Para analizar con seriedad las propuestas de seguridad de las candidaturas a la presidencia es indispensable tener presente la dimensión cuantitativa y cualitativa de la problemática. En lo que va del sexenio del presidente López Obrador la situación se ha deteriorado significativamente, y es mucho más grave –y con diferencias sustantivas– que la de hace 18, 12 y 6 años, cuando iniciaron los gobiernos de Calderón, Peña Nieto y el mismo AMLO.
En primer lugar, hay una estructura criminal más poderosa en todos los sentidos. Económicamente, porque ha diversificado y expandido las fuentes de sus rentas: mercados ilegales, control de mercados legales, un sistema de tributación paralelo, es decir, el cobro de piso o extorsión; delitos y fraudes cibernéticos, etc. Políticamente, porque controla más instituciones estatales en los ámbitos municipal y estatal, lo que le garantiza control territorial para la comisión de delitos e impunidad para darle sustentabilidad a su actividad depredatoria. El elevadísimo nivel de violencia en este proceso electoral es el ejemplo más contundente de la voluntad criminal de apropiarse de más instituciones estatales para ponerlas a su servicio. Y socialmente, porque ante la indefensión de parte del Estado, los ciudadanos y comunidades no tienen otra opción que someterse, tolerar y hasta colaborar con los criminales; quienes resisten son los menos. Se normaliza la nueva situación.
Esa fortaleza de las organizaciones criminales ha sido inducida por la errada y negligente estrategia de los “abrazos y no balazos”, pero también por la debilidad estructural e histórica de las instituciones de seguridad y justicia (policías, ministerios públicos, juzgados, cárceles), que ha sido acentuada por esta administración por razones políticas: destrucción de la policía federal; abandono de las policías locales, de fiscalías estatales y sistemas carcelarios. Tenemos un Estado más débil con la excepción del Ejército, al que se le asignó la responsabilidad de la seguridad pública en su totalidad.
La consecuencia natural de un crimen poderoso y un Estado debilitado es una sociedad cada vez más victimizada. De esta estructura del diagnóstico debiera derivarse una estrategia de seguridad que se haga cargo de cada uno de los tres componentes de la ecuación.
Primero, un esfuerzo permanente de los tres órdenes de gobierno y los tres poderes de la unión, con visión de largo plazo para fortalecer –legal, política, presupuestal, humana, organizacional y tecnológicamente– toda la cadena institucional de seguridad y justicia del Estado, que incremente sus capacidades para prevenir y combatir la inseguridad, reducir la impunidad y rehabilitar a los delincuentes detenidos. Esto implicaría también el rediseño del federalismo, indispensable para incrementar las capacidades y la eficacia en el siguiente componente.
Segundo, políticas específicas para debilitar y desarticular organizaciones criminales junto con sus redes políticas y policiacas de protección, así como estrategias regionalizadas (por estados y municipios) para la reducción de violencias, delitos de alto impacto y prioritarios y específicos de esas localidades, atendiendo además a la desarticulación de los mercados ilegales en los eslabones más débiles de la cadena de valor, con base en inteligencia policial y criminal.
Y tercero, políticas para la prevención social de la inseguridad y las violencias; de atención a las víctimas, búsqueda de desaparecidos y reconstrucción del tejido social de comunidades violentadas; creación y/o ampliación de mecanismos y espacios de participación social en las tareas de seguridad; promoción de la cultura de la legalidad y la solidaridad. Se trata de todo el capítulo que algunos grupos llaman la construcción de la paz.
A partir de este marco, es posible analizar las propuestas de las dos principales candidatas a la presidencia.
Sheinbaum: fantasía, negligencia y militarización
En sintonía con los candados políticos e ideológicos de López Obrador y apegada de manera ciega a la narrativa fantástica de que “todo va muy bien”, la propuesta de seguridad de la candidata oficial se queda muy corta frente a los desafíos y corre el riesgo de agravar la ya crítica situación del país en la materia. Comento los cuatro ejes sobre los que discurre.
