Según el diccionario de la Real Academia el odio es “antipatía y aversión hacia algo (¡sic!) o hacia alguien cuyo mal se desea”. La academia tendría que explicarme qué mal le podría yo desear a la basura si, por ejemplo, la odiara. Buscando fuentes más fiables que la RAE, Carlos García Gual destaca varios usos ente los cuales el mas común es el de “enemigo” o “pelea; enfrentamiento, lucha, insulto”, ninguno de los cuales me lleva al uso que, ustedes perdonen, yo le voy a dar.
El pobre odio, que sufre durante siglos una persecución inmisericorde por parte de las diversas sectas entregadas a la difusión de las buenas conciencias, suele ser confundido con otros sentimientos que, ustedes van a volver a perdonar, no le llegan ni a las rodillas, por ejemplo la cólera, el enojo, el enfado la inquina, el asco, el rencor, el revanchismo o el simple y llano encabronamiento momentáneo. Digamos que gente “más moderna” como Aristóteles o Spinoza tiene la prudencia de hablar de odios malos y odios buenos, matiz que la mayoría desprecia despachando al odio en tono negativo.
No hay pasión, sentimiento o ideología que en el mercado de las debilidades humanas no ofrezca algo para que piquemos en su anzuelo: ¡por fin (o al fin) la felicidad!, el amor correspondido y su correspondiente familia, la rebaja de los impuestos, la eliminación de la celulitis, el crecepelo infalible. La superioridad ética del odio consiste en que no ofrece nada, así de sencillo, rien de rien. Es el único sentimiento que no se presenta al mercadillo de los desesperados. Todas las demás pasiones están al servicio de la utilidad.
Castilla del Pino destaca la diferencia entre envidia y odio con un párrafo que no deja de sorprenderme: “Si bien no hay envidia sin odio, se puede odiar sin envidiar al que se odia”. Es evidente que la envidia es moneda común e incluso entre amigos se habla de una “envidia sana”, por lo que si la primera parte de la afirmación es, desde luego, más que dudosa, la segunda parte no merece más comentarios por evidente.
Para todos los amigos que machaconamente me insisten en que all you need is love, y con el fin de evitar malos entendidos y confusiones con los pretendidos sinónimos y antónimos que han degradado esta pasión creadora, dejaré provisionalmente mi definición de odio a la espera de que toda esa gente tan buena y sensible me machaque y abrume con citas nietzscheanas sobre los inconvenientes de ser carcomido por la metástasis del tumus autodestructivo.
El odio brota de la certeza de haber sido estafado, acosado, denigrado y llevado al abismo y, sin embargo, hace de este proceso una pasión que concentra sus ansias de conocimiento en un solo hecho, renunciando al saber del todo por profundización en una sola parte que casi te la parte. Además el odio sólo tiene como destinatario a alguien a quien se ha querido, o al menos con quien se ha simpatizado o se ha sido solidario. Parafraseando al genio de Rasinari, el odio es lo irrevocable en el momento que ya no podemos renovar nuestros pesares.
Queda claro, entonces, que el odio es una pasión por el conocimiento. Aparte de ello hay otra faceta que no ha sido debidamente apreciada, a saber: su voluntad pedagógica. Es falso que el sujeto que odia desee el mal (cualquier mal) del odiado. No es suficiente que una bala perdida aniquile al odiado, ni que una teja le destroce el cerebelo, ésos son accidentes que aniquilan el acceso a la esencia del odio. El odiador puro, el odiador sabio, sólo desea reciprocidad, es decir, que al otro le suceda lo mismo que ha padecido para que así pueda comprender el dolor que causó, aun a sabiendas de que es una misión imposible y de que, por otra parte, jamás se podrá ser tan miserable como el odiado.
El odiador necesita la permanencia del sujeto odiado: es su frontera frente al vacío. Se ve claramente cómo el odio, mucho más que el Ministerio de Educación y todas las ONG juntas, desarrolla los dos pilares de la civilización occidental: educación y conocimiento. En contra de todo lo que se ha dicho, el odio es una pasión subordinada a la razón.
