El influyente filósofo, historiador y arqueólogo Robin George Collingwood (1889-1943) escribió, en su seminal texto póstumo La idea de la historia (1946) que, “a menos que se trate del pensamiento, no existe la historia propiamente dicha. Así, por ejemplo, una biografía… está construida sobre principios que no solo son no históricos sino antihistóricos”. La provocadora propuesta de Collingwood es que ningún historiador debería dedicarse a escribir biografías porque, en sentido estricto, si es imposible conocer de verdad a alguien, sea un contemporáneo, un vecino o hasta un familiar, menos lo es entender a un desconocido que vivió hace mucho tiempo. ¿De verdad alguien puede saber lo que pensó Cleopatra al encontrarse con Julio César?
Por supuesto, algunos defensores de Collingwood han tomado esa terminante afirmación de otra manera: no es que sea imposible escribir una biografía. Lo que es absurdo es pensar que existe la biografía completa, infalible. Todo está en constante reinterpretación y lo que antes era entendido como una verdad canónica –digamos, la supuesta locura de Calígula–, ahora se interpreta de manera muy diferente. Además, hay otro elemento que a Collingwood, como buen arqueólogo que era, le parecía mucho más trascendente: hay hechos comprobables que no están sujetos a ninguna interpretación, es decir, edificios construidos, imágenes y objetos fabricados, monedas acuñadas. Y habría que sumar a todo esto los acontecimientos y las fechas.
Por ejemplo, Napoleón Buonaparte (luego Bonaparte) nación en Córcega en 1769 y murió en la isla Santa Elena en 1821, a los 51 años de edad. Entre su nacimiento y muerte estudió artillería en la Escuela Militar de París y fue testigo de la esperanza de la Revolución francesa, pero también del terror y el caos, que aprovechó para convertirse en uno de los comandantes militares más importantes de la República. Derrotó en Tolón a la armada angloespañola, que apoyaba a las fuerzas contrarrevolucionarias realistas, y dirigió campañas en Austria y Egipto, que lo llevarían al poder político en 1799 en el papel de Primer cónsul de la República, hasta convertirse en el autocoronado emperador de los franceses en 1804, al lado de su esposa, la indomable viuda Josefina de Beauharnais. A partir de su coronación, inmortalizada en el célebre cuadro de Jacques-Louis David, iniciarían las bautizadas guerras napoleónicas por casi toda Europa, que culminarían en el fiasco ruso, la abdicación de Napoleón en 1814 y su exilio hacia la isla de Santa Elena, de donde se escaparía para recuperar el poder y organizar una última campaña contra los ingleses, que lo derrotarían en Waterloo en 1815. Exiliado nuevamente, ahora a Elba, una isla más remota que Santa Elena, Napoleón moriría en 1821.
A grandes rasgos, entre saltos temporales abruptos, esta es la historia que cuenta Ridley Scott en Napoleón (E.U. – Reino Unido, 2023), su vigésimo octavo largometraje, una polarizante biopic que no está muy interesada en la precisión histórica, ni tampoco en tratar de entender a una de las más grandes figuras militares europeas, acaso porque parte de la premisa, como el profesor Collingwood, de que esto es imposible. En todo caso, a cualquiera que haya visto la espectacular épica romana Gladiador (2000), dirigida por Scott a principios de siglo y que tendrá una tardía secuela a estrenarse el año próximo, no le resultará extraño que al cineasta inglés no le interese la fidelidad a la historia si ella interfiere en la concepción que tiene de una buena escena –por ejemplo, una batalla– o de la idea que quiere transmitir de su personaje central, en este caso de su megalomaníaco, inseguro, vanidoso y ridículo Napoleón, interpretado en tono casi autoparódico por Joaquin Phoenix.
Un ejemplo nada más: hacia el final del filme, cuando el duque de Wellington (Rupert Everett) está esperando el inicio de la batalla de Waterloo, un soldado que está a su lado le dice que tiene en la mira de su fusil al mismísimo Napoleón, que se encuentra erguido, fuera de su casa de campaña, dormitando parado, cual caballo lechero. El soldado le pide permiso a Wellington de dispararle a Napoleón, para acabar la batalla antes de iniciarla. Pero el aristócrata británico responde indignado que ni se le ocurra: “Los generales tenemos cosas más importantes que pensar que matarnos unos a otros”. ¿De verdad dijo esto Wellington? No lo sé, pero dudo mucho que en 1815 un soldado pudiera darle un balazo en la cabeza a otro ser humano a decenas de metros de distancia, cual francotirador gringo en película de Clint Eastwood. Lo importante es el sentido de la escena para Scott: este momento es uno de muchos, a lo largo del filme, que están destinados no solo a condenar la locura del poder de Napoleón, sino también la crueldad de sus aristocráticos oponentes, que jugaron con millones de vidas, cual piezas desechables de su ajedrez geopolítico.
