Una noche, en el alta mar…

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De regreso de un viaje de siete meses en un velero por el Caribe, mi hijo Sebastián me reveló: “El mar en la noche es una maravilla, estar ahí quietos, flotando, bajo las estrellas, no hay nada igual…” Nunca había conjeturado ese tipo de austera voluptuosidad, digna del elogio de Epicuro o aun del severo Spinoza.

En la noche, cuando cede la tensión del quehacer interminable a bordo del Oriente, el comandante de la expedición, general aún, Bonaparte, gusta de cenar en compañía de los sabios que con él viajan, formularles problemas y debatirlos en plácido cuanto refinado intercambio. El Oriente es gigantesco, tienen 120 cañones y se precisan mil trescientos marinos para maniobrar en él. El lugar de reunión de Napoleón y los sabios más parece, por su boato, cabina de un rey que de un general de la Revolución, y ya mereció por esto suspicaces reprimendas en la Convención. Pero en la cena opulenta (el cocinero de Napoleón inventará el pollo a la Marengo durante la batalla de ese nombre) hay un ambiente cordial y abierto a toda ideación, “paso franco a la inteligencia”, dictaminará el Emperador. ¿Qué discutían? Bonaparte propone los temas: ¿Están habitados los planetas? Sí, no, por qué… Se toma partido. ¿Cuál es la edad del mundo? Se discrepa (atrás han quedado los cronologistas que se basaban en los libros de la Biblia para determinarla). ¿Pueden los sueños interpretarse de modo que se lea en ellos el futuro? ¿Por qué no? (Ya el gran Leibniz escribió contundentes páginas negando la posibilidad de vaticinios, sí, pero los sueños parecen resistirse a todo…)

Ése es Napoleón, cuya creación más lograda fue, no una campana o unas batallas, sino un código, el napoleónico, que regulaba todos los aspectos de la vida.

No me imagino a nuestros presidentes debatiendo de esta manera, por el solo disfrute del pensamiento y la argumentación dialéctica con los amigos, como aquellos atenienses del banquete de Platón, y en algún caso una reunión así en México se acercaría peligrosamente a una comedia de Red Skelton o hasta, en más de un caso, de los Tres Chiflados.

Más sobre Virginia Woolf. En la casa de los Stephen, 22 Hyde Park Gate, donde creció Virginia, siete criados atendían las necesidades de los once habitantes. Así, ella fue siempre servida, por eso, en algún momento en que no lo fue, pudo experimentar: “compro yo misma mi pescado y mi carne en High Street [el mercado], asunto degradante, pero divertido. Me disgusta el espectáculo de las mujeres comprando: se lo toman tan en serio…”

Ahora, doña Virginia, que reflexionó sobre todo lo habido y por haber, no podía dejar de cavilar sobre la difícil relación de ama y criada. Lo hizo, y lo hizo con su peculiar elegancia y genio literario. Y escribe con crueldad de una sirvienta (¿de qué otro modo podría escribirse sobre un asunto como éste?): “Amarga y ardiente, ella es la fea, encorajinada, infeliz que está siempre con nosotros con el taciturno poder de algún monstruo prehistórico.”

Esto es, la criada, se entiende o se supone, teme a la patrona, pero también, allá en el fondo, el ama teme a la sirvienta. ¿Será porque alcanza a percibir la injusticia básica de la situación? ¿Será por un inicio larvario de culpa? Quiero decir, podría ser que la señora suponga que el sometimiento engendra en la sirvienta primitivos y ocultos anhelos de venganza, y eso le suscita temor a la señora, pues como ella diría: “Ya puedes imaginar lo violenta que puede ser esta gente, con lo elementales, por no decir salvajes, que son por allá, no le tienen miedo a nada, son de cuchillo.”

No sólo temor y culpas, también, desde luego, cariño, agradecimiento, lealtad.

Hay cañonazos en las batallas literarias que van directo a la Santa Bárbara del buque contrario. Una es esta del gran Orwell dirigida contra mi admirado maestro Graham Greene. Pero, antes de citarla –es breve, malhumorada y certera–, quiero aclarar que se inscribe en la idea religiosa de que el pecador puede estar en mayor posibilidad de salvarse que el virtuoso porque por sus desenvolturas ha podido experimentar la tristeza del mundo y del pecado y, por tanto, dar vuelta hacia Dios rápida e inesperadamente, en cambio el virtuoso está muy expuesto a tentaciones cuyo alcance, en caso de caer, ignora.

Muchas buenas novelas y obras de teatro desarrollan este tema.

Ahora Orwell. Alza su queja en estos términos: “Parece que [Greene] comparte la idea, que anda flotando por ahí desde Baudelaire, de que hay algo muy distinguido en estar condenado. El infierno es una especie de club de clase alta cuya entrada está permitida sólo a los católicos.”

No estoy de acuerdo, claro, pero admiro la colocación y el swing del pugilista. En los escritos de Orwell menudean este tipo de revelaciones. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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