El odio suele ser tratado como masificado, democratizado, tratado como pura abstracción, y eso sí no lo vamos a tolerar los pocos defensores que quedamos de este potente sentimiento en vías de extinción y al que sin temor a exagerar podemos calificar de sublime. El odio es individual, tiene rostro sobre todo porque el odiado tiene mucha cara. Además, nos hemos encontrado con la colaboración inapreciable y al parecer indiscutible de la Ciencia (así, con mayúscula), que ha demostrado que el supuesto enemigo del odio, a saber, el amor, es ciego, en cambio el odio lo ve todo, o sea, la única parte que le interesa. Pero lo más importante es que mientras el odiado primero te exprime afectiva, moral, económica y físicamente, posteriormente te ignora y ningunea, es decir, desapareces, ya no existes para tranquilidad de la conciencia miserable. Por el contrario, el que odia tiene la grandeza ética de seguir reconociendo lo humano, lo vivo que hay en la otra parte. Uno trabaja sus dudas, las decepciones llegan solas. La vida podrá oscilar entre el dolor y el aburrimiento, pero al fin es vida, lo demás sólo vacío y olvido, y no se puede ir a la redención por la vía de la amnesia contra un canto justiciero e imposible que estremece al odio.
El que odia en estas condiciones hace suya la defensa radical del “yo” empírico y finito, lejos de las abstracciones vacías más afines al mimetismo gregario: el Estado, el Partido, el Amor, etcétera. Así de paso rescatamos a ese gran olvidado cuando no vituperado: Max Stirner. Para Stirner, todo lo que nos une a los otros o todo lo que tengo de común con los otros, es sólo relativo respecto al carácter de “mi” unicidad. En resumen, la unicidad no es ausencia de relación, sino que la pretendida relación es ausencia de unicidad. Y mi unicidad, antes que delirar con la Inmaculada Concepción, opta por las preferencias de mi inmaculada decepción.
Los afanes identitarios de todo tipo de ideologías denominan como odio lo que en realidad es otra cosa, quizá más cruel, pero desde luego no odio. Cualquiera de los rostros del mal esconde una parte de buenos propósitos, eso al margen de que conseguirlos conlleve la eliminación de una parte de la humanidad. La eliminación de los indígenas procede de las bondades de la evangelización, la eliminación de los judíos de los buenos deseos para con los arios e incluso, si uno hace caso a Jonathan Littell en su novela Las Benévolas, de un trabajo bien realizado, sin cargos de conciencia, por unos auténticos profesionales en beneficio de lo que quede de la humanidad. Por supuesto, Bin Laden, aparte de luchar contra el infiel, sólo desea garantizar a sus aguerridos muchachos la felicidad eterna. No digamos los valientes gudaris del tiro en la nuca: aparte de quitarse de encima la peste españolista ofrecen cocochas y changurros incluso para el que quede último lugar en los concursos de levantadores de piedras y, faltaba más, que los amantes de la danza no se priven y comprendan que Marta Graham era un tarada al lado de los Nureyev del aurrescu, baile que ni tan siquiera he logrado aborrecer.
En fin, sé que no va a gustar, pero Hitler, que era un cretino, no odiaba a los judíos, de los que pensaba que eran basura y, claro, ya expliqué que a la basura no se la puede odiar. Ya se sabe, la basura a la planta incineradora. En el juicio al criminal Eichman, lo que a éste más le importa destacar es que no odia a los judíos y que él sólo hace el trabajo que le mandan. Por supuesto esto no hace menos criminal el genocidio, pero a la masa se la puede despreciar, te puede dar asco, pero no se le puede odiar por simple claridad conceptual.
El amor, en cambio, tiene capacidad para todo, se puede amar a la humanidad como Benedicto XVI o amar dos mujeres a la vez y no estar loco, se puede amar a los niños, como la tropa de pederastas de Benedicto XVI y resolver ese amor que no puede decir su nombre con jugosas indemnizaciones a los parientes de los agraviados (o amados), se pude amar a los viejitos y en señal de ellos endosarles al nieterío para que no desfallezcan sin sentirse útiles a la sagrada familia y a la ley de la dependencia que ama mucho pero no pone recursos para amar bien del todo.
En fin, ya vemos que hay toda una campaña de embellecimiento del amor; resulta raro confirmar que la opinión general es que el odio carcome las entrañas y en cambio el amor da la felicidad, lo que no deja de extrañar cuando el 80% de los suicidios son por amor y no se sabe de nadie que se haya borrado del mapa por odiar; es más, sólo tengo registro de un tango que ponga en duda las virtudes del odio y hay un catálogo extenso de tangos, boleros y rancheras que narran las desventuras del amor.
