George Charles Beresford, via Wikimedia Commons

Reflexiones sobre la escritura

Joseph Conrad reflexionó ampliamente sobre la ficción. Esta selección de su correspondencia muestra que, para él, el arte de narrar era un viaje a los rincones más oscuros del corazón.
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Joseph Conrad (1857-1924) fue un corresponsal infatigable, como lo prueba la compilación de sus cartas, The collected letters of Joseph Conrad; nueve volúmenes publicados durante más de veinte años –el primero apareció en 1983 y el último en 2007.

Para celebrar el centenario luctuoso del gran escritor de expresión inglesa, que se cumplió el pasado 3 de agosto, ofrecemos esta breve crestomatía1 espigada de su correspondencia que nos permite atisbar el taller del escritor tal como un visitante curioso lo haría observando a un diestro artesano.

En estas cartas, dirigidas a jóvenes que se iniciaban en la literatura –como el futuro Premio Nobel de Literatura, John Galsworthy–; críticos –como Richard Curle, autor de los primeros estudios sobre el autor de Corazón de las tinieblas–; y amigos personales, como Robert Bontine Cunninghame Graham y Edward Noble–, Conrad aborda cuestiones relacionadas con la escritura y la dimensión estética. Entre ellas, la necesidad de recurrir a la expresión correcta para fraguar una obra de arte; su método de composición en el cual resultaron cruciales la disposición de los episodios y la perspectiva con que se enfocan; los procedimientos plásticos que otorgan a su narrativa una atmósfera de ambigüedad y sugerencia; y sobre todo, la condición simbólica inherente a toda gran obra de arte. Son, a un tiempo, consejos literarios, principios de una poética personal, y reflexiones sobre la naturaleza humana y sobre la importancia de que los acontecimientos y los personajes trasmitan la sensación de vida antes que servir a un esquema.

*

Hay en ti un gran talento, pero, en mi opinión, todavía no has encontrado tu camino. Te recuerdo que la muerte no es el asunto más patético, ni el más conmovedor, y hay que tratar los acontecimientos únicamente para ilustrar las emociones humanas, como el signo exterior de los sentimientos interiores, de los sentimientos vivos, que son los únicos verdaderamente conmovedores e interesantes. Eres dueño de una gran imaginación; mucha más de la que tendría, incluso si viviera hasta los cien años. Para mí, eso está muy claro. Bien, esta imaginación –que ojalá yo tuviera– la debes encauzar a la creación de almas humanas; para revelar el corazón humano, y no para inventar sucesos que, hablando con franqueza, son meros accidentes. Para conseguirlo, es necesario que cultives tus dones poéticos, que te dejes embargar por la emoción –tarea nada fácil–, y exprimir de tu interior cada emoción, cada pensamiento, cada imagen, sin piedad, sin reservas y sin remordimientos. Necesitas buscar en los rincones más oscuros de tu corazón, en los rincones más recónditos de tu cerebro. Es ahí donde debes buscar la imagen, el glamour, la expresión correcta. Y tienes que hacerlo con total sinceridad, sin importar el precio. Con un esfuerzo tan grande que al final de la jornada te sientas exhausto, despojado de cualquier emoción y pensamiento, con la mente en blanco y dolor en el corazón, consciente de que no te has guardado nada, que te vaciaste totalmente. Para mí, es el único camino para conseguir la excelencia, la única forma, incluso, de acercarse.

A Edward Garnett3, 19 de junio de 1896

Desde que te envié esa primera parte4 (con fecha del día once de este mes) he escrito una página. Únicamente una página. No he dejado de pensar y descartar, sentado frente a la página en blanco, y al final me he confesado incapaz de formular ni siquiera una oración. Ser capaz de imaginar pero no poderlo expresar es una refinada tortura. No veo la hora de que termine; no tengo paciencia para soportarla. Me parece una cosa sumamente ridícula y terrible. Ahora que finalmente he reunido a mis personajes, no sé qué hacer con ellos. De este caos emocional no saldrán los capítulos que faltan. No tengo la capacidad para sentir las cosas con claridad. Me paralizo de tan solo pensar que todo he de extraerlo de mi interior. Otros escritores parten de algún punto, tienen algo a lo que agarrarse. Su base puede ser una anécdota, un párrafo de periódico (hasta de una frase cualquiera en un viejo almanaque puede salir un libro). Pueden encontrar apoyo en los giros dialectales, o en la tradición, o en la historia, o en el prejuicio o la moda del momento; su comercio se funda en un vínculo o en alguna de las creencias de su época –o en la ausencia de estas–, a las cuales pueden explotar o ensalzar. En todo caso, saben por dónde empezar, mientras que yo no. En su momento, tuve algunas impresiones y emociones; impresiones y emociones que, en mi tiempo, eran comunes. Pero todo se ha desvanecido; mi propio ser parece tan tenue y espectral como el fantasma de una mujer rubia y sentimental que se apareciera en unas ruinas invadidas por las ratas. Me siento tan miserablemente. Mi meta me parece tan sensata como levantar el mundo sin ese punto de apoyo que hasta un idiota petulante como Arquímedes reconoció como necesario.

