El enigma de la luz / Un viaje en el arte, de Cees Nooteboom

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Por uno de esos acuerdos tácitos que ya no solemos cuestionar ni intentamos desentrañar, los viajes están estrechamente ligados a los museos, presencias ubicuas que ocupan un sitio de honor en cualquier itinerario que se respete. Custodios no sólo del arte y la idiosincrasia cultural sino del aura que Walter Benjamin dio por perdida en nuestra era de la reproductibilidad técnica, los llamados templos de las musas se han vuelto una de las mayores atracciones turísticas –piénsese, por poner un ejemplo canónico, en el Louvre de París– gracias en parte al desarrollo de la “arquitectura abiertamente protagónica” señalada por José Antonio Aldrete-Haas que contribuye a realzar el recinto en detrimento muchas veces de la obra que ahí se resguarda, al grado de que ahora es común que el viajero acuda al Museo Guggenheim de Bilbao a ver las resoluciones vanguardistas de Frank Gehry en lugar de las exposiciones temporales o la colección permanente. Sin embargo, a pesar de que algunos se han convertido en “piezas escultóricas en sí mismas, metáforas de lo que contiene el edificio” –Aldrete-Haas dixit–, los museos continúan siendo una escala indispensable para quien considera que la travesía es una experiencia tanto física como espiritual. Cees Nooteboom, holandés errante donde los haya, lo sabe, y por eso reúne trece textos sobre artistas, ciudades y museos –esa tríada indisoluble– bajo el título de El enigma de la luz / Un viaje en el arte, un volumen lleno de iluminaciones que envidiarían los eruditos y en el que se cumple a cabalidad una de las sentencias más agudas del autor: “El milagro del mundo no reside en todo lo que ha desaparecido, sino en todo lo que todavía puede encontrar aquel que busca.”

La búsqueda y el desplazamiento que esta conlleva hacia y en diversas latitudes es justo el motor que anima la obra de Nooteboom (La Haya, 1933), y basta un repaso de algunos de sus libros para constatarlo. En El paraíso está aquí al lado (1955), su debut, el joven Felipe –trasunto del escritor– cruza Europa pidiendo aventón; en Rituales (1980), Inni Wintrop fracasa en su intento de suicidio y emprende un deambuleo casi baudelaireano por Amsterdam; en ¡Mokusei! (1982), el fotógrafo Arnold Pessers vuela a Tokio en pos de un grial que cristaliza en una modelo japonesa; en En las montañas de Holanda (1984), dos estrellas del music-hall recorren un país mítico de la mano o más bien de la voz del inspector de carreteras Alfonso Tiburón de Mendoza; en La historia siguiente (1991), el profesor Herman Mussert se acuesta a dormir en Amsterdam y despierta en Lisboa para reelaborar la temática del doble; en El día de todas las almas (1998), el reportero Arthur Daane persigue a una misteriosa mujer entre Berlín y Madrid; en El desvío a Santiago (1992) y Hotel nómada (2002), la sombra benéfica de Bruce Chatwin respira a sus anchas. El profundo cosmopolitismo patente en este veloz recuento vuelve a surgir en primer plano en El enigma de la luz, donde resuenan ciertas palabras de Hotel nómada: “Viajar también es algo que hay que aprender, es una permanente transacción con los demás en la que, al mismo tiempo, uno está solo. En ello reside también la paradoja: uno viaja solo en un mundo dominado por los demás.”

Consciente de que “el ciudadano que hoy en día desee ver algo en un museo no tiene más remedio que acorazarse contra sus prójimos”, así como de que “la obra de arte se dirige justamente a ese objetivo en tu interior que alberga un enigma semejante al expresado por la propia obra”, Nooteboom se lanza a una peculiar odisea movido sobre todo por su naturaleza asumida de amante de la observación. La búsqueda –siempre la búsqueda– de la iglesia que figura al fondo de La parábola de los ciegos, uno de los cuadros más célebres de Pieter Brueghel el Viejo, y que el autor encuentra intacta al cabo de cuatro siglos en la localidad belga de Sint-Anna-Pede, ilustra la esencia de El enigma de la luz: estamos frente a la bitácora, llamémosla pictórica, de un observador sagaz y privilegiado, en tránsito perpetuo, para el que “descubrir algo que existe desde hace mucho tiempo es una de [las] experiencias más gratas”. Grata es igualmente la manera en que Nooteboom, acudiendo a una extensa bibliografía aunque sin el tono ampuloso que suele caracterizar al crítico o historiador de arte, se entrega al rastreo de la iglesia retratada por Brueghel –su personal punctum barthesiano– tanto en la labor de Da Vinci, De Chirico, De Gelder, Della Francesca, Friedrich, Ghirlandaio, Hopper, Rembrandt, Tiépolo y Vermeer como en los bronces de Riace, que datan del siglo V a.C. y fueron rescatados del mar Jónico en 1972, y en los seis tapices del siglo XV que representan “los cinco sentidos y un misterio”. Cada artista está ineluctablemente vinculado al recinto que lo aloja de modo definitivo o provisional: el Museo Mayer van den Bergh, el Palazzo Sforzesco, la Haus der Kunst, el Wallraf-Richartz Museum, las capillas de los Bacci y San Francisco, el Museo Estatal de Arte Medieval y Moderno, el Ospedale degli Innocenti, el Museo Arqueológico, el Stedelijk Museum, el Museo Lakenhal, el Rijksmuseum, el Frick Museum. Y si a este listado añadimos las ciudades donde se ubica cada recinto, y que son exploradas tras la pista de los pintores (Amberes y Bruselas, Milán, Múnich, Colonia, Arezzo y Borgo San Sepolcro y Monterchi y Urbino, Florencia, Amsterdam, Leiden, Wurzburgo, Nueva York), tenemos entonces la guía ideal para el trashumante que quiere aprender a extraviarse no en una urbe sino en el orbe siguiendo el consejo benjaminiano.

“¡Viajar! ¡Perder países!/ ¡Ser otro constantemente,/ Por el alma no tener raíces/ De vivir viendo solamente!”, pide Fernando Pessoa en uno de sus textos más hermosos. A diferencia del poeta de las varias máscaras, Cees Nooteboom sale de viaje con la consigna de los grandes aventureros: ganar países, lo que equivale a decir colores y formas, conocimiento y perspectiva, y en última instancia museos. Esa ganancia está presente con creces en El enigma de la luz, un libro en el que artistas, ciudades y templos de las musas demuestran de nueva cuenta la relación afectiva que los une; una travesía efectivamente brillante que nos obliga a recordar que “la continuidad de ciertas cosas es a veces más asombrosa que su desaparición”. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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