“La maté porque era mía.”
Y sin embargo no es sólo la plebe la que sucumbe al embrujo idiotizante de los beneficios del amor. Ya sabemos, con Cioran, que cuando la masa, incluso la culta, adopta un mito, se aproxima o una masacre o una religión, y el amor cumple ambas facetas. Al menos el camino del odio tiene más honestidad y rigor; en tanto que el itinerario del amor ha dejado millonarios a los fabricantes de fármacos y best sellers y ha proporcionado abundantes becas y viajes a los académicos mercantes de la sensibilidad, siempre hay clientes entre los espíritus agrietados. En el odio todo es vértigo, duda que cuajó penosamente; en el amor todo es prejuicio y aparente certeza. Dicho mejor por mi rumano de cabecera: “La dignidad del amor consiste en el afecto desengañado que sobrevive a un instante de baba.”
El casi siempre brillante Guillermo Sheridan (aunque uno tenga derecho a preguntarse por qué un hombre tan inteligente despliega tanta energía en reproducirse en un mundo que él considera despreciable) me decía el otro día –mientras nos entregábamos a la ingesta de vinos en St. Germain– respecto a la cólera de Aquiles, a la que él llama odio, que en realidad Aquiles se odiaba a sí mismo por no soportar el destino de ser, él también, un matador de hombres, y que no sentía odio por Héctor, que tan sólo es un pretexto más para reafirmar el odio que a él lo carcome. En fin, se podría discutir, y entre las múltiples interpretaciones, apuntarse a la que señala que el desarrollo de la cólera tiene varias determinaciones, sin faltar las cabronadas de Agamenón, sobre todo el asunto de Briseida y la muerte de Patroclo. El odio por Patroclo, la verdad, no viene a cuento, pues él mismo proclama que no fue Héctor sino que “lo mató la parca funesta”. Sólo haré notar que el odio a uno mismo no refuta mi argumentación sino que la fortalece: quien es consciente de sus miserias es el mejor preparado para escudriñar en las abundantes de sus semejantes. Ya lo dijo Cioran: “¿Nuestros ascos? Desvíos del asco que nos tenemos a nosotros mismos”. Dicho lo cual, espero paciente a que Guillermo me destroce en su “Minutario”, pero debe recordar que, como escribió él mismo a propósito del Quijote (y de cualquiera), “se puede ser (al mismo tiempo) el ángel de la sabiduría y el demonio de la iracundia”. Sheridan me reprocha que “si en verdad quiero ser malo, no se teoriza, se jode”. No, Guillermo, eso es para el vulgo. A continuación hace una buena pregunta: “Si alguien odia al objeto de tu odio aún más que tú… ¿te pondrías celoso?” Pues no, mi odio es exclusivo para mi ser, los demás odios no le atañen salvo que en la brutalidad del odio mal entendido de otro elimine a tu objeto; en ese momento origina la suspensión de tu forma de odiar, pero no provoca celos. Como diría Georges Brassens en su epitafio: “Cerrado por defunción”.
Para quienes me acusan de abusar del ad hominem en el tratamiento de este tema les regalo esta perla del mismísimo Sheridan: “El odio sólo es ad hominem cuando es ad feminam”.
La más extendida versión de la cólera de Aquiles suele contarse de otra manera. Al recibir Aquiles la noticia de la muerte de Patroclo (de la que es culpable en parte al sustituirlo en la defensa de los aqueos), desata su furia contra el troyano olvidando su rencor contra Agamenón. Curioso odio es éste que es fácilmente sustituido por otro y al que además se rebaja al pasar a denominarlo rencor. O sea: el odio contra Agamenón ya no es odio porque se desplaza contra Héctor y, ¡ahora sí!, ya es odio… Además, si uno revisa las interpretaciones sobre el asunto verá que se insiste, además, en el desplazamiento del odio de una a otra persona en la gradación: Aquiles “odia a los troyanos y en especial” a Héctor. En cualquier caso, tanto en el de Sheridan como en los otros subyace una especie de Destino del que no se puede escapar, y yo estoy intentando (aunque no me perdonen) referirme a un concepto del odio que procede de un enfrentamiento con la realidad a la que se responde con una razonamiento: mejor el desatino propio que las amarras del Destino.
