La búsqueda de cambios desde el poder a la cultura política de las sociedades solo se da con la imposición de una revolución o a través de la manipulación de la historia. Algo muy distinto ocurre cuando las instituciones formadas en reacción a periodos negativos sirven para encaminar los aprendizajes de esas mismas sociedades y las modificaciones surgen por medio de ellas. En México, por encima de nuestra evolución democrática, el ambiente de los últimos años y una obsesión por parte del gobierno federal con sus muy particulares interpretaciones históricas ha generado un fenómeno que bien valdría asumir como condición.
Algunos conjuntos de obras, pocos, permiten leerse en códigos aparentemente diferentes a los que se les supone a primera vista. Son aquellos capaces de entregar bases ajenas al tiempo y al instante, mientras son aplicables a ambos. Entre ellos, de manera excepcional se encuentra la obra de Paul Ricœur, filósofo francés ocupado de la finitud, de la relación entre maldad y bondad, de la justicia –no exclusivamente en términos jurídicos–, de la historia y de su narración: de la memoria. De sus múltiples usos, formas y estructuras, los espacios de su interpretación, sus límites y riesgos.
En La historia, la memoria, el olvido, Ricœur escribió alrededor de la interrelación de memorias colectivas de lo ocurrido, del recuerdo individual de lo que sucedió y de la forma en que un hecho cualquiera es contado. Para El justo, uno de sus últimos textos, definió: “La política en su sentido más amplio, constituye la arquitectura de la ética”. Entonces, puede convertirse en su opuesto más perverso y derrumbar todos los espacios éticos imaginables.
A un tiempo como el nuestro, que exige retomar a Hanhah Arendt constantemente a causa de los diferentes exabruptos políticos –Trump, Orbán, Putin; el catálogo es largo y se extiende de lo local a lo global– le hace bien fijarse en su contemporáneo francés, Ricœur. No solo para preguntarnos acerca de la fijación actual en eso que llamamos indistintamente narrativas, tampoco únicamente para entender las estructuras de la construcción histórica más formal, el campo en el que he visto que se le tiende a ubicar.
Como intelectual de un siglo lleno de vergüenzas, de exacerbaciones identitarias y de autoritarismos, el quehacer político siempre estuvo entre las preocupaciones de Ricœur. Al igual que Arendt, reflexiona lo político más allá del evento, y así se suscribe a él. Por su vocación a insertarse fuera de los contenedores reales y posibles de la historia, duda de las utopías, mientras las reconoce como imprescindibles pese ser un arma de doble filo, indisolubles del comportamiento político, al igual que las ideologías. Las critica como facilitadoras del pensamiento o la seducción autoritaria. Rechaza el pragmatismo extremo de lo que hoy conocemos como realpolitik y también de los aires de salvación en los políticos demagogos; aquellos que recurren a una retórica moral y simplificadora, fácilmente maniqueos y escudados en posturas ideológicas.
El fenómeno mexicano de los años recientes encuentra aquí el espejo más preciso a las preocupaciones en el trabajo de Ricœur. La recurrencia desde el poder a usar la historia como instrumento político, transformándola en esbozos de monografía escolar, es ejemplo de su análisis al empleo del relato del pasado para afirmar pertenencias. El francés insiste en que, si bien ese relato histórico está sujeto a los intereses, inclinaciones y objetivos de quien lo cuenta, no admite subjetividades absolutas. Por eso se decanta por el qué, encima del cómo. En México ha ocurrido lo contrario. Quien cuenta el relato, cobijado por los fueros de un entendimiento ideológico, usa una visión limitada de la realidad –eso son las ideologías– como atadura que rechaza lo que se encuentra fuera de su construcción, de su narrativa. Elige olvidar todo lo demás. Asume su necesidad de asirse a símbolos para estructurar los espacios de la maldad y, con ellos, se plantea como víctima y jamás como responsable.
Hemos perdido el pudor útil en las relaciones entre el poder y su perversión hacia la historia y la memoria, hacia la palabra como testimonio y construcción de la identidad. Para Ricœur, la memoria es imprescindible en la composición política. Advierte que los ejercicios de poca memoria siempre dañan. También los que tienen demasiada: crean sociedades dependientes de sus interpretaciones y, en ausencia de ética, las subjetividades explotan.
La herramienta primordial de la política es la retórica. Se gobierna desde el discurso, pero todo discurso puede volverse sin gran dificultad un arma, dejando de gobernar por la gracia de una voz empecinada en ser el único traductor de los pasados, presentes y futuros. Un único jefe o interprete solo puede provocar conflicto. Elimina el principio democrático del mal menor al solo contar con un supuesto bien superior. En México, utilizando la historia y tergiversando la memoria colectiva, quien llegó hace más de cinco años al poder se encargó de afianzar una victoria que en términos democráticos no requería de la artimaña. Lo electoral era suficiente. Gane o no el oficialismo en las siguientes elecciones, ¿qué quedará de esta forma de pensamiento, tanto en su organización política como en sus votantes?
Ni el cómo o el qué, importa en exceso el quién. Una receta para la convivencia política tóxica donde un traductor único de la temporalidad ni siquiera es reflejo de la tradición de caudillos, sino de una niñez incapaz de entender la relación entre el bien y el mal.
Asomos de esa mala pedagogía política han impregnado nuestra realidad democrática. De ahí que sea un fenómeno, una condición.
El abuso de lo histórico, conjugado en todos sus tiempos, eliminó la revisión de un pasado ideológico con infinidad de carencias. Sin embargo, lo ideológico se prestó como el gran manipulador de memorias ambidiestras. Salir de eso no será tan sencillo.
En las aspiraciones de Ricœur estaba la creación de instituciones abiertas a debates contradictorios. Una sociedad política y plural se da con el intercambio de los desacuerdos racionales al interior de una nación. En especial cuando fluye la exaltación de identidades, por naturaleza excluyentes del otro y para las que el código aceptable es la anulación. ¿Seguimos manteniendo el piso de la racionalidad?
es novelista y ensayista.