Calvinbol retórico

En el discurso público, un gran número de participantes han abandonado las reglas tradicionales del debate e insisten en practicar una variante retórica del "calvinbol", en el que gana quien cambia las reglas para transformar derrotas en victorias.
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A los protagonistas de la tira cómica Calvin y Hobbes les gusta jugar un juego sin igual. “Calvinbol” es un juego que no tiene reglas –ninguna regla fija, por lo menos. Las reglas que tiene se inventan sobre la marcha y pueden cambiar en cualquier momento. Calvin y Hobbes pasan mucho tiempo corriendo por el jardín usando máscaras y con una variedad absurda de equipo deportivo. Pero sus actos no parecen tener importancia. El calvinbol es un metajuego; un juego acerca de un juego. Ganas al cambiar las reglas de tal manera que tus acciones se transformen, como por arte de magia, en victorias, y las de tu rival en derrotas.

La vida imita al arte. En la famosa tira cómica, Calvin termina por evitar los demás deportes y se niega a jugar cualquier cosa que no sea calvinbol. En nuestro discurso público, un gran número de participantes en los últimos años han abandonado las reglas tradicionales del debate e insisten en practicar una variante retórica del calvinbol.

En el calvinbol retórico, cualquier maniobra es legítima. No ganas por acumular más puntos según un sistema mutuamente acordado de reglas, sino al conseguir que tu rival abandone el juego y ceda el terreno.

Una regla importante del debate tradicional es que debes atacar el argumento, no a la persona que lo esgrime. Si atacas a la persona, entonces estás incurriendo en la falacia ad hominem. Si tu oponente es quien lo hace, puedes exclamar: “Ad hominem. Faul. Penal”.

Pero muchas personas que se adhieren a lo que Wesley Yang ha llamado la “ideología sucesora” –algunos quizá prefieran llamarla “izquierda iliberal” o “wokismo”, dependiendo de sus gustos– no se apegan a las mismas reglas. No reconocen la ilegitimidad de un ataque ad hominem. Menos aún reconocerán la legitimidad de decir que ese ataque es ilegítimo. No están jugando el mismo juego. Están jugando calvinbol. Si tú señalas que se cometió una falacia ad hominem, responderán diciendo que estás intentando silenciarlos. Cambiaron las reglas y de pronto eres quien ha cometido el penalti.

Otra importante regla de juego para el debate racional es que no debes de tergiversar el argumento de tu rival. Al hacerlo cometes la falacia del hombre de paja. (Faul. Penalti.) Pero si un adherente de la ideología sucesora tergiversa tu argumento, no reconocerán el faul. “Eso es lo que pienso de tu argumento. Si no ves cómo es que me traumatiza, estás invalidado mi verdad”. El penalti, nuevamente, lo cometes tú.

Calvin inventa el calvinbol porque lo frustran los deportes organizados en los que siempre pierde. A las personas que practican el calvinbol retórico con frecuencia las animan motivos similares. No están obteniendo lo que esperan de los debates racionales, así que han abandonado sus reglas.

Sería poco amable descartar el enfado que está detrás de este rechazo. Desde hace siglos, las democracias se han enorgullecido por su capacidad para sostener debates racionales. Y sin embargo, importantes injusticias étnicas, religiosas y económicas dan forma a esas mismas democracias. Por eso, quizá no debe sorprenderle a nadie que muchas de las personas que con mayor pasión buscan resarcir esas injusticias estén dispuestas a intercambiar las reglas tradicionales del discurso liberal por un juego de calvinbol retórico.

Las reglas del debate racional, sin embargo, tienen razón de ser. Son herramientas que permiten alcanzar un consenso y llegar a la verdad. Y no obstante las frustraciones legítimas que provocan las injusticias profundas de las democracias contemporáneas, en muchos casos han sido las reglas mismas las que han permitido que los pobres y los oprimidos obliguen a los poderosos y privilegiados a escucharlos. Abandonar esas normas es malo no solo porque se necesitan para sostener un debate racional, sino también porque quienes construyen un mundo de fantasía serán incapaces de remediar las injusticias reales que los enardecen.

