Foto: Wikimedia Commons.

Como se espeta el ave en el asador

Si es verdad que un muerto es una tragedia y millones de muertos son una estadística, la literatura se ocupa de las tragedias.
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Es muy apetecible ver los pollos dando vueltas en un rosticero. Por eso choca un poco el símil que hace el Diccionario de Autoridades en su definición de empalar: “Espetar a uno por un palo como se espeta el ave en el asador. Es un género de castigo cruel y bárbaro, muy antiguo, con que suelen los turcos y los moros quitar la vida a los cautivos cristianos, y también lo usan otras naciones”. Hay una inquietante proximidad cuando el diccionario dice “espetar a uno” en vez de “espetar a alguien”.

En su agudo Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce define así empalamiento:

Dar muerte introduciendo en el cuerpo de la víctima, que está sentada, una estaca recta y puntiaguda. Era una forma común de castigo en muchas naciones de la antigüedad, y sigue estando en boga en China y otras partes de Asia. Hasta comienzos del siglo XV fue extensamente empleada para catequizar a herejes y cismáticos… Pero al que en la práctica sufre el empalamiento le importa poco establecer qué clase de disidencia, civil o religiosa, le vale semejante incomodidad.

Creo que es inexacto suponer que alguna forma de inquisición cristiana empleó la técnica “extensamente”.

Ese adverbio cabe mejor en Darío, rey persa, ya que Heródoto nos cuenta que, luego de derrotar a los babilonios, “hizo empalar a los cabecillas, unos tres mil hombres aproximadamente”. Lo cuenta como detalle nimio, cuando haría bien tener una crónica más detallada sobre la suerte de estos tres mil desdichados. Tan solo confeccionar esa cantidad de palos ensebados ya parece toda una empresa digna de ser narrada.

No en cantidad de miles, sino de apenas uno, Ivo Andrić nos da la mejor crónica literaria del hecho en Un puente sobre el Drina. El condenado le pide a su verdugo: “Por este mundo y por el otro, te pido que me escuches: hazme la gracia de atravesarme de modo que no sufra como un perro”. Pero al verdugo le habían ofrecido mejor pago si más agonizaba el condenado.

A continuación, sacó del cinturón un cuchillo ancho y corto, se arrodilló junto al condenado y se inclinó sobre él para cortar la tela de sus pantalones en la parte de la entrepierna y para ensanchar la abertura a través de la cual el poste penetraría en el cuerpo. Aquella parte del trabajo del verdugo que, sin duda, era la más desagradable, fue invisible para los espectadores… se puso a martillear la parte inferior y roma del poste, con lentitud y mesura. A cada dos martillazos, se detenía un momento y miraba, primero, al cuerpo en que el poste se iba introduciendo… El cuerpo del campesino, con las piernas separadas, se convulsionaba instintivamente; a cada mazazo, la columna vertebral se plegaba y se encorvaba, pero las cuerdas mantenían su tensión y obligaban al condenado a enderezarse.

La sentencia, tortura y ejecución se prolonga por varias páginas. Curioso resulta que un evento de este tipo convocara a buena parte del pueblo como espectadores.

José Revueltas, en “Dios en la tierra”, elige una ruta más breve para hablar del empalamiento a la mexicana de un profesor.

Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda, completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de “un cristiano”, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.

Luego nos dice que “de lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento”.

Aunque Andrić atienda más a los detalles que Revueltas, la literatura siempre se mantiene a buena distancia de lo que comúnmente se llama realismo. Las palabras son siempre una sugerencia para que el lector lleve la imaginación adonde quiera. Ahí donde Andrić pone en operación el cuchillo del cíngaro “para ensanchar la abertura a través de la cual el poste penetraría” nos quedamos con el propósito y ya no pasamos al detallado acto del ensanchamiento, el cual “fue invisible para los espectadores” y podría serlo para el lector. Además, por elegancia le llama abertura a lo que solemos llamar de otro modo.

En Lo que hay que fiar del mundo, Lope de Vega tiene un condenado a morir empalado. Como es de prever, pronto será indultado, pues difícil es imaginar tal tormento en una obra de teatro. Una vez a salvo, dice quien fuera el condenado: “Nunca el placer alegrara si no le hallara el pesar”. Y claro que el placer de no ser empalado apenas lo experimenta quien estuvo en ese trance.

Históricamente puede ser más relevante el empalamiento de tres mil babilonios que la tortura de un nativo de Bosnia a las orillas del Drina, pero en literatura pesa más el individuo que la multitud. Si hay algo de verdad en que un muerto es una tragedia y millones de muertos son una estadística, la literatura se ocupa de las tragedias.

Por eso la crucifixión de Cristo deja tan honda huella, no así la crucifixión de los seis mil seguidores de Espartaco. ¿Cómo se podría narrar el llamado el sufrimiento de tanta stabat Mater dolorosa iuxta crucem lacrimosa, dum pendebat filius? ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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