tiene la posibilidad de dar un mensaje poderoso en este momento. Para hacerlo debe dejar de lado la jerga ideológica que ha hecho que muchos supuestos idealistas caigan en la tentación de justificar por qué el sufrimiento de un lado es inaceptable y el sufrimiento del otro es glorioso. Para retener nuestra compostura moral en estos días y semanas terribles por venir, debemos recuperar el universalismo moral que, incluso en la hora más oscura, nos recuerda nuestra humanidad compartida –y sin vacilaciones lamenta la muerte de inocentes, sin importar el grupo al que pertenezcan. ~
Traducción del inglés de Pablo Duarte.
Publicado en Persuasion y reproducido con autorización. Una versión previa de este ensayo fue publicada en The Globe and Mail. Algún pasajes fueron adaptados del libro The identity trap.
Yascha Mounk es director de Persuasion.