Atención a las causas. Ni AMLO ni Sheinbaum han especificado cuáles son esas causas, pero no es difícil inferir que se refieren a la pobreza y escasez de servicios educativos, ya que las propuestas concretas (programas sociales para jóvenes y apertura de preparatorias y universidades) las solucionarían.
Lo primero que debe señalarse es que no hay una relación directa ni mecánica entre pobreza e inseguridad. Por tanto, pretender que la política social se convierta en política de seguridad es un error severo. Los programas sociales como Jóvenes construyendo el futuro o la apertura de preparatorias y universidades son escopetazos inútiles para impedir la incorporación de los jóvenes a las organizaciones criminales. ¿O alguien tiene evidencia de que en estos cinco años haya disminuido el reclutamiento de las organizaciones criminales gracias a ese programa? Incluso muchos universitarios tienen la aspiración de convertirse en narco juniors. Para prevenir ese fenómeno es necesario identificar a los segmentos de jóvenes con vulnerabilidades no solo económicas, sino también sociales, familiares y psicológicas y diseñar programas de atención especializados. Pero eso no aparece en las propuestas de Sheinbaum.
Hay otras causas que no serán consideradas, pues ni siquiera las mencionan. Diversos investigadores del tema, como Falko Ernst, han advertido sobre la violencia social y comunitaria en localidades víctimas de la violencia de las organizaciones criminales. Esos homicidios ya no tienen su explicación en las luchas intestinas del crimen organizado, sino en la espiral de violencia que germina en comunidades victimizadas. Por eso es increíble que en la propuesta no haya ninguna mención a las centenas de miles de familias víctimas, incluyendo a las madres buscadoras.
Otra de las causas más relevantes que especialistas como Marcelo Bergman señalan como productoras de la creciente inseguridad y violencia en México y América Latina es el auge de la economía informal y sus vínculos estrechos con las organizaciones criminales. Las fronteras entre la economía informal y la economía ilegal o criminal son muy borrosas y la incapacidad del Estado para frenar el crecimiento de la primera será un aliciente para la segunda. Esta realidad es particularmente acentuada en la Ciudad de México, donde los vínculos entre el partido oficial, las organizaciones de la economía informal (tianguistas, taxistas piratas, por mencionar algunas) y las organizaciones criminales son un continuo donde no se sabe dónde comienza una y dónde las otras. El cartel de Tláhuac o la Unión Tepito son ejemplos de lo anterior. La propuesta de Sheinbaum no tiene consideraciones o acciones al respecto.
Más y mejor policía. El enunciado parece ser una trampa. En su documento Prosperidad compartida. 100 pasos para la transformación, la candidata promete incremento salarial, carrera policial y esquema de ascensos sin señalar de qué policías está hablando, pues el gobierno federal no tiene policías sino militares para la seguridad. ¿O su plan se refiere a las policías locales que no dependerán de ella? Más adelante se refiere solo a la Guardia Nacional, a la cual se le ampliarán sus capacidades y facultades para vigilar carreteras y operar como primeros respondientes.
Aquí está la segunda falla de la propuesta, igual de grave que la anterior: continuar e institucionalizar la militarización de la seguridad pública pese al mandato constitucional vigente de que la seguridad pública es tarea y responsabilidad civil. Además del argumento legal –se seguiría violando la Constitución y prolongando el desacato a la resolución de la SCJN de que la Guardia Nacional debió haber regresado a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana desde enero pasado; asuntos que no son menores: ¿cómo instaurar el estado de derecho violándolo de entrada?– hay dos argumentos adicionales por los cuales no debiera aceptarse la militarización: la ineficacia y los riesgos políticos.
En primer lugar, lo obvio pero casi nunca dicho: la Guardia Nacional militarizada no es una policía. Hay poca información y mucha simulación, pues no sabemos cuántos guardias son soldados que se quitan y ponen el uniforme de guardias al gusto y necesidades del día y cuántos son realmente guardias que han comenzado a recibir capacitación policial. Debe recordarse que un soldado no está adiestrado para las tareas policiales; las evidencias al respecto abundan, comenzando por las poquísimas detenciones y la nula investigación de delitos que realizan.
