La Editorial Colibrí ha publicado este año un nuevo libro del ensayista cubano Rafael Rojas, Motivos de Anteo. Patria y nación en la historia intelectual de Cuba, el cual, al decir del autor, conforma una suerte de trilogía con Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano, que fuera xxxiv Premio Anagrama de Ensayo, en 2006, e Isla sin fin, que vio la luz también en Colibrí. Si el exilio fuera ese páramo donde se pierde la identidad, se extravía la mirada o se opaca la percepción, como cínicamente preconiza cierta zona de la política cultural del régimen cubano, estos libros bastarían para refutar esa peregrina tesis. Decía que es una actitud cínica, pues, cuando se enuncia esa idea, se olvida la poesía de Heredia, la narrativa de Cirilo Villaverde, las Cartas a Elpidio, de Félix Varela, y la obra toda de José Martí, o parte de la obra narrativa de Cabrera Infante, Reinaldo Arenas y Jesús Díaz, o la última poesía de Gastón Baquero o la obra ensayística, narrativa y poética de Lorenzo García Vega, o la poesía de José Kozer, para poner sólo algunos ejemplos sobresalientes.
Sin embargo, dentro de la llamada diáspora de la revolución cubana, no había sido el ensayo un género afortunado. Ahora estos libros vienen a llenar un pavoroso vacío intelectual, ya no sólo dentro del exilio insular sino dentro de la historia intelectual cubana de los últimos cincuenta años. En la estela de un Fernando Ortiz o un Jorge Mañach o un Manuel Moreno Fraginals, Rojas nos brinda una suerte de historia de las ideas en Cuba (sí, las ideas, y, sobre todo, sus relaciones). Con una mezcla indiscernible de historia, ensayo y hermenéutica crítica, el autor ha ido construyendo una paciente, polémica y penetrante indagación en la historia intelectual cubana, sobre todo del siglo xix y primera mitad del xx, pero siempre desde la perspectiva del universo ideológico de la revolución cubana, con el cual continuamente dialoga críticamente.
Rojas, quien pertenece a la llamada generación de los ochenta, muy conocida por la apertura y/o ruptura cosmovisiva que protagonizó desde la narrativa, la poesía y la expresión plástica, fundamentalmente, y que acaso algún día se calificará como una cultura posrevolucionaria, ha dotado a la cultura cubana más reciente de la imprescindible reflexión ensayística, que también han frecuentado con mucho acierto otros escritores de su generación, como Iván de la Nuez, Víctor Fowler o Antonio José Ponte, entre otros, pero ninguno con la persistencia y, sobre todo, con la abarcadora mirada de Rojas.
Tres citas muy significativas le sirven al ensayista como pórtico de su Motivos de Anteo. Una reflexión de Simon Schama sobre la necesidad de la ironía como resguardo contra la perspectiva mítica; una confesión desoladora y escéptica de José Enrique Rodó, y un juicio de la Condesa de Merlín sobre la falta de historia, tradición de un pueblo nuevo como Cuba… En una historia ahíta de teleologías, donde hubo que inventar, como pedía Lezama, “el mito que nos falta”; en una historia que ha hecho a veces del mito la justificación del despotismo, viene bien el otro mito, el de la desmitificación, o el reverso de la ironía o ese lúcido escepticismo que pedía el Juan de Mairena de Antonio Machado.
En este libro, como en Tumbas sin sosiego, Rojas hace derroche de otra característica, la cortesía intelectual y, a contrapelo de la falta de cortesía que se ha adueñado del panorama cultural cubano de los últimos cincuenta años, el autor la encuentra en la misma historia intelectual republicana, por ejemplo, la cual ha sido acaso la más asediada desde la intolerancia o una visión unilateral amparada en la tiranía de la ideología marxista-leninista o en un selectivo nacionalismo. Necesaria esa perspectiva de Rojas, siquiera sea para intentar reconstruir el diálogo por sobre el monólogo, siquiera sea para barruntar una mirada integradora, democrática, para un incierto futuro.
