Un hombre se acerca solitario a una iglesia precedido por su propia sombra dibujada en el suelo. Atraviesa el vano y se detiene a observar. El hombre es Michelangelo Antonioni, que en esa época, 2004, llevaba casi veinte años sin poder caminar. La ventaja del cineasta es que puede potenciar lo ilusorio hasta hacerlo real: lo vemos caminar. Lo que Antonioni observa es la restauración del Moisés de Miguel Ángel, cerrado al público por mucho tiempo. Así que vemos a Antonioni observando a Buonarotti, uno caminando y el segundo recuperado, Michelangelo frente a Michelangelo. O como diría J. Rosenbaun, “Una restauración interactuando con otra”. Así empieza una de las últimas obras del director italiano. La piel, el mármol, el cine y el silencio, juntos en el parpadeo de la cámara, en el punto de vista combinado de las figuras presentes, de nosotros mismos observando la escena, todos en silencio mientras participamos en el trazo del director.
Antonioni estableció un montaje que prefiere la discontinuidad, más cercana al correr de la vida, a la lógica de la causalidad. Esta tensión entre el rechazo de la coherencia tradicional y la tendencia a envolver a sus personajes, mucho más interesada por las influencias de los hechos en aquéllos que por los hechos mismos, es lo que lo llevó a ser una voz primaria del cine.
En los años sesenta se pretendió devolver la poética a sus contenidos más aparentes, escondiéndola dentro de las categorías de alienación y de incomunicación –una lectura que hoy parece excesivamente limitada. La estructura misma de pregunta que tienen muchas de las películas de Antonioni encarna narrativamente el deseo de indagar aspectos de lo real que tienden a sustraerse continuamente, lejos de la complacencia de quien no acepta apriori la ambigüedad. Es el conflicto, más o menos declarado, entre la ambición de un todo visible y la búsqueda de una verdad escondida en las cosas y en los personajes (como el cadáver de Blow-up, que aparece y desaparece sin que se aclare nunca su existencia efectiva) por lo que Antonioni obtuvo resultados célebres, dando prueba de una sorprendente inventiva técnica y estilística.
La niebla de El grito y la luz menguante de La aventura devoran a los protagonistas. A partir de Blow-up, esta elección se hace más fehaciente, y confiere a ciertas secuencias un sabor, más que abstracto, fantástico; Zabriskie Point encuentra uno de sus puntos culminantes en una escena erótica ambientada en el Valle de la Muerte; la ejecución del periodista en Profesión: reportero sale del campo visual mientras la cámara, desafiando las leyes naturales, encuadra un espacio mísero y sale por la reja como si la atravesara; finalmente, en Identificación de una mujer, la película termina con un largo encuadre al sol.
El rechazo muy precoz de la forma tradicional de narrar encontró en Antonioni una expresión puramente cinematográfica. Liberó la narrativa cinematográfica de las conexiones de causa y efecto, y opuso a la continuidad –impuesta por el montaje– el plano secuencia que no se agota. Fue un maestro en la reseña de la sutil descripción de las conductas, nunca predecibles pero siempre verosímiles, del rechazo del suceso dramático en privilegio del instante. ~
Como escritor, maestro, editor, siempre he sido un gran defensa central. Fanático de la memoria, ama el cine, la música y la cocina de Puebla, el último reducto español en manos de los árabes.