A John Galsworthy5, 11 de noviembre de 1901

Cierta reticencia nos predispone contra la popularidad. Después de todo, si se quiere complacer al público –en el caso de que uno no sea un imbécil empalagoso o un impostor petulante– es necesario abordar su tema con una gran intimidad. La mera familiaridad no basta. No será el autor sino los demás quienes reparen en tal falta al advertir ciertas contradicciones y detalles con respecto a la concepción general del personaje (o personajes) y del tema. Aunque digan lo contrario, el hombre vive solo de sus “excentricidades”, por llamarlas de alguna manera. Confieren a su personalidad un vigor que la mera lógica sería incapaz de lograr. Para encontrar las pocas partículas de verdad que nadan en el océano de la insignificancia, deberás estar dispuesto a explorar las profundidades y a creer en lo increíble. Sobre todo, resulta primordial despojarse de nuestros escrúpulos. Abordar personajes de dudosa respetabilidad te permitirá alcanzar una mayor profundidad y acercarte más al gran arte. Por ejemplo, los personajes secundarios en Villa Rubein6. Debo reconocer que en este volumen el mejor es Forsyte. Lo admito con cierta reticencia porque indudablemente hay más belleza (y más felicidad de estilo también) en The man of Devon and other stories7. La historia de la mina resulta el ejemplo más claro de tus fortalezas y flaquezas. Hay pocas palabras que cambiaría; y tiene cosas por las que daría un dedo por haberlas escrito. Te lo digo sinceramente. Que tu director de mina resulte poco convincente se debe a que es demasiado perfecto hasta en sus defectos. El hecho es que buscas fundamentar tu obra mediante un gran escepticismo. Escepticismo: el tónico de las mentes, el tónico de la vida, el agente de la verdad… el camino del arte y la salvación… En un libro, debes amar el concepto y ser escrupulosamente fiel a tu visión de la vida. Es ahí donde reside el honor del escritor, no en ser fiel a sus personajes. No dejes nunca que te aparten de tu esencia. Frente a tu grey, conserva ante todo una actitud de total indiferencia, la cual es un atributo del poder de la creación. Todo creador ha de ser indiferente porque directamente es él quien pronunció “¡Fiat!, y siendolas criaturas hechas a su imagen y semejanza, se empeñarán en arrastrarlo por debajo de su potestad y degradarlo con su adoración. Tu comportamiento hacia estas deberá asumir un papel estrictamente intelectual, comportándote de una manera más independiente, más libre y menos rigurosa de como acostumbras. Por su propio bien, habrás de mostrarte tan inflexiblemente apegado a los conceptos del bien y el mal. Tus cuentos poseen una atmósfera exquisita, lo único que necesitan es más aire.

A Edward Garnett, 28 de agosto de 1908

En todo caso, considero que siempre he escrito con dignidad, con más dignidad de la que jamás podría tener la mariposa a la que aludimos anteriormente8. Y no ciertamente a causa de una ausencia de convicciones, la forma exterior suele adoptar. Lo cierto es que he abordado la materia humana con un espíritu de piedad desconocido para aquellos benefactores de la humanidad que quisieran que la vida fuera un paseo guiado por el propio Cook, desde la cuna hasta la tumba. Nunca he degradado ese sentimiento casi religioso vertiendo lágrimas, gemidos y suspiros, ni me he carcajeado con la boca abierta ni enseñado los dientes. En una palabra, me he comportado decentemente, lo cual –si exceptuamos la más burda de sus acepciones– no es tan sencillo como parece. Por ello, hay quienes me acusan de brutalidad, de carecer de delicadeza, corazón-simpatía-emociones-idealismo. Incluso una criatura extraviada afirma que soy un neoplatónico, ¿qué demonios es eso?