De hecho, el Napoleón de Scott no está muy lejos del Rufus T. Firefly de Groucho Marx en la desternillante sátira Héroes de ocasión(McCarey, 1933). Así como el bigotón presidente de Freedonia mandaba a un soldado al campo de batalla diciéndole: “Recuerda que mientras estés arriesgando tu vida entre disparos y proyectiles, nosotros estaremos aquí pensando en lo idiota que eres”, el megalomaníaco militar francés retratado por Scott no tiene empacho en abandonar a sus tropas en Egipto para resolver sus asuntos de alcoba con la ingobernable Josephine (Vannesa Kirby), se enterca en seguir a San Petersburgo sabiendo que en el camino morirían miles de sus soldados, toma riesgos innecesarios frente a los ingleses en Waterloo, y cuando todo fracasa, siempre tiene la explicación, como le dice a unos absortos jovencitos que lo escuchan mientras está desayunando, que él tiene otros datos, que es infalible y que su desgracia es que no puede transmitir directamente su talento a sus generales.
La diferencia entre el presidente Firefly de Groucho Marx y el Napoleón de Phoenix y Scott es que este último no es un cínico ni un pícaro: es obvio que cree en él mismo y en nadie más. Es un iluminado que tiene que estar por encima de todos –antes que nada, de su esposa, que lo humilla todo el tiempo con sus infidelidades–; es un chamaco mimado propenso a los berrinches más ridículos (“¡Se creen muy salsas nomás porque tienen barcos!”, le grita al embajador inglés; “¡Mi destino me ha traído frente a esta chuleta!”, estalla frente a su esposa que ha sido incapaz de darle un hijo, en una cena que termina a gritos y sombrerazos); es, pues, un líder mesiánico que incluso retirado vive en su propia realidad, como vemos en las últimas escenas, cuando se repite a sí mismo que él fue quien incendió Moscú y no los rusos, como le dicen las dos niñas que hablan con él.
¿Así fue el verdadero Napoleón Bonaparte? No creo o, por lo menos, no creo que haya sido solamente eso. Este es el Napoleón que quiso retratar el guionista David Scarpa, este es el Napoleón interpretado por un inspirado Joaquín Phoenix over the top y este es el Napoleón que le interesó a Ridley Scott, no tanto el gran genio militar –aunque sí vemos los resultados de sus estrategias en el ataque a Tolón y en la batalla de Austerlitz– ni, mucho menos, el avanzado reformador de su país y de toda Europa –de hecho, nunca vemos que Napoleón gobierne ni promulgue leyes, y vaya que hizo lo uno y lo otro. Así pues, si alguien va a ver Napoleón esperando un serio estudio de su carácter o una biografía académicamente acuciosa, es evidente que saldrá decepcionado: Scott ha dirigido el equivalente de su celebrada cinta épica Gladiador, solo que ahora en el siglo XIX, con Phoenix pasando de ser el megalomaníaco emperador Cómodo al megalomaníaco emperador Napoleón. Pero esta vez, ni modo, no hay héroe a la mano que se enfrente con el villano. El villano es, de hecho, el protagonista.
Se supone que este Napoleón de dos horas y media estrenado en las salas de todo el mundo es apenas una primera aproximación a un corte posterior de cuatro horas que Apple TV estrenará en un futuro. No sé si esto sea una buena idea: tal como está, con sus fallas y excesos, el filme es una imperfecta obra mayor. Sí, es cierto, carece de un contexto histórico mucho más claro –personajes aparecen y desaparecen del encuadre, al lado de leyendas informativas sobre fechas y lugares–, pero también es cierto que esto se compensa por ese devastador retrato satírico de Napoleón –y de sus socios y rivales– cual rabiosa condena a un poder que llevó a la muerte de tres millones de personas. Es cierto que su puesta en imágenes en interiores –fotografía de Dariusz Wolski– mantiene un inexplicable y depresivo tono entre gris y ocre, pero, por otro lado, también es cierto que presume algunos de los momentos de acción más terroríficos y bellos del año, como esa espectacular batalla de Austerlitz, que termina con los soldados austriacos hundiéndose en el hielo, en las aguas de un lago teñido en sangre. Eso sí, mientras esto sucede, el emperador Napoleón I de Francia, el zar Nicolás I de Rusia y el emperador Francisco I de Austria, aparecen muy tranquilos en sus tiendas de campaña o en sus palacios, pensando lo idiotas y lo desechables que son los soldados. Los de antes, los de ahora. ~
(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.