Pensemos en la falacia ad hominem. Si tú argumentas que x es verdad, y yo respondo atacándote, no estoy haciéndole frente al argumento que dice que x es verdad. Si cuestiono tus motivos, simplemente estoy cambiando el tema, de la veracidad de x a un tema sin relación: tu personalidad. E incluso si resulta que tú eres una mala persona, es posible que hayas planteado un buen argumento a favor de la veracidad de x. Y si lo hiciste, esto a su vez me da a una razón de peso para creer en tu proposición.

La razón por la que es malo emplear la falacia ad hominem, entonces, no es porque hiera tus sentimientos o porque te niegue una victoria retórica merecida. Sucede que los argumentos ad hominem hacen más difícil llegar al fondo de las cosas –y eso es algo que incluso aquellas personas que cometen esta falacia deberían evitar.

Algo similar sucede con la falacia del hombre de paja. Si planteas que x es verdad y yo respondo atacando un argumento distinto al que dice que x es verdad, estoy cambiando el tema. Hay muchos malos argumentos esgrimidos a favor de conclusiones verdaderas. Así que poder desarticular un argumento errado no quiere decir que tu argumento sea equivocado o que tu conclusión sea falsa. Solo al considerar los mejores argumentos en ambos lados del tema es que podemos avanzar en el entendimiento de la verdad sobre algún asunto que sea extremadamente importante para uno.

Las reglas esenciales del debate racional son medios para conseguir un fin: la búsqueda agonística de la verdad. En los deportes, los equipos buscan un objetivo común –la diversión, o quizás el logro de enormes hazañas atléticas– en la competencia. Asimismo, en el debate, los debatientes –incluidos aquellos que tienen un deseo exacerbado de ver al otro perder– buscan el objetivo común de la investigación en pos de la verdad a través del desmantelamiento de los argumentos contrarios.

Algunas personas sin duda se sentirán tentadas a darle prioridad a la victoria por encima de la verdad. ¿Importa en realidad que mi bando esté equivocado en algún sentido si ello me permite derrotar a un adversario político que se opone a asuntos que me importan profundamente?

Hay dos razones para resistirse a este argumento. La primera es que la cantidad de personas que son capaces de percibir que se les está queriendo engañar es mucho mayor de la que los ideólogos o los partisanos creen. Fincar el alcance de nobles objetivos en la capacidad de impedir que las personas descubran la falsedad de tus argumentos es una estrategia menos inteligente de lo que suponen los estrategas políticos de sofá.

La segunda razón es que es muy difícil, si no imposible, fundar una sociedad justa sobre falsedades. Incluso una mentira noble sigue siendo una mentira. Con el tiempo, las personas se darán cuenta de esto, les molestará y eventualmente la rechazarán. Es por eso que el proceso agonista en pos de la verdad es necesario para el proceso agonista en pos de la justicia: en prácticamente cada caso, aquellos que estén dispuestos a dejar de lado la verdad en favor de la justicia terminarán por sacrificar las dos.

De modo que me mantengo optimista en creer que las reglas del debate racional eventualmente demostrarán ser más resilientes de lo que parecen. La persuasión es un proceso lento. Darle a alguien buenas razones para cambiar de perspectiva no le quitará el velo de los ojos. Sin embargo, incluso los practicantes más avezados del calvinbol retórico –por mucho que quieran cambiar las reglas cada vez– irán quizá teniendo dudas si se les ofrecen argumentos convincentes.

Así que no abandonemos el campo de juego. Sigamos argumentando. Y no olvidemos apegarnos a las reglas.

 

Traducción de Pablo Duarte.

 

Publicado originalmente en Persuasion y reproducido con autorización.

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es profesor asociado de filosofía en la Universidad de Wuhan.


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