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Pasar el umbral

El diverso y espantoso catálogo de la violencia en México deja asomar algo aún peor: la relación que hemos construido con ella.
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Supongo que es innecesario hacer un inventario de las últimas décadas para reconocer que la violencia es una expresión enraizada de la composición nacional. El vistazo diario y breve sobre la fuente de información que guste el lector permitiría compartir la idea, sin importar afinidades políticas. Si de cualquier forma queda espacio para dudas, vale recordar la anormalidad de convivir entre los asesinatos cotidianos de postulantes a una elección, registrar los enfrentamientos que devienen en muertos en diversas regiones del país, de ver las notas que consignan el hallazgo de partes desmembradas, de asumir sin complicaciones el desplazamiento de comunidades a causa de la inseguridad o el miedo, la extorsión a comerciantes, el secuestro, la desaparición, el tráfico de personas o el infanticidio y los linchamientos. Nuestro catálogo de violencias, excesivamente amplio, diverso y espantoso, deja asomar un estado aún peor: la relación que hemos construido con ellas.

En México la vida se ha hecho de duelos. También ocurre en otros lugares. Medio Oriente o partes del norte de África, los terrenos más habituales de mi trabajo, son estandartes de violencia convertida en la patología social por excelencia. Sin embargo, llevan una ventaja. No he encontrado ahí voz indispuesta a reconocer la enfermedad. Se admite su comportamiento, parecido al del malestar físico. Su capacidad de transformarse en aire y solo dejar respirar sus humores.

En este país podemos transitar, escribir o gobernar sin el peso aterrador de la violencia circundando cada espacio. Y rechazamos que eso está mal. Gracias a un juego perverso de multipolaridades, este, mi otro territorio, ha conseguido perderse en sus nociones de excepcionalidad para eludir el consenso de la gravedad. Aquí se permite negar la crisis en la banalización absoluta del poder y el ejercicio político. Rompemos la línea de aprendizajes que mutaron las tolerancias a la violencia. Cruzamos el umbral.

Cuando la muerte es omnipresente lo primero que se desprecia es la vida. Ya no la de individuos solamente, sino el concepto de vivir.

Si bien cada territorio se podrá escudar en sus particularismos, existen bases generales de la civilidad. Lo que se encuentre fuera de sus niveles más bajos es la selva. Nosotros la abrazamos, le damos forma de color local, le imprimimos aspectos culturales como si fuesen determinantes, cuando ocurre precisamente lo contario.

Esas bases generales provienen de la tragedia. Lo que entendemos como la historia se construye junto a los eventos, su relato y recuerdo con la sucesión de violencias y la forma en que reaccionamos a cada una; durante y después. Los episodios de avance social surgen de la mediana tranquilidad que se alcanza entre crisis.

El estado de naturaleza, aquella definición de Hobbes, curiosamente escasa en las reflexiones alrededor de nuestra realidad, es reemplazado por otra construcción: el estado de Derecho. No es una mera frase recurrente en editoriales, sino un concepto de filosofía política para tratar de convivir haciéndonos el menor daño posible y estructurar una respuesta si la violencia rompe los acuerdos establecidos en todo proceso civilizatorio.

Cuando las sociedades están en reposo, la violencia causa horror. Es decir, cuando esta se encuentra contenida. En vía contraria, fuera del reposo se instaura un ambiente donde hay una sensación de vulnerabilidad inminente. La falta de ese reposo, en toda sociedad, crea uno de por lo menos tres contextos que benefician a la violencia.

El primero es lo que ocurre, en otras latitudes –escribo de Medio Oriente–, en los ambientes de guerra civil. Más allá de si se forma parte de los grupos confrontados, donde hay partidarios y adversarios, donde puede haber oprimidos y opresores, sometidos y no sometidos, los ánimos son de alerta o necesidad de protección constante. Cualquier pequeña disputa guarda la posibilidad de terminar en combate: el incidente de tránsito, el paso de una comunidad a otra, etcétera. Ya nadie se sorprende u horroriza por la violencia, salvo en casos específicos donde aún queda un resquicio de los límites del horror.

Las prácticas bárbaras se estacionan porque el estado de naturaleza reclamó sus fueros sobre el estado de Derecho. Se modifica el umbral de tolerancia a la violencia. Su regla: mientras más disminuye la frecuencia de cierto evento violento, más se rechaza. Conforme se hace más común, aumenta su tolerancia, que se manifiesta en indiferencia, justificación, o en la sensación de que no hay nada qué hacer para mejorar.

Este es un ambiente idóneo para el usufructo político. Cuando hay violencia, lo redituable puede ser negarla o matizarla. Algo de eso ocurre en México. El segundo contexto.

La verdad de la violencia desaparece ante los fervores de la pertenencia, del discurso y la identidad exacerbada. En una sociedad de precariedad política, las pasiones desatadas diluyen la realidad. Como en varios momentos se han disculpado las violencias con la ideología, hoy se niegan en nombre de ella.

Al conjugar la negación en una sociedad donde la violencia es latente, desaparece el escándalo por los actos barbáricos o su fuerza se diluye en espera del siguiente. Es el tercer contexto. Los linchamientos son una muestra de ello. Esta forma de violencia colectiva abandona su lugar en la memoria de una sociedad prelegal para colocarse dentro de una cotidianeidad aparentemente entendible. Se instaura el clima de caos.

No han sido pocas las voces que suponen que cualquiera, si se dan ciertas circunstancias, pueden sumarse a un linchamiento. Es cierto que la masa o el comportamiento de manada anula la individualidad, pero el parámetro no puede ser ese. La violencia no es muestra de control, sino de poder social. Es la herramienta de la expulsión de la racionalidad.

En sociedades donde las nociones de legalidad quieren ponerse por encima de esos contextos, su actitud frente al crimen y a la criminalidad sirve de anticuerpo para evitar la vuelta al estado de naturaleza y que la violencia se legitime. Ya sea por autoridades, por su ausencia, por ciudadanos o su desesperación. No estamos ahí. A ese lugar solo se llega cuando las sociedades alcanzan un consenso mínimo: la noción de urgencia. Si de algo sirve el poder político, es para ayudar a ese mínimo acuerdo. ~

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es novelista y ensayista.


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