Sombras nada más. O nada menos: una genealogía apresurada de las más ilustres basta para demostrar que siempre han tenido más sustancia (y dado más juego) de lo que se piensa.
Algunas curan: la de San Pedro, sin ir más lejos, era según los Hechos de los Apóstoles tan terapéutica que los enfermos “sacaban a las calles los lechos y camillas para que siquiera su sombra los cubriese”. Y otras matan: al listillo Fray Bartolomé Arrazola del cuentito maligno de Monterroso le cuesta la vida amenazar con un eclipse ni más ni menos que a los mayas: “Dos horas después el corazón chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles”.
Las sombras, en principio poco fungibles, pueden comprarse: lo hacía la protagonista de La mujer sin sombra, el libreto más abstruso de los que Von Hofmannsthal escribió para Strauss. Y como las almas, tienen precio y se venden: Peter Schlemihl hace mal negocio saldando la suya al Diablo a cambio de un monedero sin fondo en el cuento de Von Chamisso (al pobre, por cierto, le hizo mucha sombra E. T. A. Hoffmann, a quien Offenbach acabó atribuyendo la historia en Los cuentos de Hoffmann).
Ocultan, sí, pero también delatan: en el texto y las ilustraciones de La vida asesina lo explica muy bien Félix Vallotton: “La lámpara difundía una luz pacífica y sosegada sobre las cosas esparcidas; la seda relucía, y grandes zonas de sombra subrayaban sus modelados […] Tuve la visión clarísima de que ése era el aspecto que presentaban las habitaciones de las personas asesinadas al día siguiente del crimen”. Ni siquiera son tan fieles como se dice, porque pueden irse de picos pardos: Barrie comprimía en la fugitiva de Peter Pan, zurcida por la castradora Wendy, todo un arsenal de símbolos pre-freudianos.
Y por supuesto y sobre todo, desde hace dos mil quinientos años como poco, en Occidente las sombras se pintan (o se intentan borrar). En su Breve historia de la sombra Stoichita repasaba los símbolos, usos y costumbres de la sombra en la pintura europea desde la Antigüedad. Y la exposición que ahora ha organizado, La Sombra, en el Thyssen, es la decantación tangible y visible (hasta donde las sombras puedan serlo) de las ideas de aquel libro.
La primera y principal: que en el principio fue la sombra. De ella nacen los dos grandes mitos seminales de la estética y la filosofía en Occidente. Plinio el Viejo avalaba la leyenda de la invención de la Pintura por una doncella ocurrente, que perfiló con un carbón la sombra de su amado sobre la pared para consolarse durante su ausencia. Y Platón explicaba el mundo como proyección de sombras (o peor: sombras de sombras) sobre los muros de su caverna, ante un público idiotizado. Lo hacía, por cierto, en su República, de la que desterraba implacable (y quizá con razón) a los artistas: mala gente, mercachifles de sombras y perpetuadores de la engañifa.
De ahí nace la tradición plástica occidental, mimética/idealista. Se diferencia de otras por su obsesión suicida con las nociones resbalosas de Origen y de Verdad. Según Stoichita, nuestra pintura –en tanto que lenguaje– pinta la sombra precisamente porque ella es la metáfora más acabada de la pintura y del lenguaje: significa y necesita la proyección de luz y la preexistencia de un cuerpo verdadero. Es la alusión a (y la prueba de) esa verdad.
Por algo entendemos la sombra en negativo, por defecto de luz. Nunca es la luz la ausencia de sombra: no hay viceversa que valga, y siempre será signo de lo incompleto y lo insatisfactorio.
El Elogio de la sombra de Tanizaki encontraba rudimentaria y brutal esta manera nuestra de ver las cosas: “Los orientales intentamos adaptarnos a los límites que nos son impuestos; no experimentamos por lo tanto ninguna repulsión hacia lo oscuro; nos resignamos a ello como algo inevitable. Es más, nos hundimos con deleite en las tinieblas y les encontramos una belleza muy particular. En cambio los occidentales buscan siempre más claridad y se las han arreglado para pasar de la vela a la lámpara de petróleo, del petróleo a la luz de gas, del gas a la luz eléctrica, hasta acabar con el menor resquicio, con el último refugio de la sombra”.
