Creciendo en el otoño del descontento

En Creciendo juntos, premiada en distintos festivales, el paso de la niñez a la adolescencia de dos amigos se ve marcado por un asesinato que sacude a Chicago en los años 90.
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El verano siempre ha sido la peor temporada del año para ver cine en pantalla grande, pero desde inicios de este siglo, cuando el modelo Disney de producción y exhibición se empezó a imponer en buena parte del planeta –no se diga en México–, es normal que durante estos meses las pantallas nacionales no se cubran de gloria sino del peor cine hollywoodense, es decir, secuelas, precuelas y reboots al por mayor. Hollywood nos atiborra de su “propiedad intelectual” más previsiblemente redituable, del “contenido” que, dirían los beatos del liberalismo, es lo que la gente quiere ver. No es así: es lo que la gente acostumbra ver porque es lo único que se exhibe. Como suelo decirles a mis estudiantes, en las salas de cine mexicanas no existe la libertad de elección: son los papás.

Pero, bueno, ¿qué podemos hacer, además de soltar inútiles jeremiadas como la anterior? Refugiarse en las plataformas para ver si encontramos algo valioso que no haya llegado a la pantalla grande. Uno es optimista y piensa que algo habrá. Y, en efecto, algo hay. En concreto, Creciendo juntos (E.U., 2023), tercer largometraje de la cineasta estadounidense de origen paquistaní Minhal Baig, cinta que desde hace unos días está disponible para rentar o comprar en Apple TV.

Baig llamó la atención a partir de su segundo largometraje, el notable melodrama de crecimiento y maduración femenino Hala (2019) –que se puede ver, por cierto, en la plataforma de streaming de Apple TV–, en el que la joven estrella en ascenso Geraldine Viswanathan interpreta a una versión de la propia directora, una muchachita de origen musulmán que tiene el reto no solo de pasar la adolescencia sino de hacerlo en el país en el que ella nació, es cierto, pero  que no es el de sus padres, luchones inmigrantes paquistaníes que conservan sus costumbres y sus valores y que, previsiblemente y no sin cierto dejo de hipocresía, quieren que su rebelde hija los herede en Estados Unidos.

Creciendo juntos es, en realidad, otra película coming of age, aunque en otros terrenos, en otro escenario, en otra época y con otros personajes, en una historia alejada de la experiencia personal de Baig. Presentada en Toronto 2023 –en donde ganó el Changemaker Award– y nominada este año a tres premios Spirit del cine independiente estadounidense, Creciendo juntos obtuvo el premio del público en Chicago 2023, un reconocimiento inevitable pues el guion original, escrito por la propia directora, está ubicada en la ciudad de los vientos y en un espacio emblemático para los habitantes de Chicago. Me refiero a los tristemente célebres edificios de Cabrini-Green, levantados en 1942 y planeados como las futuras y modernas residencias de los veteranos de la Segunda Guerra Mundial. En las décadas por venir, este ambicioso proyecto de política pública habitacional colapsó y se convirtió en el emblema de las comunidades afroamericanas empobrecidas y dejadas atrás por el boom estadounidense de la postguerra, a tal grado que, con el paso del tiempo, esos mismos espacios se convirtieron en el escenario perfecto para la exitosa película de horror alegórico Candyman (Rose, 1992), estrenada en Estados Unidos el 16 de octubre de 1992, apenas unos días después de que un niño de siete años llamado Dantrell Davis fuera asesinado por una bala perdida en una de las plazas de Cabrini-Green.

De hecho, esta tragedia real es uno de los elementos centrales de la historia de Creciendo juntos, pues los dos chamacos protagonistas, los inquietos preadolescentes afroamericanos Malik (Blake Cameron James) y Eric (Gian Knight Ramírez) ven transformadas sus rutinas diarias –su libertad de echar desmadre en la calle a cualquier hora, sus saltos hacia algún colchón colocado en medio de la cancha de baloncesto– después de que su compañerito de escuela es asesinado. Así, tienen que pasar por la humillación de tener que identificarse al entrar a su propio edificio o sufrir los abusos de los policías de Chicago, que pueden entrar a cualquier departamento a la hora que sea, tumbando la puerta, revolviendo cuartos, tirando todo al piso, buscando drogas y armas que ni la mamá soltera de Malik ni el trabajador papá de Eric tienen ni tendrán.

La historia está contada a partir de la mirada de los dos niños vecinos, quienes sobrevivirán a ese trágico otoño de su descontento de 1992 pero no lo harán sin ser lastimados y, por lo mismo, transformados. Por una parte, está el escenario grande ya descrito –el deterioro evidente en Cabrini-Green y la muerte del desafortunado chamaco–, pero también está el escenario pequeño, el cotidiano, cuando Malik se entera que se agobiada madre trabajadora (Junee Smollett, espléndida) va a tener un ascenso en su chamba, pero para eso tendrán que irse a vivir a Peoria, a más de dos horas de trayecto en un automóvil que la familia no tiene, por lo que no habrá más remedio que cambiarse de hogar.

Independientemente de esa tragedia mayor o de esa menor, es evidente que Malik y Eric seguirán creciendo, pero ya no más juntos, y Baig nos presenta el proceso de esta separación como una suerte de doloroso rito de paso. El espacio liminal que significa el pasaje de la niñez a la adolescencia es visto por la directora y su equipo creativo como el escenario de una desbordada e imaginativa expresión lírica, en el que la estilizada cámara de Pat Scola captura en ralentí los libérrimos saltos de los chamacos o sigue las sombras de sus andanzas por las calles, mientras la evocativa música de cuerdas de Jay Wadley nos subraya que si hay peligros allá afuera, en las plazas y canchas de Cabrini-Green, no los hay adentro, en los pequeños pero cálidos departamentos en los que viven los dos niños.

No es que Baig busque embellecer las dificultades económicas de las dos familias incompletas de Malik y Eric –en el caso del primero, la madre es soltera; en el caso del segundo, el papá es viudo–, sino que la cineasta quiere subrayar que incluso en esas condiciones –¿acaso por esas condiciones?–, la vida sigue, los niños juegan, corren, ríen, pelean, lloran y sufren. Crecen, pues. Juntos primero y luego separados. Pero cuando se nace y se crece como lo hicieron Malik y Erick, esa separación no puede ser completa, no puede ser para siempre. La vida se sigue viviendo en el recuerdo. ~

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(Culiacán, Sinaloa, 1966) es crítico de cine desde hace más de 30 años. Es parte de la Escuela de Humanidades y Educación del Tec de Monterrey.


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