Por otra parte, la casi siempre gran pensadora Elena Salgado, no la ministra de las prohibiciones sino la que fuma como chimenea, se apunta a la tan manida teoría del resentimiento nietzscheano, sin tener en cuenta que el delirante Federico podía lanzar todas las proclamas teóricas sobre el asunto aunque él fuera un gran “odiador”, pero, como siempre, desplazando en lo teórico a lo colectivo, pero en lo personal a lo individual. Pero Nietzsche piensa que la venganza es más dulce que la miel y es su represión lo que lleva al odio y al resentimiento. Entonces, a pesar de la pensadora del Retiro y de las iluminaciones de Nietzsche, el odio estaría incapacitado para la venganza por culpa del resentimiento. Nietzsche sabía que la cristiandad recomienda la mansedumbre para contrarrestar la ira y la cólera, y no parece que la mansedumbre sea una pócima que fuera del gusto del pensador. Por si fuera poco, no faltan entre los lacanianos quienes consideran entre los odios más puros los que carecen de agresividad: ¿en qué quedamos? El problema de la pensadora del Retiro es que en su retiro ha optado por la placidez de la bondad equidistante, y quizá, pobrecita, piensa que en el mundo abunda gente como ella (la decepción confirma la regla), y claro, se equivoca; el mundo está lleno de miserables y criminales que sólo esperan el momento oportuno para mostrar su eficacia. Como dijo el poeta J. L. Rivas, gloria de las letras veracruzanas, “un millón de paranoicos me persiguen”.
Dos de los grandes teóricos del odio, E. M. Cioran y W. Hazlitt, también suelen confundir el odio con sentimientos menores.
Respecto a Cioran, la cuestión es más o menos sencilla: el rumano simplemente detesta la existencia y maldice contra la tentación de existir, a partir de ahí no hay matices e intercambia los adjetivos en todas sus variables. La gran ventaja del perseguidor de “ese maldito yo” es la maestría con la que maneja el humor negro, y por eso es poco importante el uso del odio: en este caso es más notable el estilo que el contenido.
La deliciosa prosa del ensayista inglés es más conocida por trabajos sobre estética y poesía, pero entre sus joyas nos deja “El placer de odiar”, un texto que si hoy todavía es políticamente incorrecto más lo era cuando lo escribió sobre 1820. El problema está en que Hazlitt estaba adscrito a una corriente filosófica conocida como el emocionalismo que cree firmemente en la existencia de las ideas innatas y está marcado por el método entonces llamado psicologista, según el cual nuestro conocimiento del mundo se sustenta en las impresiones que los distintos objetos provocan en nuestro cerebro. Para Hazlitt, en todo movimiento humano hay un principio de hostilidad en el que triunfa la ira cuando no es tocada por “las buenas costumbres”. En cambio, “el amor, a poco que flaquee, cae en la indiferencia y tórnase desabrido: sólo el odio es inmortal”.
“La naturaleza parece realmente (y tanto más cuanto más la observamos) hecha de antipatías y contrarios; sin algo que odiar, perderíamos el veneno del pensamiento y la acción”. Este párrafo es una primera muestra en la que se ve claramente cómo Hazlitt no matiza y usa tan tranquilo lo mismo la palabra antipatía que la palabra odio.
El inglés adivina en nosotros un exceso de bilis que necesita ser empleado en algo, por ejemplo “terquedad, venganza, terror y odio”, o sea aquí ya encontramos cuatro nombres para definir el fenómeno.
De todas formas basta un solo párrafo de Hazlitt para perdonarle los deslices en el uso del odio. Véase si no esta joya: “El placer de odiar, como sustancia ponzoñosa, roe el corazón de la religión y lo llena de resentimiento y beatería; hace del patriotismo una excusa para llevar el incendio, la peste y el hambre a otros países; no deja a la virtud otra cosa que el espíritu de reprobación y un prurito mezquino, envidioso e inquisitorial de escudriñar las acciones y motivos ajenos. ¿Qué han sido las distintas sectas, credos y doctrinas sino tantos pretextos para querellarse, reñir y hacerse pedazos entre sí, a manera de blanco contra el cual disparar? ¿Supone alguien realmente que el amor inglés a su país entraña un verdadero sentimiento de amistad ni el menor deseo de servir a sus compatriotas? No; lo único que supone es odio a los franceses, o hacia los habitantes de cualquier otro país con el que a la sazón se halle en guerra”.