A Helen Sanderson9, septiembre de 1910

“Algo verdaderamente pagano” resulta demasiado vago. Fue lo que quise decir cuando afirmé (en la carta) que su expresión, aunque directa, había ocasiones en que no era del todo exacta. En la literatura, la capacidad de sugerencia –en sí, una gran virtud– solo se logra mediante la precisión en la expresión. Coincido con usted que hay “algo verdaderamente pagano en el misterio, etc., etc., etc.”, pero la frase por sí sola no significa nada. Para provocar una reacción es necesario decir las cosas de manera precisa. ¿Qué es el paganismo? La piedad pagana era una emoción suscitada por el asombro, la aflicción y el temor hacia el mundo visible. En este caso particular, su intención es sugerir el miedo y el pavor “en el misterio de los desiertos”, etc., etc. Quizá me equivoque. Sin duda, no se trata de una buena frase pero como ejemplo funciona. Al escribir, en especial en la escritura descriptiva, es necesario protegerse contra el “à peu près”, el horrible peligro de lo “aproximado”.

A Sir Sidney Colvin10, 18 de marzo de 1917

Quizás no tomes como presunción que diga que, después de 22 años de trabajo, no he sido bien comprendido. Me han llamado escritor del mar, de los trópicos, escritor descriptivo, escritor romántico… y también realista. Pero, de hecho, mi único interés ha sido el valor “ideal” de las cosas, los acontecimientos y las personas. Eso y nada más. Los aspectos humorísticos, patéticos, apasionados y sentimentales surgieron por sí solos, pero en vérité c’est les valeurs idéales des faits et gestes humains qui se sont imposés à mon activité artisticique.

Cualesquiera que sean mis talentos dramáticos y narrativos, siempre los he usado, instintivamente, con ese objetivo: alcanzar, sacar a relucir les valeurs idéales.

A Barrett H. Clark11, 4 de mayo de 1918

Con respecto al tema de su consulta, me gustaría proponer, en primer término, una premisa general: que una obra de arte rara vez se resuelve en una conclusión definitiva, ni se limita a un solo significado. El motivo de ello es que entre más cercana esté del arte, más acentuada resultará su naturaleza simbólica. Tal afirmación podría parecerle sorprenderle e inducirle a pensar que me refiero al movimiento simbolista de poetas o prosistas. El suyo, sin embargo, es únicamente un recurso literario sobre el que me abstengo de dar mi opinión. El asunto que me interesa posee mayor amplitud. Pero seguramente sobre este tema y otros semejantes usted mismo tendrá sus propias reflexiones.

Por ello, sólo llamaré su atención hacia el hecho de que concebir simbólicamente la obra de arte presenta esta ventaja: su capacidad para efectuar un tripe reclamo que abarca todos los campos de la existencia. No casualmente, todas las grandes obras de la literatura han sido simbólicas, pues con ello han ganado en complejidad, en potencia, en profundidad y en belleza.

No creo que su cuestionamiento tenga que ver con mi falta de precisión; en lo que a mí respecta, en cuanto a precisión de imágenes y análisis, mi conciencia artística está tranquila. He brindado toda la verdad que poseía en mí; y nada de lo que digan los críticos aumentará o disminuirá mi honestidad. Pero el asunto del “propósito final” no es asunto de mi consciencia. Será tarea del crítico aportar a su reflexión sus propios criterios de honestidad, sensibilidad e inteligencia. Un buen juicio es todo lo que debe interesar a su consciencia. Si su consciencia está anegada de escrúpulos mezquinos y obstruida por fórmulas superficiales, entonces su razonamiento será superficial y mezquino. Pero un artista no tiene derecho a cuestionar la inspiración de otro espíritu, sin importar si es sublime o rastrera.

A Richard Curle12, 24 de abril de 1922

Esta mañana recibí la colaboración para el Blue Peter. Me parece que ya te había manifestado la naturaleza de mis sentimientos. De hecho, fui muy franco al expresar cuál era mi principal objeción al sesgo que piensas darle. En ningún momento he tenido la intención de que mis palabras influyan o cambien tu parecer. Y, ciertamente, tampoco tengo ni el deseo ni el derecho de imponer mi autoridad. Únicamente he querido señalarte que mis sentimientos al respecto resultan tan válidos como los tuyos. Resulta un extraño destino que todo aquello que, siguiendo una intención artística definida, elaboré mediante sugerencias y me esmeré en mantener indefinido, en esa penumbra de la inspiración inicial, deba ser colocado bajo la luz, y su insignificancia –en relación con lo que calificaría, sin ningún asomo de megalomanía, como la magnitud de mis conceptos– expuesta para que cualquier tonto comente sobre ella o incluso para que las mentes comunes expresen su disgusto. ¿Nunca se te ocurrió, mi querido Curle, que dejar en un segundo plano los hechos de mi vida e incluso de mis relatos era una elección consciente? La explicación, querido amigo, resulta letal para el glamur de la inspiración artística, pues al privarla de su capacidad de sugerencia, destruye toda ilusión. Das la impresión de creer en la literalidad y la claridad de los hechos y también de la expresión. Sin embargo, la mayor claridad es la total nimiedad de una declaración explícita y su capacidad para desviar la atención de las cosas verdaderamente importantes en el terreno del arte.