Visto así, el “¡Luz, más luz!” agónico de Goethe sonaría a berrido que se carga los mil matices posibles de las sombras (y que vaya usted a saber si no nos habrá llevado, de descalabro en descalabro, a la catástrofe del calentamiento global). Y por culpa de ese mismo mal conformar acabó fatal su joven Werther, que a la tercera desistía de pintar el retrato de Lotte y acababa trazando su silueta: “Con eso habré de conformarme”. Como la doncella griega. No se avanzó mucho hasta entonces, por lo visto: la sombra siempre como sucedáneo o como consolador, como paliativo de la insatisfacción.
“Nunca han experimentado la tentación de disfrutar con la sombra”, sigue Tanizaki: “Desde siempre, los espectros japoneses han carecido de pies; los de Occidente tienen pies, pero en cambio todo su cuerpo, al parecer, es translúcido […] atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal”.
No queda más remedio que rebelarse contra la mala sombra de Tanizaki, llegados a este punto (y después de un paseo por el Thyssen y la Sala de las Alhajas): porque si algo prueban las tesis y los cuadros expuestos es que la sombra, en Occidente, acabó siendo un instrumento muy socorrido para plasmar lo natural y hasta lo sobrenatural.
Las virguerías retinianas de los flamencos y los devaneos con la perspectiva de los cuatrocentistas; el claroscuro truculento de Caravaggio, Ribera o La Tour; el análisis más o menos físico o patafísico de los impresionistas: todos esos tratamientos de la sombra como algo mensurable y representable, como fenómeno perfectamente natural, tenían que llevar sin remedio (en el seno de una tradición platónica, no lo olvidemos, que niega la realidad de lo real) a su confluencia con lo sobrenatural.
Y ahí están, por ejemplo, los holandeses y alemanes de la Neue Sachlichkeit, que a fuerza de plasmarlo todo con fidelidad neurótica acaban volviéndolo irreal. Así, la sombra con perfil de alien que se cierne sobre el retrato del Dr. Haustein pintado por Christian Schad es, en más de un sentido, extraterrestre. En sus naturalezas muertas Felix Nussbaum y Dick Ket y hasta Gregorio Prieto igualan máscaras cadavéricas y sombras: comparsas del carnaval de la realidad. Y Holman Hunt, en una obra maestra de la precisión arqueológica y la pretensión metafísica (¿o es al revés?), proyecta la sombra de un Jesús pompier en su taller de carpintero sobre los clavos y los martillos que causarán su Pasión.
Todo esto, claro, lo entenderá el cine mejor que nadie. No pinta sombras, sino a la inversa: es hijo literal y natural de las sombras, hecho de su sustancia. Una caverna perfeccionada que hubiese puesto de pésimo humor a Platón: sombras de sombras de sombras.
Desde su mismo principio el cine las proyecta para sugerir lo que no es de este mundo (de las uñas afiladas de Nosferatu a la mujer pantera de Tourneur). Y pronto, en el mejor cine negro, la sombra es ya puro rasgo de estilo. No hay nada más antiplatónico, más reacio a someterse a la dictadura de la mímesis, que la bendita voluntad de estilo: cuando la sombra se libera de la servidumbre al objeto previo, vuela libre y desafía las puntadas de la Wendy más hacendosa.
En fin, que desde su uso primitivo como simple plantilla para el carboncillo, la sombra ha ido demostrando que se guardaba muchas sorpresas en la manga: todas las del arte occidental, a lo mejor, se le deben de una forma u otra. Ya lo dijo Rosalía en un verso turulato (y estiloso): “Negra sombra que me asombras…” ~
La exposición La Sombra puede visitarse en el Museo Thyssen hasta el 17 de mayo.