Hazlitt resume: “Odiamos a los antiguos amigos; odiamos los libros leídos, odiamos las ideas pasadas y acabamos odiándonos a nosotros mismos.” Sin embargo, pocas páginas después redunda: “en cuanto a mis opiniones pasadas, la verdad es que estoy harto de ellas”.
Aquí el odio ya es hartazgo, el hartazgo de quien sucumbió al optimismo y ve apagarse la esperanza en “los ecos de libertad que han resonado en España” y entonces el odio se convierte en el “hábito nauseabundo del fanatismo”. Pero, ya para terminar, razón no le falta. “Equivocado como siempre estuve en mis esperanzas públicas y privadas, calculando a los demás con arreglo a mí mismo y errando siempre en el cálculo; sin cesar defraudado donde más confianza puse; juguete de la amistad y pelele del amor, ¿no tengo acaso razón para odiarme y despreciarme? Así lo hago en verdad; y más que nada por no haber odiado y despreciado lo bastante al mundo.”
Después de discutir estas reflexiones con gente más dada a lo literario, me encuentro con un “filósofo duro”, que además usa “un método”, Javier Echeverría, quien en el templo madrileño al que acudimos hace muchos años a beber con el pretexto de cenar me larga una serie de reparos que a continuación resumo:
1) Savater basa la ética en el amor propio. ¿Puede haber una ética (o antiética) del odio propio? Si lo hubiera sería una pasión extraordinariamente creadora, una pasión por conocerse a sí mismo (argumento en el que Echeverría ve que insisto). De esta manera la reciprocidad (que al otro le suceda lo mismo que uno ha padecido) estaría garantizada, incluso resultaría seguro que se “es tan miserable como el odiado” (hasta aquí Echeverría).
Es claro que en el sentido en que Savater define el amor propio, no es posible encontrar coincidencias con el odio propio. Para Savater, su ética es “una propuesta de vida de acuerdo con valores universalizables, interiorizado, individual y que en su plano no admite otro motivo ni sanción que el dictamen racional de la voluntad del sujeto”. Esta ética se opone a la ética altruista que nos invade. Es autoafirmación del propio ser y anhelo de excelencia y perfección.
Pienso que el sentido savateriano de la ética se ve atravesado por la función política, asunto que al odio le tiene sin cuidado de la misma manera que el anhelo de excelencia y perfección (lo que no excluye una pasión por conocerse a sí mismo). En lo que sí podemos encontrar alguna afinidad es en no admitir ninguna sanción que no proceda del dictamen racional de la voluntad del sujeto.
En lo referente a que el deseo de reciprocidad con el odiado garantizaría que se es “tan miserable como el odiado”, podría ser cierta la afirmación de Echeverría si el odiador fuera el causante directo de la desdicha del odiado, pero no si le sucede lo mismo pero causado por un tercero, aunque, claro, ya no se le podría llamar recíproco, vamos, que si quiero afinar la teoría, para ese argumento tendré que buscar otro nombre. De todas formas, hago notar que yo dije “la imposible reciprocidad.”
Finalmente sobre este punto Echeverría incurre en el más común de los errores y es el de anteponer el amor al odio cuando lo contrario del amor es… ¡el aburrimiento!, o sea Tánatos.
2) La segunda anotación de Echeverría dice así: “Derivación de la pregunta anterior: el amor a Dios es el primer mandamiento para el creyente, ¿sería el odio a Dios la regla del descreído? Pienso que no. El agnosticismo requiere un a-pathos respecto a Dios. El odio es una forma de creer en (y desear) la existencia del ser odiado. Segunda derivación: ¿el odio a otras entidades abstractas (Estado, patria, país enemigo, infieles, razas inferiores…) es posible? Por lo que dices parecería que no, porque sólo se odia a una persona, pero así como Dios ha sido como persona (uno y trino), otras entidades abstractas también suelen ser personalizadas por el que las odia. Hay gente que cree odiar a entidades abstractas.”