El libro se divide en tres partes: una primera, “Los nombres de Cuba”, la más historiográfica, muy siglo xix, donde el ensayista, a través de las nociones de tierra, sangre y memoria, trata de reconstruir la imagen sucesiva y controvertida que de la patria y la nación fue perfilándose por distintas corrientes ideológicas (separatistas, anexionistas, autonomistas) hasta llegar, incluso, al presente. Tanto en esta primera parte, como en el inicio de la segunda, sobresalen dos ensayos sobre José Martí, “Lecturas filiales de José Martí” (problemática del canon mediante) y “¿Otro gallo cantaría?”, este último donde el autor intenta responder a esa pregunta perpetua del imaginario político cubano: “¿Qué habría pasado si José Martí no hubiera muerto en Dos Ríos el 19 de mayo de 1895?” Esa pregunta le sirve al autor para asediar en la segunda parte a otros cuatro importantes intelectuales republicanos: Ramiro Guerra, Enrique José Varona, Jorge Mañach y Fernando Ortiz. Es esta parte la más rica en percepciones novedosas, siquiera sea por la visión unilateral con que ha sido estudiada hasta ahora. La tensión entre la historia real y una perspectiva democrática preside muchas de las problemáticas aquí abordadas.
Finalmente, la tercera y última parte, titulada “Poéticas de la historia” –mi preferida–, constituye la más propiamente ensayística. El autor se centra en las poéticas de la historia que secretó el legendario grupo Orígenes, fundamentalmente José Lezama Lima, Cintio Vitier, Virgilio Piñera y Eliseo Diego. Dos ensayos no puedo menos que calificarlos de brillantes: “Newton huye avergonzado” (dedicado a Piñera) y “Tan callado el maestro” (a Diego), pues es en éstos donde Rojas hace verdaderos aportes cognitivos.
Claro que la perspectiva escogida no nutre la zona más propiamente singular de los origenistas, la del pensamiento poético, sino la actitud ante la historia, que fue marginal en ellos. Pero ya la comprensión de esta consciente preterición ayuda a fijar como profundo síntoma histórico la diversidad de respuestas o preguntas que frente a la Historia pergeñaron los principales escritores origenistas. Interesantes los deslindes que hace Rojas entre las diferentes poéticas de la historia de Lezama y Vitier (a menudo mal comprendidas). En el caso de Lezama, esa profunda distancia que existe entre la descomunal propuesta imaginal del autor de Paradiso y sus incursiones ideológicas, es acaso sentida por Rojas cuando prefiere la intelección de Ramón Xirau por sobre otras. Por eso, acaso, el autor se mueve más libremente cuando asedia a Virgilio Piñera, cuya poética pertenece, a diferencia de la del resto (con excepción de las ideas de José Rodríguez Feo y, sobre todo, la de Lorenzo García Vega, de cuya ausencia se resiente algo la visión de conjunto de Rojas), a la llamada modernidad.
Con respecto a la ya aludida intelección de Diego, mejor dejar hablar al ensayista para apreciar la calidad de su prosa y la profundidad de su mirada:
Eliseo Diego no nos dice, en su ejercicio contrafáctico, si la historia de Cuba habría sido mejor o peor sin tanta sangre: sólo insinúa que, tal vez, hubiera sido diferente. Esa gracia elusiva nos remite a una poética de la historia resguardada de ideologías y doctrinas, de grandes relatos y pequeñas maniobras. La suya es, en síntesis, una historia domesticada por la poesía, una nación apaciguada por la familia, una política adecentada por la piedad y un Estado invadido por la vecinería. Así, calladamente, discurre el maestro sobre el drama de su país. Ese resguardo poético de la escritura y esa visión alegórica del pasado hacen de la lírica de Eliseo Diego un testimonio resistente a los vaivenes del tiempo, un guiño de la eternidad al que siempre podremos corresponder con un leve gesto. Una estancia acogedora que siempre estará ahí, esperándonos a la vuelta de cada esquina peligrosa, ofreciéndonos cobijo, entre dos horrores, entre un estruendo y el otro. ~