A Richard Curle, 14 de julio de 1923

Te regreso el artículo13 con dos correcciones sobre el contenido y una sobre el estilo.

No tengo nada que objetar a la manera en que está escrito. En lo que se refiere a mis sentimientos, es otro asunto; y me parece que, en consideración al carácter íntimo de nuestra amistad y confiando en la indulgencia de tu afecto, te los puedo expresar sin reservas.

En mi perspectiva, esta era una oportunidad, si no única, sí una que difícilmente volverá a presentarse en mi vida. Albergaba la esperanza de que un análisis general fuera la oportunidad que me liberara de esa cola infernal de barcos y de esa obsesión por mi vida como marinero, la cual tiene tanta relación con mi condición literaria, con mi calidad de escritor, como enumerar los salones frecuentados por Thackeray la tendría para explicar sus virtudes como novelista. Después de todo, no importa que haya sido marinero porque ahora soy un escritor. A decir verdad, la naturaleza de mi escritura corre el riesgo de verse opacada por la naturaleza de mi temática. Admito que es algo inherente, pero solo el juicio de una inteligencia única y excepcional podría contrarrestar la opinión superficial de la inteligencia inferior de la masa de lectores y críticos. Incluso Doubleday se mostró bastante alborotado por esta característica, como evidencian las gacetillas publicadas en los periódicos de Estados Unidos, donde abundaban títulos como “El tejedor de tramas marinas/ El maestro del mar/El escritor marinero” y demás. Debo admitir que los comentarios fueron menos enfáticos que los titulares, pero esto se debió únicamente a que no conocían el contenido. Es innegable que la conexión entre esos barcos y mis escritos se traza en tu libro –aclaro que con mi consentimiento–, pero es más una cuestión biográfica que literaria. Y como tal no puede causar daño. Desde entonces, sin embargo, se le ha concedido una importancia inmerecida; y, sin embargo, sabes muy bien que dentro del conjunto de mi obra, la temática marinera no ocuparía ni la décima parte, e incluso de esta, la mayor parte, que representan El negro del “Narcissus” y El espejo del mar, responden a un propósito especial el cual me encargué de destacar en mi Nota del autor.

Por supuesto, en la mayoría de mis libros aparecen marineros. Pero eso no las convierte en historias marítimas, como tampoco la presencia de De Barral en Suerte –al que le dedico tanto espacio como al Capitán Anthony– convierte a esa novela en una historia del mundo de las finanzas. ¡Cómo me gustaría que todos esos barcos míos pudieran finalmente descansar! Me temo, sin embargo, que en cuanto los americanos reparen en ellos nunca, nunca, nunca lograrán descansar.

Tu resumen de Nota del autor, si bien es muy satisfactorio, tiene el inconveniente de que no aprehende su atmósfera, aunque ciertamente no podría trasmitirla por la sencilla razón de que en estas páginas me he expresado de una manera intensamente personal, mucho más que en toda mi obra, con excepción quizás de Crónica personal. Ahí plantearía una cuestión de política: ¿Es algo bueno separar la carne, por así decirlo? ¿No se les quitará el apetito? Soy consciente, mi querido Richard, de que cuando platicamos sobre este artículo que pensabas escribir, utilicé la palabra “histórico” para referirme a mi método o a mi narrativa, no lo sé bien. Me expresé mal porque ciertamente no pensaba en el trasfondo histórico de esos libros. En ese momento rondaba por mi cabeza una frase de un artículo muy extenso que apareció en el Seccolo. El crítico señaló que no encontraba ninguna diferencia entre mi narrativa y mi material manifiestamente autobiográfico, ni de técnica ni de temperamento, como resultaba evidente en Crónica personal. Su conclusión fue que mi narrativa no era histórica, por supuesto, pero que tenía una auténtica cualidad en su desarrollo y estilo, cuyo efecto en conjunto recordaba al de la perspectiva histórica.

