La trastienda de Auschwitz

En "La zona de interés", el director Jonathan Glazer hace del oído la principal vía de percepción del horror. Establece así un quiebre tajante con el morbo hipervisual de nuestra época
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Una pantalla negra se dilata en tiempo y espacio ante nuestros ojos en la sala de cine. Por dos o tres minutos esperamos que comience la acción de una película que ya ha iniciado, pero solo escuchamos sonidos inquietantes y difíciles de discernir mientras la negrura parece extenderse como un abismo ante nuestra vista. Acostumbrados como estamos a ser testigos oculares de lo que nos rodea, queremos ver, pero ignoramos cuánto más durará el estado de trance al que el sonido ciego nos conduce.

Así arranca La zona de interés, de Jonathan Glazer. A continuación, el director presenta a una familia ideal –el comandante Rudolf Höss (interpretado por Christian Friedel) con su esposa Hedwig (Sandra Hüller) y sus cinco hijos: el mayor preadolescente, la menor recién nacida–, quienes viven en una casa de tamaño considerable, con alberca, jardín y huerto, además de un séquito de sirvientes. En las cercanías de la casa hay dos campos: uno, el que se nos muestra, es un bosque idílico con un río cercano y suficiente espacio para cabalgar y explorar; el otro, el que no vemos, es el campo de concentración de Auschwitz, colindante con el terreno de la casa.

El tema del Holocausto se ha tratado en el cine, tanto de ficción como documental, mediante una gama de estilos y discursos que van, entre muchos ejemplos intermedios, desde La (hollywoodesca) lista de Schindler de Steven Spielberg o el ejercicio cursi y narcisista de Roberto Benigni en La vida es bella, hasta el riguroso documental Shoah de Claude Lanzmann. La singularidad de La zona de interés recae en la forma de retratar a los personajes desde ese lugar perfecto que habitan, mientras que de lo que hay del otro lado de la barda de cemento rematada por alambre de púas se nos revelan solamente los tejados de las barracas y las chimeneas que no dejan de echar humo.

A Glazer no le interesa repetir aquello que tanto se ha mostrado. En su personal interpretación de la novela de Martin Amis, en la que está basada la película, el director da por hecho que no hay ignorantes del tema. Glazer sabe que sus espectadores sabemos lo que ocurrió y no necesitamos que use su tiempo para relatarnos o enseñarnos las imágenes de hechos innegables. La cinta despoja al revisionismo histórico de toda posibilidad y hace del oído la principal vía de percepción, tanto para quien mira la película como para los habitantes de la trastienda de Auschwitz.

De la misma manera que asume la falta de inocencia del espectador, La zona de interés enfatiza las diferentes maneras en que cada uno de los personajes toma conciencia de lo que ocurre del otro lado del muro. Sin que sean testigos oculares, entendemos su conocimiento cuando una de las niñas sufre de incontinencia o cuando el niño mayor encierra a su hermano en el invernadero y abusa de su poder igual que un oficial nazi lo haría con un prisionero. Lo intuimos en las excursiones de tono onírico de una de las hijas, proyectadas en negativo y en blanco y negro. Obsesionada con Hansel y Gretel, imita al niño del cuento de los hermanos Grimm y sale al bosque a distribuir terrones de azúcar y manzanas para marcar el camino a los deportados y evitar que la bruja del nazismo los hornee. Una noche, la niña encuentra la partitura de una canción que habla de libertad y esperanza y al día siguiente la vemos tocar al piano el poema subversivo. Pero el conocimiento más evidente, que rebasa la complicidad, es el de Hedwig, quien abiertamente disfruta de su apodo como “la reina de Auschwitz” y habla de todas las ventajas de tener de vecino al campo de concentración, esto es, conseguir artículos de lujo y productos decomisados a los judíos deportados, ya sea antes o después de gasearlos.

