No conozco a nadie que haya elegido su lengua. Alguno habrá, desde luego, porque el vicio es vasto; pero no tengo ninguna noticia, ni directa ni indirecta. Hasta tal punto es un asunto inaudito el de elegir lengua que el romanticismo más torvo, consciente de la falla liminar, suele señalar disimulando que es la lengua la que lo elige a uno. Estupidez que por mucho que se disfrace de inconsútil metáfora es aún más sonora que la de pensar que los padres eligen a sus hijos. No, la lengua no forma parte de nuestro hipotético libre albedrío, como tampoco la propia facultad de hablar. Aunque raros en términos estadísticos hay casos de personas que aprenden una lengua distinta de la doméstica y desarrollan en ella las funciones expresivas habituales, tanto del afecto como del comercio. Pero, obviamente, esos cambios lingüísticos son un efecto y no una causa. Se cambia de grupo social, de ciudad, de país, por motivaciones económicas o sentimentales, y estos cambios suelen traer a veces cambios de lengua. Pero ni siquiera en Cataluña, que es el lugar donde yo tengo más observado el particular, hay estupidez individual y colectiva suficientes como para decir de los implicados que cambiaron de lengua… a causa de la lengua.
Yo tenía poco menos de veinte años cuando decidí aprender una lengua más. Aprender en un sentido ligeramente distinto al de aprender el francés, que era la única que había mal aprendido en los años escolares. Esta vez se trataba de aprender una lengua con la que vivir, dado que la lengua catalana era una de las dos que se hablaba donde yo vivía y vivo. Las razones fueron estrictamente comerciales. Noté en muchas chicas a las que trataba (y sobre todo en las que quería tratar más a fondo) que el catalán era la primera lengua que les salía de la boca; y por otro lado iba a dedicarme al periodismo, que es un oficio donde la lengua es todo. La aprendí sin mayor esfuerzo.
Las expectativas comerciales del aprendizaje se vieron rápidamente colmadas. Hasta el punto de que durante una larga temporada sólo escribí en catalán, porque era la única lengua en la que me pagaban. Al principio usaba un catalán muy leído; pero como empecé a hablar la lengua con naturalidad el número de mis interlocutores aumentó y con él la cantidad y la calidad de mi léxico coloquial. Tuve suerte también de que por aquel tiempo Xavier Pericay y Ferran Toutain acabasen de publicar Verinosa llengua, un libro muy importante en mi vida, que neutralizó mi tendencia al amaneramiento y que con las reflexiones de Cyril Connolly es de lo mejor que habré leído contra el estilo mandarín. Mi vocabulario en catalán era más limitado que en castellano, pero eso le pasaba a la mayoría de personas, incluidas las que tenían el catalán como lengua doméstica. La mayor potencia de la otra lengua catalana (que es el castellano, lo que son las cosas) y la larga dictadura franquista habían limitado las posibilidades de lectura en catalán (y también de los medios audiovisuales) y esas circunstancias afectaron a lo que podríamos llamar la verosimilitud léxica. Durante muchos años no se pudo decir en catalán: “Arriba las manos” o “Mala puta”, no tanto, desde luego, porque las palabras no existieran sino porque prácticamente no existían los ladrones ni las putas catalanas.
Pero, en fin, cuando la palabra saltaba a la cabeza en castellano y el papel estaba contratado en catalán se traducía en la misma cabeza (para qué salir) y santas pascuas. A veces la traducción complicaba el texto, porque se producían disonancias, rimas, esos barrillos, y había que montar de nuevo la frase. Otras veces sucedía al revés: la palabra, hasta aquel momento desconocida, no sólo encajaba como un guante en la estructura sino que la hacía más brillante. En el paso de lenguas siempre encontré la palabra, y nunca me quedé mudo ni como si me hubieran extirpado la vesícula, que es el aire que expelen los del traduttore/traditore. El contacto de lenguas siempre permite mejoras rápidas y eficaces. Gracias al catalán metí en mi castellano la forma apalizar y me evité la incómoda perifrástica o esos sinónimos (más o menos) que acaban de salir del armario y aún llevan las plumas, caso de vapulear, apalear (sin palo) y compañía. Gracias al castellano (y en este caso timbrado con el sello del poeta Espriu, que me hizo el salvaconducto en persona) metí en mi catalán el directísimo algo para evitarme las vueltas y revueltas de alguna cosa y, sobre todo, para evitarme el untuoso quelcom. Ni que decir tiene que esa actividad, que ni siquiera he abandonado en mis clases universitarias, ha sido observada siempre con extrema renuencia por los aduaneros de ambas fronteras. Pero para cualquiera de ellos valga la sentencia del gramático Ruiz Campillo: “En lo que censuran de nuestra lengua está la clave de lo que es nuestra lengua.”