Segundo, suponiendo que la Guardia llegase a estar conformada solo por policías militares (un supuesto heroico), no podría solucionar el problema de la inseguridad por sí sola, pues requeriría de una colaboración fundamental de las policías locales. Sin ellas no tendrá la información real y detallada de las bandas criminales y sus alcances, de sus modos de operación, de sus redes sociales y políticas de protección y complicidad, etc.
Para completar el pronóstico pesimista, debe señalarse que aun los 140 mil guardias nacionales son insuficientes; se requieren alrededor de 400 mil policías para la población y el territorio nacional. Por esa razón, si no hay la más mínima intención de impulsar una verdadera reforma y fortalecimiento de las policías locales (y no la hay, pues la propuesta de Sheinbaum no anuncia siquiera la restitución de los fondos federales de apoyo a la seguridad en estados y municipios).
Los riesgos políticos son varios. Dos han sido muy analizados por lo que no abundaré en ellos. El primero es la propensión a violar los derechos humanos por parte del Ejército y la Guardia Nacional, debido a la escasa y aún débil cultura del respeto a ellos derivada del tipo de formación que reciben y a la naturaleza de su misión bélica. No soy de los que piensan que las fuerzas armadas violan automática y sistemáticamente los derechos humanos: no hay evidencia de ello, pero sí muchos casos muy lamentables, y mientras ellos tengan el monopolio de la seguridad pública y las presiones por la eficacia crezca, la tentación de violar derechos humanos (y más con eso de la prisión preventiva oficiosa) será creciente. El segundo riesgo es el indebido e indeseable empoderamiento de las fuerzas armadas en un régimen democrático, en detrimento del poder y las responsabilidades de la parte civil del Estado.
Un tercer riesgo, que no ha sido señalado –o al menos no lo he encontrado en mis lecturas del tema– es el poder corruptor y avasallador del crimen organizado sobre las instituciones políticas. Si en el actual gobierno las organizaciones criminales se han empoderado sobre todo en términos económicos, y la única institución pública que tienen enfrente es el Ejército (sin importar el color del uniforme, de los soldados o de los guardias), ¿qué pasaría si el crimen organizado lo corrompe en tal magnitud que el país se queda sin la última instancia de salvaguarda del orden constitucional?
Inteligencia y tecnología. Las dos propuestas concretas que ofrece Sheinbaum en este tercer capítulo de su programa de seguridad son dotar de atribuciones legales de investigación a la Secretaría de Seguridad Ciudadana y disponer de 74 mil cámaras de videovigilancia en el país.
Disponer de esos dos aspectos es indispensable para construir un buen sistema de seguridad, pero no hay mucha congruencia entre el título y el contenido. Que la Secretaría de Seguridad pueda investigar los delitos para facilitar e incrementar las escasísimas capacidades de las fiscalías de armar expedientes judiciales que desemboquen en condenas de los presuntos responsables es una medida indispensable para reducir la impunidad. Pero el plan de Sheinbaum no propone nada para sacar de su mar de corrupción e ineficacia a la mayor parte de las fiscalías del país, incluyendo a la FGR.
Ciertamente, esas investigaciones suponen un sistema de inteligencia –que se alimentará de las investigaciones de los delitos cometidos–, pero no son lo mismo. El sistema de inteligencia es un requisito para el éxito de las investigaciones, y no se plantea en ningún lado en qué consistirá. Además, mientras no haya un sistema nacional de inteligencia policial que incluya los centros de inteligencia de las policías estatales y municipales, el de la Guardia Nacional será muy limitado. En la actualidad, el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) tiene cinco centros regionales de fusión de inteligencia, pero estos deberían dedicarse a la inteligencia para la seguridad nacional y no a la seguridad pública, confusión que ha tenido este gobierno y que debiera terminarse en la próxima administración. En cualquier caso, es positivo darle importancia a que la seguridad pública disponga de inteligencia.