Sin embargo, no todos los objetos que provienen del campo resultan tolerables: un valioso abrigo de pieles sí, pero no el lápiz labial que Hedwig encuentra en la bolsa del mismo y que, después de probárselo, limpia de sus labios con fuerza antiséptica. Con esa misma fuerza Rudolf hace que laven a sus hijos después de encontrar un resto humano en el agua del río en el que se bañaban, y él mismo se asegura de aseptizar su pene después de tener sexo con una de las sirvientas. El sentido del tacto amenaza con evidenciar sus debilidades y las del sistema, y la única manera de conjurarlo es mediante la limpieza profunda.

La banda sonora no da respiro durante los 105 minutos que dura la película. Detrás de cada diálogo y entreverados en cada conversación escuchamos disparos, perros ladrando, órdenes vociferantes y gritos desgarradores. Nadie parece notarlo salvo la mascota de la familia, que reacciona a los ladridos de sus vecinos, y la bebé que llora sin parar. La nana alcohólica parece estar a punto de enloquecer por los llantos, pero no por los disparos ni los gritos que provienen del campo; esos últimos son triviales. Mientras más domésticas son las escenas, más artificiales parecen, como si en cada minuto de la existencia los protagonistas tuvieran que hacer un esfuerzo por normalizar el estado de las cosas.

El mundo simulado, feliz y “sano” que habitan los personajes de la obra de Glazer es vecino del territorio del crimen a escala industrial y patrocinado por el Estado. La barda obstruye su mirada y tanto los protagonistas como sus cómplices, cada uno por sus particulares razones, prefieren no manifestar curiosidad alguna; como si la vista fuera el único sentido que pudiera implicarlos como responsables. A pesar de los sonidos y olores que delatan las matanzas, y aunque inhalen las cenizas de los muertos día y noche, los vecinos de Auschwitz no ven la masacre genocida y su existencia sigue su curso con la dignidad que corresponde a la gente de bien.

Glazer crea así una obra que prescinde por completo de íconos visuales, reproduciendo la manera en que se gestionaba el horror en la Alemania nazi. Durante el Holocausto, tal como se ve en La zona de interés, la ceguera voluntaria e institucional era la receta para desvincular a los ciudadanos de toda responsabilidad. Los nazis esterilizaban el sentido de la vista para atraer más adeptos cuya participación era enaltecida. Utilizaban eufemismos engañosos para no evocar imágenes de la realidad de los campos. La propaganda de limpieza étnica invitaba a involucrarse en el acto noble de lealtad a la patria, manteniendo las manos y los ojos limpios. La carencia de imágenes icónicas del horror en esta película de 2023 establece un contraste radical entre la mitad del siglo XX y nuestro tiempo, en el que nada parece satisfacer el morbo hipervisual que permea toda actividad humana.

Hacia el final del filme, Glazer nos muestra desde cierta distancia, sin acercar la cámara, a un Rudolf Höss resuelto y orgulloso por su reciente promoción, mientras baja las interminables escaleras del edificio vacío. De pronto se detiene y arquea su cuerpo. La distancia no nos permite ver si vomita o solo escupe. Lo que sigue es una especie de pausa, a manera de espejo, que saca de balance a los espectadores y los aterriza, desde su propio tiempo, en la banalidad visual que implica el turismo histórico. Es una escena que incomoda justamente debido a su simplicidad e intrascendencia. Una vez establecido esto, regresamos con el protagonista y su empresa desde la distancia prudente de nuestra butaca. ~

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es escritora, traductora, diseñadora gráfica y fotógrafa, autora de la novela Triple crónica de un nombre (Lectorum, FCEC, 2003), que obtuvo mención honorífica en el Premio Juan Rulfo para Primera Novela 2002, y del ensayo Sobre Paul Auster: Autoría, distopía y textualidad (Lectorum, 2012), así como de obras de ensayo, narrativa breve y teoría literaria publicadas en coautoría.


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