El paso del tiempo fue variando la superficie de este planteamiento. Primero por azares de mercado me fue siendo cada vez más fácil escribir en castellano y cada vez más difícil hacerlo en catalán. Y aún pasó algo más: paulatinamente el catalán se fue convirtiendo, en los periódicos, en las radios y en las televisiones, en una lengua limitada a una serie de casos. El caso de hablar mal de Cataluña (a lo que habré dedicado parte grande de mi vida) no estaba contemplado y para hacerlo no tuve más remedio que decantar mis usos lingüísticos hacia el castellano, y aun hacia el francés y el alemán, que son los otros dos idiomas en que he logrado, aunque episódicamente, morder la mano que me da de comer. Sin embargo semejante decantación no ha enmascarado, ni siquiera levemente, una convicción fundamental: la de que yo uso una sola lengua. Las pequeñas, y casi divertidas, variaciones de color, de música, de acentos, de grafías entre castellano y catalán no lograrán hacerme creer nunca, ni a mí ni a nadie con dos dedos de frente, que se trata de dos lenguas. No, no hay lugar para el plural. De ahí que siempre haya observado con gran desconfianza los intentos por presentarlas como agua y aceite. O por adjudicar a la imposición escolar de una u otra los fracasos educativos, como se hizo en el franquismo con la imposición del castellano y como se hace ahora con la imposición del catalán. Y si he defendido y seguiré haciéndolo el derecho de los padres catalanes a educar a sus hijos en castellano no es por razones técnicas, es decir, porque crea que la inmersión lingüística hará más tontos a sus hijos. No: sólo he defendido su derecho a tener caprichos. La política democrática no es sólo la gestión de la supervivencia. También gestiona los caprichos. Y no es posible que los caprichos caigan sistemáticamente a un solo lado de la raya.
Alguien podría pensar que estas conclusiones sólo tienen como objetivo el descrédito del nacionalismo y su minusvaloración. Dado que el nacionalismo catalán, como cualquier otro que no esté basado en la raza, la etnia o la religión, se acoge a la diferencia lingüística, parecería que poniendo de manifiesto la inanidad técnica de esta diferencia se haría lo propio con el nacionalismo y su global pretensión diferenciadora. Parece lógico, pero es un error. Yo estoy por el descrédito permanente del nacionalismo porque me parece una ideología maligna. Pero que un factor diferencial sea irrisorio no me lleva, desde luego, a minusvalorar su importancia y, sobre todo, su capacidad de intimidación. Todo lo contrario. La base de las diferencias puede ser sutil y limitada; pero esa característica no prejuzga sus efectos. Es más: cuando las distinciones son vagas (y hasta camuflables) el margen de arbitrariedad del autócrata, su capacidad de manejo de la situación se ensancha. Así sucedió con aquella memorable corrección que Jordi Pujol, ex presidente de la Generalitat de Cataluña, introdujo con el tiempo en el lema de su casa. Si durante los años sesenta había establecido que “catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”, una década después añadiría como definitivo estrambote: “… y que quiera serlo”. Lo realmente extraordinario de esa supuesta libre voluntad es que en el fondo venía decidida (y evaluada) por el otro. Durante la ocupación nazi de Francia se planteó, como pasó en otros territorios, la pregunta de quién era judío. Se hicieron genealogías, tablas, códigos, que en la mayoría de los casos sólo sirvieron para decidir quién entraba primero en la cámara de gas. Ser judío era algo mucho más incierto de lo que pudiera parecer. La cuestión la zanjó Sartre: “Es la mirada del otro la que convierte a alguien en un judío.”
Así es. Esa mirada trabaja con materiales sumamente volátiles. Una vocal abierta o una ese sonora le bastan para cargarse de razón. Para dotar de una apariencia de rigurosa objetividad a esa mirada que se estableció en la tierra antes que el primer deslinde. ~