En esta anotación Echeverría me pregunta y prácticamente se responde. En efecto, el amor a Dios es “un mandamiento” y el odio no acepta otra voluntad que la de su racionalidad autónoma. Ya he explicado que lo que se toma por odio a entidades abstractas no es más que ignorancia, desprecio, ideología, estrategia belicista, etcétera, pero no odio que requiere el conocimiento personal del odiado y, si no un previo amor, sí al menos una mínima solidaridad anterior. La parte final la explica muy bien: “hay gente que cree odiar”: pues eso… cree.
3) Dice Echeverría: “Tendrás que comentar a Freud. El odio al padre es un clásico de la reflexión sobre el odio. Para Freud dicha pasión no sólo es creativa, sino constitutiva del individuo. También se podría mencionar el tánatos como pasión destructiva, aunque a mi modo de ver es algo distinto del odio. Eros es Amor, pero Tánatos no es odio. Esto remite a la primera pregunta”.
En un primer momento pensé incluir en estas reflexiones el tan sobado odio al padre, pero varios motivos me hicieron abandonar la idea. En primer lugar, vivo en el barrio de Chueca en pleno gobierno de Rodríguez Zapatero, y ello me obliga a ciertas preguntas. Una vez legalizado el matrimonio gay, ¿a cuál de los dos padres o madres tendría que matar y con cuál de los dos padres o madres me tendría que revolcar? Misterios del Edipo contemporáneo. En fin, ya me veía yo en la tarea de matar a mi padre, unos de los pocos hombres a los que no he tenido ganas de matar y luego pegarme un revolcón con mi madre, que, la verdad, no era de mi tipo y que debe ser una de las pocas mujeres con las que no me he puesto cachondo.
Por otra parte, Freud no utiliza el odio como lo opuesto al eros, sino que pone en su sitio a tánatos. En efecto, para Freud el odio al padre no sólo es creativo, sino que es constitutivo del individuo.
El asunto es que en la construcción de su “poerótica”, Freud, con su magnífica prosa, se empeña en crear tipos generales marcados por la infancia y la determinación familiar, y este análisis lo empuja entre las arenas movedizas del inconsciente, y lo que he tratado de dibujar es que el odio pertenece plenamente al consciente por muy inconsciente que éste sea. Por otra parte, ya Roland Jaccard demostró que, siguiendo las generalizaciones freudianas, todos somos “El hombre de los lobos”, y el pasmoso avance de las neurociencias ha dejado tocado el análisis freudiano, lo que, por supuesto, no le hace perder el valor que en su momento tuvo, sobre todo en el terreno de la sexualidad.
4) Echeverría pregunta: “¿Es duradero el odio? ¿Se puede dejar de odiar? En suma, ¿cómo se produce el odio a lo largo del tiempo?”
Con el odio pasa como con la belleza (no confundir con estupefaciente del amor). Cuando se dice que “cayó fulminado por el rayo de la belleza”, con el odio pasa lo mismo, pero con una diferencia fundamental: con la belleza uno se topa de repente, sin aviso, se queda uno deslumbrado y ese instante se pretende eterno, pero puede ser sustituido repetidas veces y quedar tan sólo como algo estupendo que se recuerda, sin por ello sentir el escalofrío de la belleza.
Uno también cae fulminado por el rayo del odio, pero el odio ya era conocido en su máscara normópata. Con lo odiado se ha convivido hasta el momento justo de su transformación. La belleza se deteriora, el odio permanece, sólo se puede dejar de odiar con la muerte del uno o del otro, o quizá, nunca se sabe qué hay tras ese silencio, con el Alzheimer (por supuesto del odiador).En su obra (¡que topicazo!) La paz perpetua, Juan Mayorga pone en boca de uno de sus personajes, Odin (suponemos que el señor nórdico de la sabiduría y la guerra), la siguiente frase: “El que quiere pegarte huele distinto que el que te va a acariciar”. Es un desinformado: son el mismo.
Dicho todo lo anterior quiero dejar claro que no ha faltado quien ha hecho todo lo posible por desatar mi odio, pero no ha sido posible, ya se sabe: nobody is perfect. Muy a mi pesar, en eso como en otros asuntos no he conseguido acceder a ese grado de perfección. Eso sí, odio no: asco y desprecio, todo. ~