Instalar cerca de 75 mil cámaras de videovigilancia es una propuesta que solo tiene sentido si se cuenta con ese sistema de inteligencia capaz de procesar, depurar y clasificar la información generada por ellas. De lo contrario es un dato para apantallar ingenuos. Sería conveniente que en algún momento se hiciera un análisis de costo-beneficio del gasto que representaría instalar tantas cámaras (más los sueldos de miles de monitoristas que las observan, los equipos de soporte y almacenamiento de las videograbaciones, la compra del software con los algoritmos requeridos para que sean útiles, etc.), pues con recursos limitados se deben tener muy claras las prioridades de gasto.
Coordinación. Se trata de la continuidad de las “mesas de paz” en las que participan las autoridades de los tres niveles de gobierno para compartir información y tomar decisiones sobre las problemáticas de seguridad locales. Sheinbaum dice que habrá una mesa nacional, 16 en la Ciudad de México y 70 en coordinaciones regionales.
Es evidente que la coordinación es un elemento indispensable para articular correctamente los esfuerzos de las diversas dependencias que participan en las tareas de seguridad y justicia. Sin embargo, se le ha sobrevalorado. Es una condición necesaria, pero no suficiente para el éxito de una estrategia de seguridad. Todos los gobiernos han tenido sus mecanismos de coordinación entre los tres órdenes de gobierno, pero su eficacia ha sido escasa, salvo algunas ocasiones, debido a la asimetría entre quienes participan. Normalmente el gobierno federal impone sus puntos de vista y propuestas (el federalismo es teórico y su diseño actual no favorece la colaboración real, pues no define con claridad las responsabilidades de los tres niveles de gobierno), además de que la desconfianza entre las agencias también ha sido una constante (todos suponen que las otras partes son corruptas y por eso no comparten información delicada). Sin revisar y corregir la distribución de facultades y recursos de una manera equitativa entre los tres niveles de gobierno, la coordinación seguirá siendo ineficaz.
Un segundo error consiste en ignorar que el problema de fondo de la actuación del Estado no es de coordinación, sino de que sus capacidades son claramente insuficientes. Coordinarse para decidir estrategias y luego no tener los recursos para ponerlas en práctica lleva a la frustración y el abandono de la coordinación.
Por otro lado, las experiencias exitosas de reducción de inseguridad y violencia en varias regiones y municipios del país –Ciudad Juárez y Monterrey entre 2011 y 2012; en La Laguna y el resto de Coahuila entre 2013 y 2016, y más recientemente en Tampico– han sido posibles gracias a mesas de coordinación real con la participación de las autoridades de los tres niveles de gobierno. Los factores decisivos para la eficacia y continuidad del trabajo han sido tres: la voluntad política del gobernador; el diseño conjunto y consensuado de una estrategia que atienda las problemáticas locales; y la participación de la sociedad civil organizada (organizaciones empresariales, eclesiales, de derechos humanos, de víctimas, y de medios de comunicación) como el actor clave tanto en el diseño de la estrategia como en el seguimiento y la exigencia de la rendición de cuentas de las agencias estatales para el logro de las metas y objetivos. El problema de Claudia Sheinbaum y los gobiernos morenistas es su aversión a la sociedad civil, lo cual acotará la eficacia de sus mesas de paz.
En síntesis, las propuestas en materia de seguridad de Sheinbaum dan continuidad a una política equivocada, sustentada en una base institucional inadecuada y peligrosa (el Ejército) y con lagunas y omisiones enormes: policías locales, procuración de justicia, prevención real de la violencia e inseguridad; estrategias específicas para la desarticulación de organizaciones criminales, e ignorancia e indiferencia de la crisis humanitaria y de justicia que representan las víctimas. No tiene un diagnóstico realista, no fortalece al Estado, ni debilitará a las organizaciones criminales. La sociedad, indefensa, seguirá siendo victimizada. ~
Es especialista en seguridad nacional y fue director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN). Es socio de GEA.