Imagen: The Trustees of the British Museum. CC BY-NC-SA 4.0

En conmemoración mía

En la antigua Grecia, las ideas no fluían con donaire sin vino. El primer prodigio del joven Jesús fue convertir agua en esa bebida.
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El milagro de Jesús que más me gusta es la dionisíaca conversión de agua en vino. Ciertamente cometió pecado de soberbia, pues con su Château Nazarenus hizo quedar en ridículo al anfitrión, empujándolo a ofrecer el mejor vino cuando ya los invitados habían cenado y se iban acercando a la borrachera. El comentario del maestresala al novio iba cargado de sorna: “Todo hombre sirve primero el buen vino, y cuando ya han bebido mucho, entonces el inferior; mas tú has reservado el buen vino hasta ahora”.

Fue el primer prodigio del joven Jesús, y aprendió la lección. Por eso desde que instituyó el milagro de la transubstanciación, el vino se convierte en sangre sin que por eso el Domecq empleado en la consagración pase a ser un Vega Sicilia.

También se le notó cierta modestia cuando le dio de comer panes y peces a cinco mil hombres, “sin contar a las mujeres”, pues no se habla de pan candeal recién horneado ni de huachinango zarandeado. No el pescado, sino el pescador, pues sabemos por el evangelista Lucas que el diablo se apareció a Pedro para zarandearlo.

Con poca fe en los milagros, el Vaticano ha poseído viñedos que dan a luz excelentes vinos, además de mantener la cava más gloriosa del mundo. Es el país que consume más vino per capita, y Ratzinger se ganó fama de buen degustador.

Encontré una noticia de 1928 en el New York Times que me haría dudar sobre la existencia de las bodegas vaticanas. “El papa Pío XI clausura las cavas: envía famosas cosechas a hospitales y asilos de ancianos”. La nota menciona las botellas empolvadas y con telarañas que se usarán con “fines medicinales”. Un Romanée-Conti para la urticaria; un Château Margaux para la riuma.

Poco confiable me parece la noticia, pues menciona que “León XIII, aunque abstemio, fue el último papa en cultivar viñedos en los jardines vaticanos”, si bien, resultó “un vino agridulce que los zalameros declararon delicioso, pero difícilmente evitaron hacer gestos de asco cuando lo bebían”. Recordemos que el “abstemio” León XIII bebía vino Mariani con cocaína.

La tradición judía cuenta que Noé fue el inventor del vino. Lo encontramos en Génesis 9, y con el laconismo que caracteriza a los narradores antiguos tenemos en el versículo 20 que Noé planta la viña; en el 21 ya está borracho, y en el 22, llega el hijo menor, lo ve inconsciente y lo sodomiza.

Esta última palabra no existía, pues lo de Sodoma y Gomorra viene once capítulos después. Ahí encontramos otra bonita historia de ebriedad. Luego de que el Todopoderoso hace llover fuego sobre las dos ciudades, las hijas emborrachan a Lot dos noches seguidas. La mayor se le monta en la primera; la menor en la segunda, y el dios que todo lo mira no se acordó que apenas la semana anterior había liquidado por eso mismo a miles de personas con un diluvio importado del infierno.

También los apóstoles se emborracharon en la última cena, primero con el vino y luego con la sangre que parece vino, sabe a vino, huele a vino y tiene el contenido alcohólico del vino. Quienes no se afiliaron con los católicos pasaron siglos comparando con canibalismo esto del pan y el vino, pero habría que entender un poco más, pues en todo caso no se trata de antropofagia, sino de teofagia. No sé si la teología lo tenga bien explicado, pero supongo que la aparición de tantísima carne y sangre no es un fenómeno como el tumor de Henrietta Lacks, sino más bien como la luz de luz que se menciona en el Credo.

En el jardín de Getsemaní Jesús se empeñaba en orar, mientras los apóstoles dormían la mona. A algunos se les bajó la borrachera cuando aparecieron las huestes de Caifás. Pedro, todavía achispado, le cortó la oreja al pobre de Malco. Apenas retornó a la sobriedad cuando el gallo cantó tres veces.

Lo que para el Maestro fue la última cena, para los discípulos fue la primera de muchas que habían de hacer “en conmemoración mía”, sin embargo procuraban no emborracharse antes de las nueve de la mañana. Armaban reuniones de estoicos con licencia de epicúreos.

Y claro que sí, pues ya proclaman los Salmos al alabar a Jehová: “Él hace producir el heno para las bestias, y la hierba para el servicio del hombre, sacando el pan de la tierra, y el vino que alegra el corazón del hombre”. Cosa curiosa que habiendo un solo dios, este no quiera alegrarle el corazón a todos, o quizás sí, pues en Las mil y una noches, hay mucho vino y borrachera, e incluso se menciona que, para quien disfruta de la vida, no hay como “una copa de vino griego”.

Quizás hoy le daríamos otra nacionalidad a esa copa, pero sin duda en alguna época ese vino fue digno de adorar a un dios. O mejor dicho, el vino es un dios, porque creó a Dioniso y no al revés.

Teologías aparte, en aquella Grecia las ideas no fluían con donaire si no había vino.

Como si estuviera ebrio, exagero un poco para decir que el momento más delicioso de la filosofía occidental se da cuando llega Alcibíades a dialogar con Sócrates y sus amigos. “Salud, caballeros. ¿Acogen como compañero de bebida a un hombre que está totalmente borracho, o debemos marcharnos tan pronto como hayamos coronado a Agatón, que es a lo que hemos venido? Ayer, en efecto, no me fue posible venir, pero ahora vengo con estas cintas sobre la cabeza, para de mi cabeza coronar la cabeza del hombre más sabio y más bello, si se me permite hablar así. ¿O acaso se burlan de mí porque estoy borracho?”

Hoy lo habrían echado de un debate televisivo. O de una universidad. O de cualquier foro o simposio, sin recordar el origen de esta palabra. Por suerte, no lo echaron de casa de Agatón, al contrario, ya que Platón escribe: “Todos lo aclamaron y lo invitaron a entrar y tomar asiento”.

Apenas se acomoda, Alcibíades dice: “Caballeros, en verdad me parece que están sobrios y esto no se puede permitir, sino que hay que beber, pues así lo hemos acordado. Por consiguiente, me elijo a mí mismo como presidente de la bebida, hasta que ustedes beban lo suficiente”.

Unas líneas más abajo, podemos leer: “En cuanto hubo escanciado el esclavo, Sócrates se puso a beber”.

A Sócrates habrían de ejecutarlo. Puedo imaginarlo con una copa de vino en este u otro simposio, alzando la copa y diciendo: “Hagan esto en conmemoración mía”. ~

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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