Tengo la impresión de que lo que realmente quiso decir es que mi manera de contar, la cual no favorece la familiaridad entre autor y lector, apuntaba esencialmente a la intimidad de una comunicación personal, sin reparar en ningún otro fin. De hecho, la reflexión sobre los efectos está presente de todos modos (a menudo, a costa de la sencilla claridad narrativa), como se puede apreciar en mis poco convencionales maneras de composición y perspectiva, que son totalmente peliagudas, y en las que consiste casi todo mi “arte”. Sospecho que fue este el escollo que encontraron los críticos para calificar mi obra de romántica o realista. En realidad, los cambios que efectúo en la disposición (la secuencia en que aparecen) y en la luz, me permiten brindar mayor fluidez y realizar unos efectos de perspectiva muy variados.

La historia de mis libros consiste, realmente, en el dominio gradual, aunque nunca por completo, de tales aspectos. Por supuesto, la cualidad plástica de esa disposición y de esa iluminación tiene su importancia, ya que sin ella no se percibiría la realización de esa disposición e iluminación, como tampoco se percibirían las ondas eléctricas de Marconi de no existir los instrumentos adecuados para la emisión y la recepción. En otras palabras, sin la humanidad, mi arte, el cual resulta infinitamente pequeño, no existiría.


Selección, traducción y notas de José Homero


  1. Tal selección parte de la antología Joseph Conrad on fiction, editada por Walter F. Wright, en la Editorial de la Universidad de Nebraska (Lincoln, 1964). ↩︎
  2. Edward Noble (1857-1949) fue un escritor inglés que, como Conrad, primeramente se dedicó al comercio marítimo. La carta, escrita apenas seis meses después de la publicación de La locura de Almayer, se refiere a un manuscrito que McMillan le había rechazado a Noble, por entonces un aspirante a escritor. ↩︎
  3. Edward William Garnett (1868-1937) fue un escritor, editor y crítico inglés, quien le animó en su escritura. ↩︎
  4. Se refiere a la primera parte de The rescuer, cuya versión final se intituló The rescue (El rescate), la cual apareció en 1920. ↩︎
  5. John Galsworthy (1867-1933) fue un novelista y dramaturgo inglés, cuya obra más notable es La saga de los Forsyte, una serie de novelas y relatos que comenzó a escribir en 1900, como se advierte por la mención de Conrad. En 1932 ganó el Premio Nobel de Literatura. ↩︎
  6. Villa Rubein and other stories, libro de cuentos de John Galsworthy publicado en 1900. Conrad se refiere al cuento “Salvation of a Forsyte”. ↩︎
  7. Libro de cuentos publicado en 1900. Posteriormente, algunos relatos de este volumen se integraron a Villa Rubein. En Devon se encuentra el primer episodio de lo que sería conocido como La saga de los Forsyte. ↩︎
  8. Conrad llamaba a Carlyle, “butterfly”, valiéndose de esa rima característica de la jerga cockney –con la que se familiarizó durante su etapa como marinero– en la que los nombres se sustituyen merced a la consonancia. ↩︎
  9. Edward Lancelot Sanderson (1867-1939), poeta menor hoy totalmente olvidado, fue uno de los mejores amigos de Conrad. Helen Sanderson, su esposa, fue autora de unos “Bocetos africanos”, aquí comentados. ↩︎
  10. Sidney Colvin (1845-1927) fue un crítico literario y especialista en arte. Amigo también de R. L. Stevenson, escribió una biografía de John Keeps y fue conservador del Museo Británico. ↩︎
  11. Barrett H. Clark (1890-1953) fue un escritor, editor, traductor, crítico y académico norteamericano, cuyos afanes se enfocaron al teatro. Esta carta es en respuesta a una consulta que efectuó a Conrad respecto a cuáles eran sus principios estéticos. ↩︎
  12. Richard Curle (1883-1968) fue un escritor, crítico y periodista escocés. Especialista en la obra de Conrad, de quien se volvió íntimo amigo, su primer libro al respecto fue Joseph Conrad: A study, publicado en 1914, al que el novelista hará referencia en la siguiente carta aquí traducida. ↩︎
  13. Reseña de Curle, Uniform edition of Joseph Conrad’s work”, publicada en The Times Literary Suplement, que analiza la publicación de la obra completa de Conrad en veintiún volúmenes por J. M. Dent & Sons. ↩︎
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(1857-2912) fue un escritor polaco-británico, considerado uno de los máximos exponentes de la literatura en lengua inglesa.


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